sábado, 4 de octubre de 2014

AL SÍNODO CON TUCHO


Quisimos reproducir este artículo escrito hace algunos años por monseñor Víctor Manuel (a) "Tucho" Fernández y que nos fuera remitido gentilmente por un lector del blogue. Apareció en su momento en una de las secciones de la penosa página web de la Librería San Pablo, actualmente en remodelación (compruébeselo pulsando aquí, con inflexiones gender incluidas en el mismísimo encabezamiento: los lectores reciben el tratamiento de "estimad@s"). La búsqueda con gúgul (google) revela que, con la impasse de aquella página, el artículo se ha esfumado del espacio cibernético. Por lo que lo ofrecemos en rescate, como una muestra más de que las variaciones que quieren introducirse oficialmente en lo tocante a la disciplina de los sacramentos (ya en vigor en los hechos) vienen siendo maquinadas desde hace tiempo por los mismos sujetos que hoy intervendrán en la ¿farsa? sinodal.

Ofrecemos, entonces, el artículo completo con breves anotaciones nuestras en color, hechas un poco al pasar y sin ningún afán exhaustivo. El lector que lo lea con atención podrá advertir no pocas otras cosas que se le hubieran podido señalar. Completamos al final con unos pocos párrafos a manera de síntesis, tratando de reconocer el vínculo entre esta propuesta y la prevista actuación del "ala aperturista" del Sínodo.



Tucho y el otrora primado, ambos en su salsa durante aquel acto
en que se otorgó el doctorado 'honoris causa' por la UCA al rabino Skorka



PABLO DE TARSO, ¿PADRE DE LA ESPIRITUALIDAD BURGUESA 
O EXPRESIÓN DE LA RADICALIDAD DE JESÚS?

por monseñor Víctor Manuel Fernández


Un atractivo mensaje de libertad

Del mensaje de Pablo de Tarso conocemos particularmente su enseñanza sobre la justificación por la fe y no por las obras de la ley, que suele identificarse como un mensaje de libertad. Es una experiencia del individuo que, aferrándose a Cristo salvador, y confiándose a él sin dudar, recibe la justificación como puro don gratuito. Este amor salvífico de Dios no se compra, no debe ser pagado, no debe ser merecido. Es pura gracia que mana de la entrega definitiva de Cristo en la cruz. Si lo mereciéramos con el cumplimiento de leyes religiosas, entonces “Cristo habría muerto en vano” (Gál 2, 21). Esto libera al individuo del tremendo peso de tener que pagar lo que no tiene precio, de la esclavitud de quien busca la salvación en el cumplimiento de normas que no tienen poder salvífico en sí mismas. Por eso Pablo definía la auténtica vida cristiana como “libertad”. Así se lo expresaba a los Gálatas, tentados a volver a la esclavitud de la ley: “Para ser libres nos liberó Cristo. Mantengámonos firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud” (Gál 5, 1). Cuando un grupo de cristianos se acercó a la comunidad de Antioquía para insistir en el cumplimiento de determinadas normas como condición para ser justificados, Pablo dice que llegaron “para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús y reducirnos a esclavitud” (Gál 2, 4). Pero él estaba decidido a no ceder en este punto porque “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17).

Debido al contexto en que se movía, Pablo pensaba especialmente en las leyes judías referidas a la circuncisión y a los alimentos. Pero un discípulo suyo, dirigiéndose más bien al mundo pagano, tradujo esta enseñanza de un modo más universal: “Esto no proviene de ustedes, sino que es don de Dios, y no es resultado de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9). Precioso mensaje que fue admirablemente interpretado por Tomás de Aquino en su teología sobre la Ley nueva: “El que obra por sí mismo obra libremente; pero el que recibe de otro el movimiento no obra libremente. El que evita un mal no porque es un mal, sino porque hay un precepto del Señor, ése no es libre. Por el contrario, el que evita un mal simplemente porque es un mal, ése es libre. Esta es la obra del Espíritu Santo que perfecciona interiormente nuestro espíritu” (Coment. 2 Cor 3, 17, lect. 3). Entonces, no se trata sobre todo de esforzarse movidos por una norma externa que nos esclaviza, sino de permitir que el Espíritu movilice desde nuestra propia libertad: “El que se deja llevar por el Espíritu es libre, ya que su buen obrar brota desde dentro de su propia libertad impulsada por la gracia” (Coment. 2 Cor 3, 17; lect. 3, n. 112). Con todo, y aunque el temor servil sea más imperfecto que el temor filial, el miedo al castigo puede servir como propedéutica al rechazo del mal per se. Trento aprobó como bueno ese género de temor que lleva a alejarse del pecado por temor al castigo, ¡cuánto más por tratarse de un precepto del Señor! Por lo demás, esforzarse según la «norma externa» es necesario para favorecer la ulterior expansión según el Espíritu. El "ama et fac quod vis" no fue dicho para los principiantes.

