viernes, 30 de septiembre de 2016

EN RIGUROSA CONCOMITANCIA CON ESTE PONTIFICADO...

Fuente de la ilustración: aquí
... que podría justificar un lema interrogativo en el escudo papal («Quis ego ut iudicem?», en atención a los melindres de Bergoglio para con un siniestro lobby bogante en nuestros días), salen ahora del armario dos monjas franciscanas que, trocando la escuela de san Francisco y santa Clara por la de Safo, deciden dar al traste con los votos perpetuos a trueque de hacerse esposas ad invicem. «Dios quiere la felicidad de las personas», aseguran. Sólo que el giro copernicano eficazmente operado en el sentido común sitúa la felicidad ya no en la virtud, como era antes, sino en el vicio -incluso en aquel apelado como «nefando».

Para más abundar en el escarnio público de la Iglesia, las "casó" un cura suspendido hace una década por su escandalosa militancia pro-gay, tacha que hoy podría valerle una condecoración, quién sabe si la consagración episcopal. Queda bien claro, a juzgar por la impresionante condensación de signos mirantes a demoler todo resto de sacralidad por el atropello incesante de íncubos y súcubos que fueron soltados sobre la entera faz de la tierra, que el enemigo busca el definitivo desprestigio de todo lo que hasta ayer no más se tenía por santo. Siendo una de las formas más astutas de ejercitar y alentar el sacrilegio el poner en la mira de los medios masivos a estos prevaricadores derrotados en su fe por la acometida mal resistida de la carne: hace poco menos de un año había sido el turno de un obispillo polaco a cargo de un dicasterio vaticano, fugado de sus funciones con su galán para el baboso deleite de los periodistas. Así como Marx culpaba a la burguesía (y con razón, esta vez) de haber degradado a los oficios más venerables convirtiéndolos en empleos asalariados, hoy podría parafraseárselo diciendo que los Soros y la ONU y la prensa -con la complicidad de la Jerarquía de la Iglesia- pujan por despojar a los religiosos del hábito para exhibirlos en paños menores. De lo que se trata es de volver sospechosa a la virtud por el seguro expediente de ensalzar la debilidad y el pecado, que cuentan con el prestigio artificial de ser cosas «humanas, demasiado humanas».


A la derecha, sujeta a agresivo tratamiento hormonal para avaronarse,
la mujer barbuda del circo de Bergoglio
«Cada uno tiene su propia concepción del bien y el mal y debe perseguir el bien tal como él lo concibe», dijo en una de sus calculadas patrañas el Doctor de la Supremacía Absoluta de la Conciencia, el manoseador impertérrito del depósito de la fe, amparado como en tantas otras ocasiones en la ladina usurpación de su cargo. Ésta, como la del «¿quién soy yo para juzgar?» y otras igualmente irritantes para la conciencia católica, ha sido una inmejorable contraseña para quienes aguardaban a manifestar sus vergüenzas como si se tratara de otros tantos honores. Se ha llegado incluso al despropósito de oír de boca de unos muslimes, luego de que éstos extendieran sus alfombras en una basílica para rezar versus Meccam, que "el Papa nos ha dado permiso", lo que supone que la defección ya es explotada con exquisito cinismo incluso por los más ajenos. Pero el Señor, por medio de sus profetas, dijo cosas más veraces que las que pronuncia Francisco, y tanto más aplicables al horror que presenciamos: 
He aquí que yo suscitaré en la tierra un pastor que no visitará a las ovejas abandonadas, ni buscará a las descarriadas, no sanará a las enfermas ni alimentará a las que están sanas, sino que se comerá las carnes de las gordas, y les romperá hasta las pezuñas. ¡Oh pastor, más bien fantasma de pastor, que desamparas a la grey! La espada de la divina venganza le herirá en el brazo y en su ojo derecho, su brazo se secará y quedará árido; y cubierto de tinieblas, su ojo derecho se oscurecerá (Za 11,15 ss.)
De no mediar el rutilante prodigio de una insospechada conversión, ésta habrá de ser la última y definitiva expresión del «efecto Francisco», digamos que su fama póstuma. Es la herencia que aguarda a todos los que, pese a la notoria advertencia revelada, pese al precio de nuestra redención y al testimonio veraz de la conciencia, recayeron con bríos en la culpa original, oponiendo la presunta autonomía del hombre a la heteronomía de lo real. En todo caso, lo que horroriza y hace columbrar algo del enorme poder del adversario es que la voz de la serpiente antigua se emita ahora por los labios de un pontífice y de innumerables prelados.

Pero, a sentencia pronunciada, nada nos turbe. Vendrá el justo Juez, como lo dice el más actual de los magazines, para «arruinar a los que arruinaron la tierra» (Ap 11, 18).