jueves, 17 de septiembre de 2015

NULIDADES DE BERGOGLIO

Remitimos a un artículo recientemente publicado en Adelante la fe en el que el autor, Juan Andrés de Jorge García Reyes, replica a aquel otro de Paolo Pasqualucci que ofrecimos en nuestro último post. Conscientes de que no podemos disputar en el terreno de la normativa sacra con quien se presenta como doctor en derecho canónico, formularemos nuestros reparos sencillamente a la luz del sensus fidelium común a todo bautizado, sabedores de que es esa certeza sobrenatural la que informa, a la postre, al Ius Canonicum.

Pasqualucci había reparado en que los recientes motu proprio de Francisco, al introducir como causal de nulidad la «falta de fe» de los contrayentes, incurría en posible error in fide y en consecuente corrupción de la doctrina. Bien se ha señalado que, entre otras absurdas consecuencias que le son anejas, esta disposición invalidaría de plano todos los matrimonios mixtos. García Reyes aduce -pese a reconocer que, de hecho, se estaría introduciendo una forma más agresiva del "divorcio disimulado" ya vigente- que, de derecho, en los textos de Francisco
no se niegan manifiestamente los principios del matrimonio canónico: sus bienes y fines, la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad, la procreación, la necesidad de un proceso canónico -aunque sea en apariencia- para establecer la nulidad. En el fondo el Papa sigue la evolución del Derecho Canónico habida desde el Concilio Vaticano II y en la reforma del año 1983: en ellas se practicaba de hecho el divorcio disimulado (la nulidad a petición de los cónyuges por cualquier causa), aunque se mantenía una cierta capa de formalidad jurídica que sostenía los principios jurídicos de siempre.
La novedad surgida consiste en que el Papa ha acelerado y facilitado aún más este modo de proceder, aunque manteniendo en principio las formalidades jurídicas mínimas. Con la salvedad de que las nuevas normas están repletas de ambigüedades, cabos sueltos, generalidades y falta de delimitación que exigiría la seguridad de una mínima técnica jurídico-canónica.
De hecho se va a la destrucción del matrimonio. Pero no es fácil, con la legislación actual en la mano, sostener la presencia de una herejía formal
como lo desliza Pasqualucci, infiriendo
el motivo de la falta de fe de uno de los contrayentes como causa de nulidad como el indicativo de que el matrimonio pasa de ser un sacramento, con efectos de ex opere operato, a un sacramental con los efectos propios del ex opere operantis. Pero de nuevo hay que tener en cuenta que el problema se centra en la interpretación de lo que haya de entenderse por falta de fe. Pasqualucci lo entiende como algo diferente de la tradicional exclusión de la sacramentalidad del vínculo. Pero la dicción de la nueva legislación es ambigua y puede significar, en realidad, una u otra cosa (la falta de fe que puede generar la simulación del consentimiento o el error que determina la voluntad).
Creemos, por el contrario, que en el insoslayable contexto en el que esta nueva legislación viene a proponerse, de no mediar aclaración sobre el concepto de «falta de fe», éste debe interpretarse no tan restrictivamente -negación explícita de la sacramentalidad del vínculo- sino en su sentido más primario y obvio -falta del don sobrenatural de la fe en el momento del consentimiento. Viene sugiriéndolo el propio Bergoglio desde hace tiempo, trayendo con frecuencia a cuento las desdichadas máximas de su predecesor en el arzobispado de Buenos Aires, el cardenal Quarracino, para quien «la mitad de los matrimonios eran nulos porque se casan sin madurez, sin darse cuenta de que es para toda la vida, quizás se casan por motivos sociales». Lo que le daría una insostenible torción subjetiva al derecho sacro (¿cómo comprobar esta falta de fe, sin una manifiesta y objetiva declaración de esta falta al momento de celebrarse el matrimonio?), a la par que reflotaría  la herejía de los donatistas, que condicionaban la validez de los sacramentos a la disposición interior de sus ministros. [Dejamos entre paréntesis, para no irnos por las ramas, otras causales insólitas enunciadas por Bergoglio para dar lugar a la nulidad del vínculo, como «la brevedad de la convivencia conyugal», «la persistencia obstinada en una relación extraconyugal en el momento de la boda o en un tiempo inmediatamente posterior», no menos que aquel sugestivo «etc.» del final.]