Tomás, fiel al pensamiento paulino, quiere mostrar que la principal novedad de la ley del Nuevo Testamento no está en que contenga preceptos más nobles, sino en la gracia del Espíritu. Lo que no quita que, efectivamente, contiene preceptos mucho más nobles. Y esto porque están hechos para corresponder a la gracia del Espíritu, don eminentísimo que procura perfecciones. Sólo el Espíritu Santo “produce en nosotros el amor, que es la plenitud de la Ley” (Coment. 2 Cor 3, 6; lect. 2). Entonces, la Ley nueva “es principalmente la gracia del Espíritu Santo dada a los cristianos” (Suma Teológica, I-IIae., 106, 1). Aun lo que nos manda el Evangelio es incapaz de justificarnos como ley exterior. Por eso, sin la gracia, también el Evangelio nos llevaría a la muerte: “Como elementos secundarios de la ley evangélica están los documentos de la fe y los preceptos que ordenan los afectos y actos humanos, y en cuanto a esto la ley evangélica no justifica. Por eso dice el Apóstol en 2 Corintios que la letra mata, pero el Espíritu da la vida. San Agustín, exponiendo esta sentencia, dice que por letra se entiende cualquier escritura exterior al hombre, aunque sean los preceptos morales como se contienen en el Evangelio. Por eso también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia interior de la fe, que sana” (Suma Teológica, I-IIae., 106, 2). Finalmente, Tomás explica que la ley de los cristianos es una ley “de libertad” por otra razón: porque los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles “son poquísimos” (Suma Teológica, I-IIae., 107, 4). Citando a San Agustín dice que los preceptos que la Iglesia añadió posteriormente deben exigirse con moderación “para no hacer pesada la vida a los fieles”. Porque, si se llena a los cristianos de normas, convertimos nuestra religión en una esclavitud peor que la del judaísmo más legalista, cuando en realidad “la misericordia de Dios quiso que fuera libre” (Suma Teológica, I-IIae., 107, 4). El Evangelio es una “ley de libertad”, que nos indica pocas obligaciones y nos deja actuar según nuestro propio discernimiento: “Se llama ley de libertad porque la ley antigua determinaba muchas cosas, y eran pocas las que dejaba a la libertad de los hombres” (Suma Teológica, I-IIae., 108, 1). Volveremos sobre esto al final.


Devota iconografía paulina
¿Puntos débiles de la propuesta paulina?

Todo esto suena muy bello, pero cualquier individualista aburguesado podría aplaudir complacido esta doctrina. Por eso uno comienza a preguntarse qué tipo de opciones cristianas moviliza esta enseñanza, qué aliento y qué peso real otorga a la lucha por la justicia, al compromiso comunitario, a la donación martirial de la propia vida por el otro. ¿Y el amor a Dios por sobre todas las cosas, qué? De hecho, uno podría acusar a Pablo de un creciente individualismo. ¿Qué paso con el “nosotros” de 1 Tesalonicenses (1,1), de Filipenses (1, 1) y de 1 Corintios (1, 1-2), que se convirtió en un potente “yo” en Gálatas (1, 1.6) y sobre todo en Romanos (1, 1.8.16)?

Podría decirse, de hecho, que el acento paulino en la libertad del individuo justificado, a partir de su relación personal con Jesucristo, da lugar a un estilo de cristianismo donde los otros no dejan de ser secundarios, y en el fondo irrelevantes.

La realidad es que en Occidente se desarrolló una doctrina de la gracia muy intimista e individualista, en estrecha conexión con los textos paulinos. En el jansenismo, donde la gracia alcanzó un lugar muy relevante, todo hacía referencia a la relación del individuo con Dios, y la concupiscencia se identificaba excesivamente con las inclinaciones sexuales. No así en la recta doctrina cristiana, que siempre alertó sobre la "triple concupiscencia", que no una. Huelga aclarar que la solicitud "intimista" por la salvación del alma no es cosa de jansenismo. No se advertía con claridad la primacía del amor al prójimo y las exigencias sociales del Evangelio como criterios principales para discernir adecuadamente sobre la autenticidad de la relación con Dios. Y el jansenismo ha tenido una influencia profunda y perdurable en la configuración del catolicismo moderno. ¿Pese a su condena? Semejante afirmación, a riesgo de pecar de irresponsable, pide un condigno desarrollo.

