sábado, 27 de agosto de 2016

LA APOSTASÍA Y EL ASALTO A LOS CONVENTOS

Otro periodista que descubre América, ahora con el cabotaje inestimable de un fiscalete de provincia y con el coro de blasfemias proferidas por tantos grasientos galeotes como comentadores acuden a las noticias de los medios de prensa digitales: resulta que en el Carmelo de Nogoyá había cilicios y fustas para autoflagelarse. El tenaz apetito vejatorio no supo detenerse ni siquiera ante el absurdo, y ordenó allanamientos para encontrar los instrumentos de punición que se prescriben con profusión en los estatutos de la orden después de su reforma, desde hace más de cuatrocientos años. Para mayor sugestión de la archimaneada opinión pública, se recurrió al talismán léxico «tortura», capaz de suscitar repentinos huracanes de indignación.

La sociedad pluralista uniformó previsiblemente el juicio que la espinosa cuestión le merece: "esto no puede existir en el siglo XXI", "se trata de un resabio medieval que debe ser erradicado". ¡Sadismo! ¡sadismo! -claman los que ornan su naso o su ombligo con aretes, los adeptos a la chuza de tinta, al tatoo. Los que, encorvados por sus plúmbeos vicios, caminan como el tatoo carreta. Los mismos que fueron envenenados con sucesivas dosis del marqués de Sade disueltas hasta en la sopa: se sabe cuánto la Revolución -es decir, la modernidad- le debe a aquel endemoniado, para quien la mismísima Asamblea Revolucionaria supo proveer el oportuno calabozo, tan lejos iba en la obra de descomposición.

Y la fe católica y la práctica conventual se ven cuestionadas por una legión de fronterizos, como en esos cuadros del Bosco que exhiben el contraste entre la serena santidad de Cristo y la fealdad de la chusma circunstante. Al menos durante los primeros siglos la Iglesia tuvo que vérselas con un Celso, que compensaba su ignorancia y sus prejuicios antirreligiosos con la galanura retórica. Hoy hay que salir a explicar lo que es el ascetismo, la clausura, la reparación por los pecados ajenos a opinadores rentados, a mequetrefes metidos a acusadores, a obsesos que ven en una monjita enterrada en vida una amenaza para su satisfecha molicie.

La redada en el convento, que tiene un significativo valor como aglutinante de opiniones más o menos difundidas acerca de la inutilidad de la vida religiosa, llega como para remachar la apostasía colectiva (empleamos el término, como es justo hacerlo, en alusión a la prevaricación de todos aquellos que gozaron al menos del bautismo. Con más razón cuando se despreciaron mayores auxilios recibidos). Llega, decimos, para demarcar, como la raya de Pizarro, uno y otro rumbo contrapuestos: o al Cielo o a perderse. De allí la impropiedad del término «neopaganismo» para aludir a la deserción espiritual hoy vigente. Es de creer que la revelación primordial -por muy corrompida que estuviese a instancias de siglos de caminar de espaldas al Edén- se conservara en los lejanos siglos precristianos bajo la especie de algún resabio, lo suficiente para alentar la espera de «Aquel al que las islas esperan». Una esperanza informe, carente de la gracia habitual, pero una eficaz fuerza motriz que fue correspondida en sus mejores impulsos y que, ya cumplida la Redención, no podía sino perderse luego de perdido el inestimable don de la gracia por la defección criminal de nuestros días. Las sociedades descristianizadas perdieron tanto los efectos de la Redención como los vestigios de la revelación primera.

La apostasía no viene como por un alarde prometeico, por una especie de vigor culminante en hybris, como lo querían los adversarios de la Iglesia desde los albores o incluso los pródromos de la Revolución. La apostasía llega por infamante superficialidad, por el hábito de deglutir imágenes y palabras fatuas, por la abrumadora colección de vaciedades que el hombre contemporáneo -salvo heroico conato en contra- se ve compelido a incorporar. Por la concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitae, en los más ordinarios de los términos. Se ha dicho mil y mil veces que la apostasía -personal o colectiva- llega por el ruido incesante y la falta de silencio interior. Contra la estólida tesis evolucionista (contra el evolucionismo histórico o progresismo), hoy se impone una vuelta a una «eterna Edad de Piedra», como la llama Martin Mosebach: la recuperación de una sensibilidad capaz de reconocer la forma que anima a la materia, de admitir al sacrificio como «arquetipo de toda acción» y de conformarse a la inexpugnable alteridad de todo lo real. Se trata de esto o del espíritu moderno, tan bien sintetizado por Sartre en su triste apotegma: l'enfer sont les autres.

