martes, 19 de mayo de 2015

LA CATÁSTROFE QUE CONVOCAN

Haría falta un cronista-poeta anónimo (como el que cantó el «saco de Roma» con los luctuosos hechos grabados en sus retinas) para dar cuenta del saqueo hoy espiritual, acometido por colmo no ya por lansquenetes desorbitados sino por los mismos que tienen por cometido defender la Ciudad,

pues la nave de San Pedro     quebrada lleva la entena, 
el gobernalle quitado    la aguja se desordena,
gran agua coge la bomba        menester tiene carena
por la culpa del piloto      que la rige y la gobierna. 

Uno que nos vaticine el fin próximo de esta pesadilla, en el que ya cunden incluso obispos que hablan como hace sólo diez o quince años lo hubiera hecho el más enconado de los enemigos de la fe católica, insultando públicamente a los apóstoles o a la Magdalena sin recibir el menor apercibimiento desde Roma. Ni la basura de Charlie Hebdo suscita tanta repugnancia, pues acá al agravio a la fe se juntan la cobardía y la traición.

Hasta los fariseos de los tiempos de Jesús resultan dignos de honor en comparación con éstos: al menos de aquéllos pudo el Señor decir: «haced lo que dicen, pero no lo que hacen»: hoy no cabe imitarlos ni siquiera en lo que dicen, que

por la culpa del pastor     el ganado se condena.

Y qué fin podría esperarse de quienes, in virtute obedientia, se fían de pastores que tienen al falo por objeto de la visión beatífica, de bufarrones que recibieron las sagradas órdenes por un mal disimulado equívoco y que han hecho del sacerdocio una pantomima, y a los que sucesivos lances de bragueta les rindieron sedes episcopales, peleles a los que la apostasía, luego de matarles el alma, los arrastra por lugares infamantes y mil veces sórdidos, todos confirmados en sus extravíos por un jefe de verba inane e inmutable sonrisa, amigo de los enemigos de Cristo. Es la demolición invisible, la que por ahora deja incólumes los edificios, pero que -en virtud de esa estrecha solidaridad que suele haber entre las realidades espirituales y las de bulto- presagia una catástrofe próxima y bien tangible.

En ciertos países expuestos a los rigores de la guerra, los arquitectos y diseñadores de interiores que ofrecen sus servicios a las clases más pudientes idearon una así llamada panic room para esconderse ante la posible metralla, un cubículo fortificado en el que pasar lo peor de los bombardeos. Parece que en el Vaticano se ha solicitado a estos urbanistas para hacer frente a los rigores de la Parusía. Y que éstos, buscando una eficaz defensa, estarían facilitándoles a sus clientes sin saberlo el tránsito a su lugar de destino definitivo por medio de un profundo embudo que -se supone- llegaría hasta el centro de la tierra.