Podemos decir que el pensamiento protestante no ayudó a la Iglesia católica posterior a Trento a desarrollar esta idea comunitaria y social de la liberación, porque la obligó a plantear las cuestiones ligadas a la salvación desde un punto de vista exclusivamente individual. La teología de Lutero se fue desarrollando en el fragor de la polémica, que le llevó a acentuar la relación individual de la persona con Dios. ¿Y entonces? ¿Polemizó, o acaso coincidió en este punto la Iglesia con Lutero? Sin desconocer el valor y la riqueza del pensamiento de Lutero (sic), la realidad es que “esta forma de reaccionar incluye el peligro de un particularismo” que a veces ha originado un “subjetivismo podrido” (J. I. González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Santander 1984, 563). De hecho, “la teología protestante está muy vinculada al sujeto histórico liberal” (L. Boff, Y la Iglesia se hizo pueblo. “Eclesiogénesis”: La Iglesia que nace de la fe del pueblo, Santander 1986, 210). Además, las circunstancias históricas llevaron a que el protestantismo estuviera íntimamente vinculado, desde sus comienzos, a la promoción de los intereses del individuo y a la mentalidad capitalista. Por eso “la ideología protestante unifica la libertad del individuo, la democracia liberal y el progreso económico como expresión del espíritu protestante” (R. Alves, “O protestantismo como vanguardia da liberdade e da modernidade”: Varios, Protestantismo e repressão, São Paulo 1979, 42). Por el mismo motivo de fondo “la situación proletaria, en la medida en que representa el destino de las masas, es reacia a un Protestantismo que, en su mensaje, pone a la personalidad individual frente a la necesidad de tomar una decisión religiosa, pero abandonándola a sí misma en la esfera social y política, por considerar que las fuerzas que dominan la sociedad han sido ordenadas por Dios” (P. Tillich, The Protestant Era, Chicago 1962, 161). Esto es categóricamente desmentido, por desgracia, por las sectas evangélicas bogantes en favelas y "villas miseria" de toda nuestra atribulada América Hispana. 

¿Qué puede aportarle entonces Pablo al sujeto posmoderno, embelesado por la libertad de consumo y la privacidad cómoda? El mundo actual, con todos sus valores, padece la enfermedad del consumismo individualista, y mutila a la persona en su apertura al otro, provocando así una creciente disolución de los vínculos sociales. Se aprecian en teoría los valores comunitarios, pero los hábitos cotidianos del actual estilo de vida llevan a optar de hecho por una vida clausurada en los propios intereses, escapando de las exigencias de los demás. Es frecuente el encierro en un mundo ficticio de deseo y de insatisfacción que aleja a las personas de un camino fecundo de encuentro con el otro, con lo real, con la vida misma. ¿Y con Dios? El pecado rompió la tripe relación, empezando por la principal. Hay un hondo deseo de encuentro, pero al mismo tiempo un tremendo temor a comprometerse, a involucrarse, a ser limitado o perjudicado por el otro. ¿Podría la enseñanza paulina aportarle un fuego comunitario y social a este sujeto ensimismado? Esa es la gran pregunta.


Una propuesta radicalmente social

Mi respuesta es decididamente positiva, porque hubo un punto de inflexión en la historia misionera de Pablo. Un momento de honda comprensión que lo llevó a una integración profunda de sus convicciones sobre la libertad cristiana con las exigencias sociales del Evangelio. Porque esa pregunta es la que le hicieron a Pablo los apóstoles de Jerusalén cuando aprobaron su enseñanza en medio de los paganos, pero le pidieron sólo una cosa, imposible de practicar sin romper en pedazos la matriz pagana. Las características del paganismo de raíz griega, marcadamente individualista, contrastaban con el fuerte espíritu comunitario de los cristianos venidos del judaísmo. Por eso es razonable que los cristianos de Jerusalén temieran que, en ese contexto pagano, la fe cristiana fuera absorbida por ese estilo de vida centrado el propio ego, las propias necesidades, la propia gloria. Por eso los apóstoles de Jerusalén le insistieron a Pablo que tuvieran presentes a los pobres (Gál 2, 10). La preocupación por los pobres era un criterio elemental para discernir si los miembros de sus comunidades venidas del paganismo realmente habían abandonado la forma de vida típicamente pagana.

Eso nos permite entender por qué Pablo utilizó todos los argumentos posibles para motivar a los corintios a ser generosos en la colecta que realizó allí para los pobres de Jerusalén (2 Cor 8-9). Pablo mismo presentó esa colecta a los corintios como un elemento de discernimiento que permitiría “mediante el interés por los demás, probar la sinceridad” (2 Cor 8, 8) de su amor cristiano. E insistía: “¡Muestren ante la faz de las iglesias la caridad de ustedes!” (2 Cor 8, 24). Además, dijo a los corintios que una colecta generosa permitiría que los cristianos de Jerusalén “glorifiquen a Dios por vuestra obediencia en la profesión del Evangelio de Cristo” (2 Cor 9, 13). Queda claro que él quería ir a Jerusalén con un signo elocuente de que él había tenido en cuenta el pedido que le habían hecho. Sólo así se demostraría que también los corintios podían ser auténticos cristianos. La colecta en Corinto felizmente fue exitosa (Rom 15, 26-27).

No debería llamar la atención que Corinto sea la ciudad elegida para escribir la gran síntesis de su predicación –la carta a los Romanos– antes de salir para Jerusalén en su último viaje. La de Corinto es una típica comunidad paulina, distintiva de todo lo que resultaba molesto o preocupante a los cristianos de Jerusalén. Por eso Pablo tuvo que poner un gran empeño para demostrar, y demostrarse a sí mismo, que los paganos de Corinto podían ser auténticos cristianos sin necesidad de asumir las prácticas judías.