La apostasía no es broma, ni es una fatalidad que llega contra las intenciones del sujeto. La Carta a los Hebreos, escrita con ocasión del peligro judaizante pero perfectamente aplicable a nuestros occidentes días, no se cansa de exhortar a su respecto: «debemos adherirnos con más diligencia a las enseñanzas recibidas, no sea que marchemos a la deriva»; «¿cómo podríamos escapar si descuidamos tan gran salud?»; «tememos que mientras sigue en vigor la promesa de entrar en el reposo del Señor, alguno de vosotros piense no conseguirla». Y luego, para más explicitar: «es imposible para aquellos que una vez fueron iluminados, que gustaron el don celeste, que fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que saborearon la dulzura de la palabra de Dios y las maravillas del mundo venidero, y que a pesar de todo recayeron, renovarlos segunda vez por la penitencia, ya que de nuevo crucifican por su cuenta al Hijo de Dios y lo declaran infame», pues «si pecamos deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados sino una terrible expectación y el ardor vindicativo del fuego que consumirá a los rebeldes».

La apostasía (literalmente, la acción de ponerse «lejos de» o «en contra de» Dios) deviene, así, de la inanidad del juicio, y su gran peligro estriba en que ahoga esta facultad humana de raíz, haciéndola en adelante incapaz (salvo un verdadero milagro de orden moral) para retomar el camino perdido. La conversión del apóstata es más prodigiosa y, por ello, más improbable que la del que permanecía en la ignorancia de las verdades necesarias. La apostasía, aparte de suponer una traición, expresa un juicio contra Dios, a quien se reputa menos deseable y digno que las cosas. De ahí la acerbidad de la mirada que se vuelca sobre la religión, teniéndola por impracticable y amarga.

De nada sirve apelar a la prosa alada de santa Teresa de Ávila y a la poesía de san Juan de la Cruz, de una intensidad lírica señera en nuestra lengua: las disciplinas de los carmelitas, que aquellos practicaron con frutos tan patentes y sabrosos, será tenida por las miríadas de necios de nuestra hora como asunto de patología psíquica. En su lugar, cundirá la enésima apelación a una alegría sin espesor, como si las guerras y las devastaciones modernas no hubieran sido suficientes para disuadir a nadie acerca de las presuntas bondades del puro naturalismo a cuyos brazos se arrojaron enteras sociedades.

Que la pacatería progre lo tenga por muy cierto y comprobado: la nuestra es una religión tremenda y sobrecogedora, tanto para augurar un «todo o nada» irrevocable y sin descuentos. Y que se entere alguna vez de que la alegría del apóstata resulta de una superficialidad sólo comparable a la de su juicio. La muerte y el despojo golpean a cada instante a la puerta de esta alegría, que es una fuga mientras le queden piernas, y que más tarde o más temprano alcanza a contemplarse con horror en toda su vertiginosa vacuidad, allí cuando el mal es conocido ya sin aliños, cara a cara en su aterrorizante desnudez. Cumplido entonces todo el daño que a la paciencia del Altísimo plugo soportar, ahora el juicio invierte sus papeles, y el Juzgado se constituye en Juez. Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo.

viernes, 19 de agosto de 2016

¡AY MUERTE, MUERTA SEAS!

Es una banalidad peligrosa la que se ha posesionado de los hábitos de nuestros contemporáneos, remecidos por Satanás en el cernidor de las distracciones, las superfluidades y las engañifas, tan saturados de impresiones y de una ciencia tan acabada de lo epidérmico, que por esto mismo matan y mueren sin mayor conciencia del caso. El veto a la estulticia forma parte del patrimonio moral inscrito en los genes; su transgresión, tan factible como cualquier otra a expensas de la caída, no puede arrojar sino el fruto más propiamente atribuible al pecado. La muerte, pues, devenida nada menos que cultura (labranza, arte y cuidada consumación), debe corresponderle inmejorablemente a una época en que el mal campea como al desgaire, con la más inconcebible de las incurias.

¡Cuánto espesor tenía entre los paganos de la antigüedad la conciencia del pecado, aunque éste pendiera como por hilos invisibles del arbitrio de alguna divinidad como de causa eficaz y la voluntad humana cediera ímpetu e imperio al fatum! ¡Qué de gemidos llenan las estrofas de los tres mayores tragediógrafos, testimonio elocuente de un sordo deseo de redención que también conocieron, con su peculiar talante, los pueblos precolombinos -según se deduce del recibimiento dado a los descubridores-, no menos que en los pueblos del África ecuatorial en el tiempo de las primeras misiones! Eran tiempos en que se llevaba el Evangelio sin reparar en la «inculturación» del mismo, sino en dar la libertad a los cautivos del demonio, que huían confundidos a la potente voz del ministro de Dios.

