martes, 4 de junio de 2013

NOTAS SOBRE EL «SALIR LA IGLESIA DE SÍ MISMA»

A distancia de unos pocos días de la elevación de Bergoglio al trono petrino, las agencias de noticias salieron a ventilar el discurso que, pronunciado por el mismo ante la congregación general de cardenales previa al cónclave, habría presuntamente inclinado las voluntades de muchos de éstos para su elección. Se trata del ya célebre discurso de las «periferias existenciales» a las que la Iglesia debía acudir, según afirmaba el cardenal finisterrano, en un «salir de sí misma» para hacerse creíble. Muy similares, calcadas razones, expuso posteriormente -ya en tanto Papa- en su primera audiencia general, el 27 de marzo pasado y ante quince mil asistentes en la plaza San Pedro.

Ponemos entre paréntesis el que el Señor, en su sermón de la Última Cena, hizo estribar la credibilidad de la Iglesia en su unidad (unidad que es fruto de la caridad fundada en la fe, que es única, como Dios es Uno). Por esta unidad de los suyos imploró al Padre: ut omnes unum sint, que todos sean uno para que el mundo crea. Lo que nos sorprende no es ya ese desplazamiento sustitutivo de los motivos de la credibilidad otorgada a la Iglesia -podría decirse que el uno supone al otro, y la caridad a la unidad, siempre que la praxis de los creyentes esté inspirada en auténtico amor sobrenatural, y no se reduzca a filantropía prometeica o a lisonjero sonsonete humanitario-, sino la fortuna de una expresión a todas luces tan equívoca como «salir de sí misma», de la que habría pendido el crédito otorgado por los purpurados al futuro papa. Francamente, el encomio que voceó el arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega, señalando que «el cardenal Bergoglio hizo (en la congregación general) una intervención que me pareció magistral, esclarecedora, comprometedora y cierta», entregándole después de su elección y «con delicadeza extrema», de su propio puño y letra, el texto entonces leído, nos parece lo bastante hiperbólico como para advertir en el purpurado isleño, por lo menos, un temperamento asaz impresionable. La verdad es que no estamos ante una pieza de oratoria sacra digna de indefinida memoria, sino ante una alocución bastante llana y pedestre no exenta de lunares, que sería menester examinar sin fáciles complacencias.


Nos detendremos en el «salir (la Iglesia) de sí misma», expresión que reclama precisiones que nunca fueron dadas. Hay, por empezar, un fenómeno de orden místico como lo es el éxtasis (que es una gracia gratis data, es decir, que no implica la santidad del paciente, ni la produce per se) que etimológicamente significa eso mismo: «salir de sí». En un sentido más lato, y acaso en alusión a ese feliz enajenamiento espiritual, puede decirse de toda tensión hacia el Dios trascendente experimentado por la criatura en su inmanencia, incluida la Iglesia como sujeto patiens. Que, como dimanada de aquella primera «salida», y en inexcusable referencia a ella, el fiel cristiano y la Iglesia deban verterse hacia el prójimo, se deduce fácilmente de aquella enseñanza de Cristo que, habiendo resumido los diez mandamientos en dos, y después de exponer claramente cuál sea el primero, señaló con feliz y sapientísimo laconismo el que secundum autem simile est huic. Esta es, a la postre, la nota óntica en que descansa la ética.

En esto no habría objeción que hacer, a no ser que se propicie la inversión causal que pondría al mandamiento del amor al prójimo como fuente y origen del amor a Dios. El giro antropológico -o más bien antropocéntrico- de la novísima teología induciría a este nefasto error, que nos deja finalmente sin Dios y sin prójimo. Pero hay un ulterior sentido erróneo que, a menudo colusionado con aquel, propende a la destrucción misma de la Iglesia, lo que hace más premioso el despejar los equívocos ínsitos en el dudoso giro verbal. Concretamente, la invitación a «salir de sí misma» puede implicar, aunque disuene en los labios de un pontífice, la tentación de la apostasía, de la mutación sustancial, del dejar de ser. Vendría a ser algo así como el programa renunciatario de una Iglesia que padece, desde hace ya varias largas décadas, un penoso complejo de inferioridad ante el mundo moderno. Y que, avergonzada ya de ser tierra firme quisiera asumir las oscilaciones marinas, el fragor del oleaje y la levedad de la espuma, junto con los cantos de sirena de las sucesivas modas de pensamiento.

En la segunda edición italiana del Iota Unum, de Romano Amerio, se incluye un post-facio de su discípulo Enrico Maria Radaelli que parece haber sido escrito en previsión de esta imprecisa exposición bergogliana con varios años de lúcida anticipación. Al exponer el pensamiento de su maestro acerca de la confianza última en la imposibilidad de variación radical de la Iglesia (fundada en las dos promesas que le hiciera su Fundador: la del non praevalebunt y la del Ego vobiscum sum omnibus diebus), aduce que

la opción por otro fundamento es católicamente absurda. Primero, porque el salir la Iglesia de la Iglesia significa propiamente apostasía. Segundo, porque como dice I Cor. 3, 1, «nadie puede poner un fundamento distinto de aquel que ha sido puesto, que es Cristo Jesús. Tercero, porque no es posible refutar a la Iglesia en su ser histórico, que en su continuidad fue apostólica, constantiniana, gregoriana, tridentina, y sortear programáticamente los siglos, como confiesa querer hacer el p. Congar: "le dessein est d´enjamber quinze siècles". Cuarto, porque no se puede confundir la salida misionera de la Iglesia en el mundo con la salida de la Iglesia fuera de sí misma. Esta última es, de hecho, un pasaje del propio ser al propio no-ser,  mientras que la otra es la expansión y la propagación del propio ser en el mundo.

Amerio efectivamente estima que la Iglesia no ha de perderse y no pasará la frontera absoluta mientras la verdad que enseña sea sólo contrariada -como ocurre en el caso de doctrinas que contradicen la doctrina "de la sustitución", o aquella de la exclusividad de la gracia en la Iglesia, único "sacramento de salvación", o aquellas sobre la libertad de culto para las falsas religiones-, pero cree más bien que ésta pueda perderse y degenerar sólo en tanto la verdad resulte herida hasta su remoción, o abrogación, en la negación y el rechazo incluso mínimos de cualquier anterior enseñanza sobre un cierto artículo.

Aquellos dos juramentos del Señor arriba citados «aseguran de parte de Dios que la verdad (=la Iglesia) no puede salir de la Iglesia, y aun que ni siquiera pueden realizarse las condiciones inmediatas de su salida, ya que el verificarse las condiciones inmediatas de salida sería ya una salida; y las condiciones señaladas por Amerio son: abrogar, anular el dogma con positivas, públicas y claras formulaciones teoréticas deliberadamente pensadas y formuladas como tales desde el Trono más alto».

Esto mismo lo creemos así: lo exige la doctrina de la infalibilidad. Lo que no nos exime de tener que soportar, para nuestra prueba, el aluvión de ambigüedades que destiñen el ministerio docente de la Iglesia. Como una particular extensión de las tesis inclusivistas-latitudinarias muy en boga, el embate contra el Logos alcanzó a la mismísima Cátedra de Pedro, no ya bajo la forma de una improbable herejía formal, sino como enojosa, inquietante polisemia instalada en el magisterio menudo del papa.