Esto explica los grandes temas de la primera carta que Pablo mandó a Corinto. Allí cuestionó la sabiduría que exaltaban los griegos (1 Cor 1, 17-21; 3, 18-20), destacó que Dios elige “lo que no es” (1, 28), atacó las pretensiones de vanidad y de gloria mundana típicas del individualismo pagano (4, 7-13), rechazó esa idea pagana de libertad que atropella las convicciones de los hermanos (8; 9, 20-22; 10, 23-29), objetó una celebración eucarística donde se desprecia a los pobres (11, 17-22), presentó a la comunidad como un cuerpo donde todos se necesitan, sometió los carismas al bien de la comunidad (12-14) y alentó la colecta para las comunidades pobres de Judea (16, 1-4; 2 Cor 8-9).

A los Gálatas, tentados por el rigorismo de algunos predicadores judaizantes, les propone el dinamismo del amor fraterno, una ley que brota espontáneamente de la naturaleza misma de la vida cristiana, ya que la fe “se hace activa por el amor” (Gál 5, 6). Podría resumirse de esta manera: “Si quieren dar la vida y mostrar de cuánto son capaces, déjense impulsar por el Espíritu a entregar la vida por los hermanos, hasta hacerse esclavos unos de otros”.

Poco después, en la carta a los Romanos, se detiene a redactar una larga exhortación práctica invitando a una vida comunitaria fraterna y generosa. En 12, 1 comienzan los consejos que invitan a la paciencia, al servicio, al perdón, a la responsabilidad, diversas maneras de entregarse a sí mismo “como víctima viva, santa y agradable a Dios” (12, 1). Pero todo culmina en 13, 10: “El amor es la ley en su plenitud”.

Para no quedarse en principios generales, en el capítulo 14 de Romanos Pablo quiere aplicar esto a una situación muy concreta de la comunidad. Tanto en 1 Corintios como en Romanos, Pablo sostiene con convicción que las leyes y costumbres referidas a los alimentos ya no cuentan para los cristianos, que hemos sido liberados del peso de esas normas. Nosotros estamos sometidos al único Señor de todas las cosas (Rom 14, 8-9; 1 Cor 8, 4-6; 10, 25-26), y ya no hay alimentos que sean impuros (Rom 14, 14-20).

Sin embargo, el cristiano no rige su obrar ante todo por lo que está permitido o prohibido. También está la ley del amor al hermano. Por eso, aunque tenga toda la libertad para hacer algo, el amor puede exigirle abstenerse de un alimento. Aunque no haya normas que se lo manden, uno puede abstenerse de algo para no hacer daño a otro. Aunque sea libre para comer de todo, el que ama es capaz de abstenerse de algo si es para bien del hermano: “Si por un alimento tu hermano se entristece, ya no procedes según la caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo!” (Rom 14, 15).

Ya en 1 Corintios Pablo había hecho esta opción por el amor más allá de la libertad: “Si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano” (1Cor 8, 13). Esto no es el ególatra individualismo burgués, que establece la propia libertad como principio supremo y clave de toda decisión. Para el Pablo maduro, el cristiano está libre de las leyes, pero para ser esclavo del hermano y llevar su peso. Por eso, a pesar de haber insistido tanto en nuestra libertad cristiana, sin embargo no considera esa libertad como un valor absoluto, ya que lo primero para el cristiano no es la libertad, sino el amor que libera (Gál 5, 13).

Un texto clave para evitar interpretaciones parciales de la enseñanza paulina es 1 Cor 9, 21. Allí Pablo dice: “No estoy yo sin ley de Dios porque estoy bajo la ley de Cristo”. Es decir, su situación, si bien ya no es la de sentirse obligado a cumplir las leyes judías, tampoco es la de un pagano sin ley. Porque aunque no nos salvamos por cumplir leyes, queda en pie una ley que debe ser cumplida necesariamente y cuyo descuido nos aleja del camino salvífico: “Toda la ley alcanza su plenitud en este único (heni) precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5, 14). “Todos los preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad, por tanto, es la ley en su plenitud” (Rom 13, 9-10). En el Pablo maduro, la libertad ya no es el principio supremo, sino, en todo caso, la liberación de sí mismo para poder entregarse al otro: “Hermanos, ustedes han sido llamados a la libertad, pero que esa libertad no sea pretexto para la autonomía egoísta (la “carne”). Antes bien háganse esclavos unos de otros por el amor” (Gál 5, 1.13).

Por eso, el luterano Dietrich Bonhoeffer, aún rechazando cierto legalismo católico que parece pretender comprar a Dios con las obras, advierte contra la llamada “gracia barata”, una relación con Dios que no promueve a la persona, que no la compromete con los demás, que no la dinamiza en un obrar renovado por la justicia y la solidaridad. Esa gracia barata es desobediencia al Evangelio: “La incredulidad se alimenta de la gracia barata porque desea perseverar en la desobediencia” (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia, Salamanca 1999, 34-35).


La conexión profunda entre la gratuidad y el compromiso sincero

Sin embargo, no está todo dicho. Porque hasta el momento simplemente hemos afirmado que junto con la doctrina de la justificación gratuita que nos hace libres, Pablo también destacó el primado de la caridad fraterna. Pero tenemos que decir que no son dos convicciones yuxtapuestas. No decimos que, a pesar de su doctrina de la justificación, Pablo da lugar aun compromiso generoso por el pobre. Decimos que es precisamente la doctrina de la justificación, auténticamente comprendida, la que fundamenta una opción social sincera y oblativa. Porque decir que no nos justificamos por las propias fuerzas es el mejor ataque a la idolatría del propio yo, a la autoadoración que lleva a colocar a todos en función del propio ser.