Sólo donde hubo cristianismo y luego cundió la apostasía (piénsese en sociedades, piénsese en sujetos singulares) parece no medrar este deseo de redención. Y es que «el perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada vuelve a revolcarse en el cieno» (II Pe 2,22), y allí donde un espíritu maligno había sido expulsado entraron otros siete peores que él. El liberalismo, según es noto, trajo de todo menos la libertad. Y ablandó los caracteres, enervó los temples, sepultó las voluntades. Y dejó en su lugar un tácito nihilismo y una réplica terrestre -como un envés- del embudo infernal. Inadvertido porque aún sin llamas ni aullidos -o al menos no tan ubicuos y empinados-, con refocilante embotamiento sensorial como para reservar a sus presas para peores ulteriores días.

La cultura de la muerte reviste múltiples facetas y es pródiga en símbolos (no hablamos del aborto, el tráfico de armas y la delincuencia desatada, todos suficientemente alusivos a la sangre como para ser tomados con mero valor de analogía). La disolución de las familias, fenómeno de muerte si los hay, entra de lleno en su circuito semántico. Y la disipación del seso que, como apuntado más arriba, concurre como causa de la expansión necrótica. Cuando Martín Fierro mató al moreno, sabiéndose corrido por la policía de campaña como por otras tantas erinnias, se fue al desierto, que es imagen de la expiación. Hasta del hosco abuelito de Heidi comentaban los lugareños que su retiro montañés estaba motivado por haberle dado muerte a un hombre. La cifras del aborto quirúrgico en la Argentina trepan, desde hace 30 años ininterrumpidos, a quinientos mil anuales (lo que permite deducir que, sobre una población femenina de poco más de veinte millones, cerca de una tercera parte le dio muerte al hijo por nacer), lo que no obsta para que la inmensa mayoría de las filicidas vivan una vida aparentemente normal, circulen por la calle y hasta se detengan a tomar un helado en la vereda en los meses cálidos, entre bromas con las vecinas. Se ha omitido la penitencia, se ha hecho como si nada, y con esto se ha abierto la puerta a todas las calamidades.

«No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto», dijo a su tiempo el profeta de Moloch, a quien sólo la distracción universal -incluida la de los cardenales de la Santa Romana Iglesia- pudo consentirle tan inopinada potestad. La vida sigue, aunque envenenada, y todo lo que tocan nuestros contemporáneos se vuelve estéril y mustio, desde la escuela hasta la política. ¡Muerte desmesurada, matases a ti sola!, clamó el poeta, y hoy no sabríamos cómo ritmar su desazón. Pende una pesada maldición sobre esta estirpe.    
                                                                                                                     

miércoles, 10 de agosto de 2016

AMISTADES TURBADORAS, CON TURBANTE

Al final, la prepotencia musulmana encontró la ocasión -bah, era del todo previsible- de asociar explícitamente a Francisco a sus bravatas. Ya no bastaba el cinismo de los mismos "refugiados" proclamando a voz en cuello, en el corazón mismo del acogedor suelo occidental, la realidad de las estadísticas que hablan de la irreversible expansión demográfica muslim en una Europa cada vez más estéril en hijos (y la consecuente advertencia de que francesas y alemanas serían generosamente acogidas en el harem); ya no era menester desafiar con arrogancia a los anfitriones enrostrándoles su molicie y apocamiento, al punto de osar arrancarle a un fraile el crucifijo del cuello en plena vía pública, sin recibir de los testigos del hecho la justa reprimenda. Ahora los esbirros de Mahomete son capaces de entrar a una iglesia y extender su alfombra para orarle a Allah, apelando para ello a la venia del Obispo-vestido-de-blanco: «el Papa nos ha dado permiso», dicen, jactanciosos.

