La eventual presencia en una misa pontificia de Conchita Wurst (tal el alias del depravado cantor aludido más arriba) no revistiría, en rigor, mayor gravedad que el lavado de los pies de un pervertido contumaz concretado por el propio pontífice, al que luego -pese a la prescripción que hace de las Sagradas Especies aquel eminentísimo bien non mittendus canibus- se le dio la sacrílega comunión para regocijo de las cámaras. No faltará un Paco Pepe de la Pecunia que sepa valorar a su debido tiempo la osadía de un Wurst refregándose contra las columnas de Bernini, tal como valoró positivamente el reciente caso del transexual.
Lo cierto es que, si hay que atender a las galopantes pruebas que así lo indican, ese magma de herejías que genéricamente denominamos «modernismo» ha revelado al fin su inspiración bajoventral, agravada por los usos contra natura. Si no menos evidente resulta la difusión del fenómeno en todos los ámbitos (el legislativo, las finanzas, la política, el espectáculo), su irrupción ostensible y ostentosa en la nueva Iglesia parece estar sellándole a ésta la frente con aquel nombre que leyó el Apokaleta (17, 5): Mysterium: Babylon magna). Símbolo elocuente de este estado de cosas -el de la sustitución arquetípica de la santidad por la sodomía- es la probable remoción de la estatua del padre Junípero Serra, evangelizador de los indios de California, por una de la lésbica astronauta Sally Ride en el Capitolio de los Estados Unidos.
La consagración oficial -aún en ciernes- del más vergonzoso de los desafueros en la misma Iglesia, sazón última en la espiral descendente de los tiempos, no puede sino atraer plagas y calamidades sobre todo el mundo, aparte de las ya en vigor. Motivo por el que la ciudadanía, incluso la honorable turba de los ateos y antinomistas varios, debería evitar congraciarse con tanto prelado apóstata, acarreador seguro del mayor de los daños para la muelle esperanza terrena. Y serrucharse las manos antes de aplaudir la futura presencia de travestidos en el presbiterio de San Pedro.