La idolatría del propio yo no permite opciones sociales sinceras, auténticamente oblativas. La concupiscencia que nos acosa, tal como la presenta Pablo en Romanos 7, es la inclinación egoísta a mirar todas las cosas en referencia a uno mismo. Esa inclinación, que sólo se domina dejándose transformar por la acción gratuita del Espíritu liberador, no deja lugar a una lucha por la justicia y la solidaridad social que sea genuina, y por lo tanto realmente transformadora. Nadie puede optar sincera y generosamente por el otro si no pone el propio yo en su lugar, o mejor, si no permite que Dios con su gracia lo coloque en su lugar.

Espantosa iconografía de la teología de la liberación
La íntima unidad que hay en el pensamiento paulino entre la gratuidad del amor divino y la entrega comprometida del hombre, se plasma de una manera peculiar en el pensamiento de algunos teólogos de la liberación (sic!). Gustavo Gutiérrez, por ejemplo, habla del sentido de gratuidad como una característica de la lucha de los pobres. La convicción de un amor gratuito de Dios es lo que mueve a una lucha esperanzada por la liberación, y “esta vivencia de la gratuidad no es una evasión, sino el clima en que se baña una eficacia histórica buscada...” (G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Buenos Aires 1984, 15-16). Gutiérrez entiende que una lucha por la liberación sin sentido de gratuidad deriva en un modo de buscarse a sí mismo que desnaturaliza el sentido cristiano de esa lucha. De hecho, cuando el pobre lucha con entusiasmo lo hace convencido de que está respondiendo a una iniciativa del amor gratuito de Dios, y por lo tanto responde a ese amor entregándose por entero en esa dirección. Testimonio de que la preocupación por la liberación social del pueblo para nada contradice el primado de la gracia y la iniciativa del amor de Dios, es la nota que escribió Gutiérrez a la muerte de su amigo Juan L. Segundo, donde se refiere a “la impronta que, siendo estudiantes y a través de maestros diferentes, dejó en nosotros la noción agustiniana del primado de la gracia de Dios en la vida de fe, y por consiguiente en la teología. La convicción de la gratuidad del amor de Dios es la inspiradora de toda reflexión teológica” (G. Gutiérrez, Juan Luis Segundo. Una amistad para toda la vida: Pastoral popular 251 [1996] 36). Pamplinas sobre las que volveremos al final.


El estilo comunitario y participativo de Pablo

Lo dicho hasta ahora permite mostrar que Pablo no responde a los esquemas del individualismo aburguesado, ni en el siglo I ni en la posmodernidad. Pero nos queda preguntarnos si, más allá de esta mentalidad claramente asumida por él, su estilo de vida eclesial y su modo de vivir el apostolado, no tenían rasgos individualistas.

Si uno lee atentamente las cartas, especialmente el inicio y el final de cada una, podrá advertir que el estilo de Pablo no era el de convertir individuos que lo siguieran, sino el de crear amplias redes comunitarias que pudieran subsistir y desarrollarse sin depender de su persona. Aunque no abandonaba completamente sus comunidades, ordinariamente las seguía de lejos y dejaba que se fueran configurando solas, con sus propios dirigentes.

De particular importancia al respecto es capítulo 16 de Romanos, que es un añadido posterior a la carta. Como muchos sostienen, estos saludos se entenderían perfectamente si se dirigieran a Asia menor, y sobre todo a su capital cristiana donde Pablo vivió mucho tiempo: Éfeso. Prisca y Aquila (Rom 16, 3) fueron una pareja importantísima en la Iglesia primitiva, y Pablo les debe mucho. Se habían instalado permanentemente en Éfeso (Hch 18, 24-26) después de acompañar a Pablo desde Corinto (Hch 18, 2-3.18-19). En Éfeso eran dirigentes (Rom 16, 5; Hch 18, 26-27), y su casa era lugar de reunión de la comunidad. Eran los sucesores de Pablo en la conducción eclesial de Éfeso. La mención de 1 Cor 16, 19 es repetida en Rom 16, 5. Los textos tardíos de 1 y 2 Timoteo, enviados a Éfeso (1 Tim 1, 3), son un testimonio de que la pareja permaneció en Éfeso (2 Tim 4, 19). Nótese que habla siempre de "pareja", evitando el  más correcto y honroso término de "matrimonio". Pablo indica que ellos se arriesgaron para salvar su vida (Rom 16, 4), seguramente en alguna de las persecuciones que sufrió en Éfeso. También el saludo a Epéneto da a entender que está escribiendo al Asia menor (Éfeso), ya que le llama “primicias del Asia para Cristo” (16, 15).