Hasta el más distraído de los pastores trashumantes del desierto, de esos que detienen de tanto en tanto la marcha de sus rebaños para rezar en dirección a La Meca, sabe que debe evitarles a sus ovejas el comer ciertas hierbas tóxicas y, en caso de darse algún caso de ingesta accidental, sabe cómo acudir a normalizadores gástricos o antídotos que el mismo medio natural le provee. Pero los pastores de la iglesia conciliar (esta denominación la inauguró el mismo sustituto de la Secretaría de Estado del papa Paulo VI, monseñor Giovanni Benelli. Vid. aquí) han alimentado a sus greyes con ponzoña, y no han buscado redimirlas de su creciente debilitamiento sino con renovadas dosis del mismo veneno que las postró. Consten, como indecoroso botón de muestra de lo dicho, las recientes declaraciones del episcopado argentino, condenando la corrupción política no por destruir el bien común ni la felicidad social, sino por destruir «la democracia».

Ya en sus días Juan Pablo II había instado a los fieles a «estudiar el Corán», no sabemos si con el propósito de conocerlo más para mejor rebatirlo o quizás para que los católicos hallaran improbables confluencias con los muslimes en la «adoración al mismo Dios» (sic). Los poderes públicos de la Europa laicista, tan reacios a admitir sugerencias del poder eclesiástico, se muestran hoy dispuestos a seguir la admonición del Magno, instaurando para ello cátedras obligatorias de Corán en las escuelas secundarias. El caso es que nuestros jerarcas, a la par que nuestros gobernantes, parecen no haber recalado nunca en aquel capítulo 13 del Eclesiástico que advierte acerca de la importunidad de estrechar ciertos vínculos reñidos con la naturaleza de las cosas: «el que toca la pez, se mancha», o bien «¿cómo juntar la olla de barro con la caldera? Ésta chocará con aquélla y se quebrará», no menos que «¿cómo se podrían juntar el lobo y el cordero? Lo mismo sería unir al impío con el justo». El refranero, que en tiempos más felices asomaba por la boca de los sencillos, supo sintetizarlo en memorable sentencia: cada oveja con su pareja. Es lo que Aristóteles precisó acerca de la homoiosis o igualdad que cumple haber entre amigos: «toda amistad se apoya en una semejanza». ¿Cuál podría haber entre quienes afirman la divinidad de Cristo y quienes la niegan como a una ocurrencia blasfema?

Atar nudos imposibles debía ser la tarea y el convite de estas conciencias revolucionadas, siempre fatalmente desconocedoras de la naturaleza humana y de las leyes que gobiernan la realidad moral, la realidad. No es para ellos que se recogieron alguna vez aquellas máximas sapienciales -lo que no los habilita, por cierto, a abrir las puertas de nuestros templos asaz vejados por la contaminación modernista para que ahora sean transformados en establos a instancias de los de la medialuna. ¿Es la hora, tal vez, de reflotar aquella rechazada tesis del "Anticristo colectivo", recordando que la Cristiandad medieval reservó el nombre de «falso profeta» a Mahoma (y, por consiguiente, a la marea musulmana)? Si la figura de la Bestia política podría concordar con la masonería y el sionismo, fuertemente sospechadas de estar detrás de la migración masiva de mahometanos al Viejo Mundo, ¿con quién habría que asociar a la Gran Prostituta que, merced al pan-ecumenismo ampliamente predicado, se acuesta con los de la cimitarra, con los circuncisos, con los más rabiosos ateos y con quien viniere a caso?

Si la iglesia conciliar no estuviera abocada a su autodestrucción, atendería las enseñanzas de aquel eximio doctor de la Iglesia católica que fue san Francisco de Sales, cuyo juicio en lo tocante a las amistades ilícitas suponía una triple imperiosa actitud de distanciamiento, que el santo sintetizó en la triple orden «rompe, corta, rasga». El Zote coronado, siempre tan adscrito a los más infames aspavientos propios de la sobrecivilización, advierte, en cambio, que no hay "violencia islámica" sino más bien una "violencia católica" reconocible en los incidentes domésticos de bautizados que acaso no hayan concurrido nunca a Misa. No hay necesidad de decir más. La próxima palabra, como en hitos crecientes de una conquista anunciada, la dirán los yihadistas. Que odian a la Gran Prostituta y no creen en sus remilgos, y que -confundiéndola con la Iglesia de Cristo- la despellejarán al modo en que lo hizo don Quijote en la célebre aventura de los odres. Ellos serán -a su homicida modo, atizados por los verdaderos dueños de la escena, los del mandil a buen recaudo- los que apliquen el triple expediente del de Sales.