Queda en pie, con todo, la objeción más relevante: la Iglesia no ha exigido de sólito la posesión de la fe stricto sensu en los contrayentes, sino aquello que se conoce como intención general. De ahí la cita que Pasqualucci trae de Juan Pablo II: «una actitud de la pareja de novios que no tome en cuenta la dimensión sobrenatural del matrimonio, puede hacerlo nulo sólo si afecta a la validez en el plano natural, en el cual es puesto el mismo signo sacramental». En otras palabras: «la doctrina de la voluntas generalis o intentio generalis, que defiende el papa Benedicto XIV, consiste en el conocimiento elemental y suficiente de la esencia del matrimonio que el contrayente posee en el momento de intercambiar el consentimiento matrimonial, por lo que tan sólo en el caso de que alguno de los contrayentes estuviera en un error sobre las propiedades esenciales del matrimonio o sobre su dignidad sacramental y que este error fuera plasmado en una condición expresa podría realizar un consentimiento inválido, ya que se presume que la intención general que poseen los nubentes en el momento de contraer matrimonio coincide con el proyecto que Dios tiene sobre el matrimonio y que ellos, en razón de su naturaleza, son capaces de comprender y aceptar. Por tanto, para que los contrayentes contrajeran un matrimonio inválidamente habría que demostrar que la intención de estos, que es la que constituye el consentimiento matrimonial, ha sido contraria a la intención general de contraer según el plan divino sobre el matrimonio y que nos ha sido revelado en Cristo. Así pues, únicamente la positiva voluntad contraria sobre las propiedades esenciales del matrimonio o sobre su sacramentalidad, y que se manifestaría en una condición explícita, haría nulo el matrimonio (Domingo Moreno Ramírez, Relevancia de la sacramentalidad del matrimonio en relación con la nulidad del consentimiento. Ediciones Universidad San Dámaso, Madrid, 2014, pp.136-7).

Con el autor de la nota que repasamos, no dudamos de que «se continúa socavando la institución matrimonial por medio de ambigüedades, de declaraciones que parecen mantener la doctrina pero cuyos contenidos la destruyen. En definitiva, el método característico de la teología neomodernista que hoy día impregna toda la Iglesia». Pero sostenemos que el eficacísimo "método de las formulaciones ambiguas" termina por ser traicionado por sus mismos promotores. Porque si a la psicología del apóstata (y más cuando la apostasía afecta a una alta dignidad) le es inherente la impostura, la simulación, esto es hasta el momento de la -llamémosle así- "declaración formal de apostasía", que supone un acto de prepotencia -es decir, una falaz demostración de victoria. Tal fue el afán hipertélico que consumó la derrota de Satanás en el Gólgota, en la hora misma y poder de las tinieblas. La transposición flagrante del límite doctrinal -trátese o no del asunto que tocamos en este artículo-, a modo de un "quitarse la máscara", podría señalar de una buena vez la salida de esta horrible coyuntura postconciliar, separando chivos de corderos. Lo sugiere casi patológicamente el autor de la Evangelii Gaudium en su nº 222: «hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite». Ergo: al traste con el límite, que nos impide ser en plenitud. Anomia, o bien «yo (cada cual), legislador».

Este paso o salto allende el límite lo exige ese sentido de justicia irresistible a la criatura, que hace que los mismos réprobos -según conocida imagen explotada por la literatura y los miniaturistas medievales- se arrojen voluntariamente en las llamas aunque no dejen luego de maldecir sus penas.