Podríamos prestar poca atención a este capítulo y restarle importancia. Sin embargo, el inmenso valor de estas líneas está en la imagen de iglesia que se refleja en cada uno de los saludos y en el conjunto de los detalles que Pablo menciona. Aquí no se trata de una definición de lo que es la relación entre los cristianos, ni de un estudio sobre la comunión eclesial, pero se manifiesta concretamente el valor que tenía cada uno para el Apóstol. Puede verse la inmensa importancia que tenía todo hermano o hermana en la fe, y su función dentro de la comunidad. No hay “hermanos” en general, sino nombres e historias personales.

Pablo envía estos saludos a través de Febe (16, 1), diaconisa de la iglesia de Cencreas (puerto de Corinto). Y esto indica que en las primeras comunidades se daban ministerios importantes también a las mujeres. La manipulación de la Escritura para sugerir que la Iglesia primitiva confería algún ministerio sagrado a las mujeres es de un descaro sin límites. Nos es imposible, por cuestiones de espacio, extendernos sobre el particular en este breve apunte: téngase solamente en cuenta que «diaconía», antes de designar un orden del ministerio eclesiástico, equivalía en griego a «servicio»: sin dudas había mujeres que auxiliaban a los primeros sacerdotes de la Iglesia, como las hubo colaborando en el ministerio público del Señor. Pero nunca la Iglesia hizo ministros sagrados a mujeres. Posteriormente, el texto de 1 Tim 5, 3.9 indicará que había un catálogo para registrar a las que hacían una consagración particular. Con respecto a Febe, cabe aclarar que el apelativo de “diaconisa” no tenía poca importancia. Pablo se llamaba a sí mismo “diácono” cuando defendía su autoridad (2 Cor 3, 6; 6, 4) y cuando mencionaba sus títulos de honor (2 Cor 11, 21-23). Por otra parte, Febe es llamada “nuestra hermana”, lo cual no era simplemente una expresión de fraternidad, sino un título particular para los que ocupaban un lugar especial en la comunidad, como colaboradores directos del Apóstol. De hecho así se denomina a Timoteo (2 Cor 1, 1; Flm. 1) y a Sóstenes (1 Cor 1, 1) mencionados como co-autores de las cartas a los corintios. Además, Pablo se detiene a recomendarla, y se muestra agradecido de haber sido “protegido” por ella, como muchos otros (Rom 16, 2). Pero Pablo también manda saludos a otras mujeres, elogiadas por sus “fatigas”: María, Trifena, Trifosa, Pérside (16, 2), la madre de Rufo (16, 13), Julia y la hermana de Nereo (16, 15). Finalmente, habría que destacar a Junia, que recibe, junto con Andrónico, un apelativo muy llamativo: “ilustre entre los apóstoles” (16, 7). Las mujeres, lejos de ser discriminadas, y a pesar de los límites culturales de la época (1 Cor 11, 5; 14, 34), en la práctica tenían amplias posibilidades de servir y de intervenir en la Iglesia y eran reconocidas en sus empeños y fatigas. Acá te queríamos pescar, bocón. Aquel mulier taceat in ecclesia del Apóstol no es un "límite cultural de la época": es una disposición disciplinaria dimanada directamente del sacerdocio reservado a varones por voluntad del mismo Cristo. Tanto, que hasta la ruptura litúrgica de 1969 no les estaba permitido a las mujeres ni siquiera pararse en el presbiterio del templo, y se hubiese tenido por increíble que una mujer declamase la lectura desde el ambón. En dos mil años de cristianismo ninguna santa mujer se tuvo por "discriminada" a causa de esto: la santidad no hace acepción de sexos.

Queda claro que Pablo, a su paso, dejaba comunidades ricas, con creyentes que, poco después de su conversión, asumían compromisos y funciones importantes en la comunidad. Se trataba de amplias redes con incisiva fuerza misionera, que daban lugar a comunidades en constante crecimiento y continuo enriquecimiento. Vemos así que Pablo, aunque defendía su autoridad apostólica cuando estaba en juego la autenticidad del Evangelio, también promovía el libre desarrollo de los carismas en sus comunidades. Varios detalles de las cartas, si les prestamos la debida atención, indican que el estilo de Pablo era profundamente respetuoso, con una tendencia a evitar imponerse que a veces lo hacía aparecer como débil. Por ejemplo, a la hora de pedir algo a un colaborador: “En cuanto a nuestro hermano Apolo, le inistí mucho para que fuera a visitarlos junto con los hermanos, pero él se negó rotundamente” (1 Cor 16, 12). Algunos dirigentes corintios parecían acusarlo de ser demasiado tolerante: “Me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante” (1 Cor 2, 3). “Yo, Pablo, que soy tan apocado cuando estoy entre ustedes, y tan audaz cuando estoy lejos... Porque algunos dicen que mis cartas son enérgicas y firmes, pero en cambio mi presencia es insignificante y mi palabra irrelevante” (2 Cor 10, 1.10). “Dicen que hemos sido demasiado débiles” (1 Cor 11, 21).