lunes, 1 de agosto de 2016

UNA AUDAZ PETICIÓN A LOS CARDENALES

Una caída estrepitosa no es nada, al fin de cuentas, en el teatro de diversiones en que ha devenido el mundo. Con ochenta años a cuestas y esos fastidiosos paramentos, con el turíbulo en ristre para sofocar a los circunstantes, la caída de Francisco no sorprendería si no fuera ésta la segunda vez que da con su humanidad por el suelo en pocos meses, ambas ante sendos significativos iconos de la Virgen (la de Guadalupe, en México, y la de Czestochowa, en Polonia). Esto último dio lugar a no pocas suspicacias entre católicos debidamente hastiados con Bergoglio, que ven tales desplomes como otros tantos signos, dos más entre los muchos que se prodigaron desde la caída del rayo sobre la cúpula de San Pedro el mismo día en que Benedicto XVI anunció su renuncia. Signos promisorios esta vez, obrados ante la faz de Aquella que fue llamada «vencedora de todas las herejías», Aquella capaz de poner en fuga a los demonios.

Mucha más monta tienen, en rigor, los diecinueve tropiezos contantes y sonantes que un grupo de teólogos, estudiosos y profesores de todo el mundo han reconocido en la Amoris Laetitia puestos ante el insufrible texto, pudiendo -ellos así lo aclaran- estirarse mucho más el número de los dislates («las censuras no tienen la intención de ser una lista exhaustiva de los errores que la Amoris laetitia contiene a la luz de una lectura obvia; más bien procuran identificar las peores amenazas a la fe y a la moral católicas contenidas en el documento»). El caso es que surgió de éstos la valiosa iniciativa de dirigir al cardenal Angelo Sodano, decano del Sacro Colegio, y a los restantes 218 cardenales, un documento de trece páginas disponible en seis idiomas para que los purpurados, a fuer de consejeros oficiales del Pontífice, insten a éste a «repudiar los errores presentes en el documento de manera definitiva y final» y a «declarar autoritativamente que no es necesario que los creyentes crean lo que se afirma en la Amoris Laetitia». 


«El problema de la Amoris laetitia no estriba en que haya impuesto normas legalmente vinculantes que resultan intrínsecamente injustas o que haya impartido con autoridad enseñanzas vinculantes que son falsas. El documento no tiene autoridad para promulgar normas injustas o para exigir el asentimiento a enseñanzas falaces porque el Papa no tiene el poder de hacer esto. El problema con el documento es que puede corromper a los católicos induciéndolos a creer lo que es falso y a hacer lo que está prohibido por la ley divina», señala el texto que encabeza la lista de las diecinueve proposiciones condenadas, a todas las cuales se les adjunta una doble censura teológica, una según sus contenidos específicos y la otra según los efectos nocivos de las mismas. Así, y en una salutífera vuelta al vocabulario que usara antaño la Iglesia para impedir la propagación del tifus de los espíritus (esto hasta que Juan XXIII decretó que los errores se combatían eficazmente a sí mismos y que la verdad era capaz de triunfar a instancias del teológico laissez faire), cada proposición va tachada con la calificación de haeretica, sacrae Scripturae contraria, de erronea in fide y aun de scandalosa, prava, perversa, impia, blasphema. El texto completo, en inglés, puede leerse aquí. La carta que lo acompaña, dirigida al cardenal Sodano con las 45 firmas al pie, consta aquí.

Es de esperar -como así han de saberlo los firmantes de la apelación- que una gran parte del Colegio Cardenalicio guarde un silencio granítico sobre la urticante cuestión. Pero también creemos que puede urgir a pronunciarse al menos a esos pocos purpurados que, puestos en la encrucijada, no admitan seguir evadiendo su responsabilidad cuando quienes les cascotean el rancho (varios de los cuales son orbitalmente reconocidos en el mundo intelectual católico) exponen su nombre y apellido, con el consabido riesgo de sufrir represalias a instancias de un pontífice -o de cualquiera de sus satélites- que ha demostrado el recelo y la propensión a la venganza propios de un Calígula.

Lo dice uno de los audaces remitentes de la súplica: luego de haber agotado todas las instancias posibles en esto de denunciar los desvíos y de requerir la necesaria rectificación (recibiendo de Bergoglio apenas el desdén, la befa más o menos elíptica o el más insultante de los silencios), será hora de «empezar a estudiar la  solución representada por la salida del obstinado Bergoglio del Sacro Solio, por deposición o mejor aún por abdicación, revisando la cuestión del así llamado "semi-conciliarismo" (es decir, de cómo la pars sanior del Sacro Colegio pueda quitarle la confianza al Papa sin deponerlo formalmente, sancionándolo con una censura de tipo ético). Esta última hipótesis representaría la "solución más radical", impuesta por el estado de necesidad gravísimo en el que se debate la Iglesia».