Aunque tenía el derecho que le daba su carácter de Apóstol de los paganos, cuando se dirige a los Romanos, lo hace como pidiendo permiso: “Tengo un gran deseo de verlos, a fin de comunicarles algún don del Espíritu que los fortalezca, mejor dicho, a fin de que nos reconfortemos unos a otros, por la fe que tenemos en común” (Rom 1, 11-12). “Hermanos, estoy convencido de que ustedes están llenos de buenas disposiciones y colmados del don de ciencia, y también de que son capaces de aconsejarse mutuamente. Sin embargo, les he escrito en algunos pasajes con una cierta audacia, para recordarles lo que ya saben” (15, 14-15).

Así podemos percibir mejor el tipo de Apóstol que era Pablo, quien aun teniendo sobrados motivos de gloria, sólo se defendía y se imponía si estaba en juego el Evangelio. Cuando él defendía su autoridad de apóstol (en 2 Corintios), o cuando aparecía con mayor fuerza su “yo” apostólico (en Gálatas, y en Romanos) no lo hacía por una búsqueda de gloria personal. En 1 Tes 2, 4-6 pone al mismo Dios como testigo para afirmar que no ha buscado gloria o reconocimientos humanos. En Gálatas lo reafirma contundentemente: “Si quisiera agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gál 1, 10). Defendía su autoridad de Apóstol sólo para que lo aceptaran como enviado de Dios y así le abrieran las puertas para poder ayudarlos. Pero su modo ordinario de evangelizar consistía más bien en fecundar, promover, alentar y dejar en libertad, dando lugar a comunidades llenas de vida.


Un misionero nada burgués.

Una comunidad encerrada en sí misma, por más cálidas y generosas que sean las relaciones, también es burguesa, es un individualismo prolongado en un grupo humano que se autoprotege.  Las redes del individualismo sólo se rompen en las comunidades abiertas, que lanzan a sus miembros al mundo, que engendran y alientan misioneros. Categoría recurrente en este texto la del «burgués», demasiado historicista como para esbozar una potable teología de la «misionalidad». Téngase en cuenta que el cosmopolitismo y la apertura indiscriminada son notorios males burgueses de nuestros días, mucho más que las "comunidades cerradas [...] por más cálidas y generosas que sean las relaciones". Y si de individualismo burgués se trata, cabe decir que sus enseñanzas sobre la justificación y la libertad cristiana no le llevaron precisamente a una vida de un cómodo consumista, poco afecto a compromisos y riesgos.

La entrega misionera de Pablo tiene mucho para decirnos hoy a tantos cristianos, y me incluyo (¡por fin te creo!), con pocas ganas de evangelizar, siempre a la defensiva cuidando sus tiempos de privacidad, sus espacios de placer o de autonomía, y a veces refugiados en una suerte de espiritualidad subjetivista que no alimenta un fervor generoso.

El encuentro de Pablo con Jesucristo fue al mismo tiempo, inseparablemente, un envío misionero. El Padre reveló en él a su Hijo “para que lo anunciara entre los gentiles” (Gál 1, 16). Por eso se nos cuenta que “enseguida se puso a predicar a Jesús” (Hch 9, 20). Pablo respondió a ese llamado con toda la vida. Si bien se decía indigno de ser considerado uno de los apóstoles (1 Cor 15, 9), al mismo tiempo sostenía que, por la gracia de Dios, él había “trabajado más que todos ellos” (1 Cor 15, 10).

En su santa obsesión por darlo todo, prefería no vivir de su tarea misionera, y continuaba ganándose el sustento con su trabajo. Pablo aprendió en Tarso el arte de fabricar tiendas con tejidos rústicos (Hch 18, 3), oficio que desempeñó toda su vida (1 Cor 4, 12; 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8).

Su estilo misionero se refleja maravillosamente en algunos textos que vale la pena recordar: “Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me hice todo con todos para salvar a algunos a toda costa” (1 Cor 9, 22). “¡Celoso estoy de ustedes con celos de Dios! Porque los tengo desposados con un solo esposo para presentarlos como casta virgen a Cristo” (2 Cor 11, 2). “Por mi parte, muy gustosamente gastaré todo y me desgastaré completamente por ustedes” (2 Cor 12, 15). “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes!” (Gál 4, 19).

Toda la vida de Pablo se convirtió en una existencia para los demás. No conocía una vida tranquila, ni podía entender que alguien se obsesionara por el placer, la comodidad o el descanso. Aun cuando él recibía algún consuelo de Dios, pensaba que era para poder transmitir ese consuelo a los demás: “Dios nos reconforta en todos nuestros sufrimientos para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios” (2 Cor 1, 4).

Para un padre generoso como Pablo, no había posibilidad de vivir completamente en paz mientras alguien la estuviera pasando mal: “¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo no arda por dentro?” (2 Cor 11, 29). Por eso la oración de Pablo, más que una contemplación del misterio de Dios, tomaba la forma de intercesión. «Aut - aut» típico de la perfidia modernista. Lo desmiente el mismo Apóstol en II Cor 12,2, cuando refiere haber sido arrebatado hasta el tercer cielo. Por ejemplo, en Flp 1, 4-11 descubrimos hasta qué punto la oración de San Pablo estaba llena de seres humanos: “En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos ustedes... porque los llevo dentro del corazón” (Flp 1, 4.7). Sin duda, entonces, Pablo no es el padre de las espiritualidades burguesas, sino reflejo de la radicalidad de Jesús en su entrega comunitaria y misionera. Bien nos vendría hoy un poco más de ese espíritu.



Conversión de san Pablo
CONCLUSIÓN NUESTRA

Dejamos pasar ciertos rasgos de estilo -de estilo racionalista-, como el esquivar escrupulosamente el apelativo «san» aplicado a san Pablo. Desde el mismo título, conforme al más aséptico modo profesoril, aconfesional, "científico", se habla de «Pablo de Tarso», tal como tantos especialistas divulgan sus artículos sobre Tales de Mileto, Parménides de Elea, Alcmeón de Crotona o... Jesús de Nazaret. Obviaremos también la novedosa táctica (que no usaban los modernistas de tres o cuatro generaciones atrás) de llamar en auxilio nada menos que a santo Tomás de Aquino en apoyo de las más peregrinas tesis, como ya lo había intentado Francisco en su Evangelii Gaudium, en que el Aquinate se ve sorprendido en su buena fe sosteniendo el pluralismo teológico, que no es sino la anarquía teológica. El propio cardenal Kasper dice que sus descabelladas propuestas se inspiran en el equiprobabilismo de Ligorio.

Omitiremos igualmente referirnos a las frecuentes citas a autores condenados por la Iglesia. Salta a la vista, pero tampoco nos extenderemos sobre el particular (aparte de la pasmosa mediocridad de este hombre a quien una fortuna ubérrima o bien un destino irónico puso al frente de la casa de estudios fundada hace centenares de años-luz por monseñor Derisi), el arte de aislar un pasaje bíblico de muchos otros que entrarían en contradicción con la tesis: método del exclusivismo parcialista que hace violencia al texto sacro y lo desfigura. Valga el caso de la "diaconisa" -reseñado más arriba- para graficarlo. Tampoco creemos necesario abundar en la abundante imprecisión léxica que rebosa el artículo, indicio de vulgaridad intelectual poco conforme al cargo que a Tucho se le ha confiado.

Ni vale la pena hablar de la consabida diatriba contra el pasado de la Iglesia en nombre del evolucionismo histórico. Se sabe que vivimos en el mejor de los tiempos, lo que nos habilita para juzgar la doctrina moral eclesiástica desde una perspectiva insuperable, lo mismo que hacer de los pasajes más incómodos de la Palabra de Dios la expresión de prejuicios y "límites culturales" de aquella época. Lo que no impide recurrir en numerosas ocasiones al expediente seguro del arqueologismo como ladina réplica a la tradición (a la acción de «tradere» o de ininterrumpida sucesión): es una de las coartadas típicas de esta escuela. Que, por otro lado, no quiso enterarse de la trágica irreductibilidad de las categorías sociales contemporáneas a las antiguas: la pobreza será siempre pobreza, pero en los tiempos apostólicos no podía ésta decirse ínsita en los mismos mecanismos de producción, como hoy ocurre. Ni entenebrecida por el delito, la droga, la cretinización audiovisual, etc. Para no olvidar que entonces se evangelizaba a Cristo resucitado: hoy, añadidura de plomo a la miseria, los amigos de Tucho evangelizan la funesta revolución.

Pero tampoco nos posaremos en estos detalles. Conocemos las circunstancias que habitualmente rodean a estos paladines de la proyección social del Evangelio -sus prebendas, sus éxitos editoriales inmerecidos-como para arriesgar la presunción de que conste en ellos alguna unidad entre vida y pensamiento. También sabemos de sobra cuánto goce hoy el cripto-marxismo del apoyo del poder plutocrático, cosa patente en la difusión constante de sus errores por todos los medios de masas.

Lo que urgiría alguna consideración es aquello que un texto como el presente adelanta acerca del Sínodo: la vacilación y ulterior síntesis entre el individualismo de matriz liberal (señalado en los primeros párrafos como riesgo a evitar) y el altruísmo "pastoral". No nos engañemos: esta gente, que ya ha perdido por completo la fe y puja por erradicarla de la Iglesia, apuesta a camuflarse debajo de una apariencia de solicitud por los "casos concretos" para mejor derramar el veneno del laxismo moral. Esta es la clave hermenéutica de la «ley de libertad» que proclaman para ultraje del nombre cristiano.

«Tienes a tu favor que odias las obras de los nicolaítas, que yo también odio» (Ap 2, 6). A lo que asistimos, concitada en asamblea de obispos, es a la reviviscencia de aquella secta gnóstica de los nicolaítas, que promovían la libertad de la carne con la pretensión de que esto no obstaba a la salvación del alma. Es decir: al individualismo burgués sobre el que tanto advierte Tucho, alcanzada su fase más aguda de degeneración y disfrazado ahora de "propuesta radicalmente social". De donde la inaudita preocupación por proveer "atención pastoral" a coyundas de homosexuales que adoptan niños. O la siempre latente eximición del celibato sacerdotal. O la admisión de los adúlteros a la comunión. Pero sobre esto tampoco nos extenderemos.