lunes, 13 de agosto de 2018

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA LEY FELIZMENTE ABORTADA

En la Argentina y desde 1921, el Código Penal despenaliza el aborto en los casos de peligro para la vida o la salud de la mujer o en los de "atentado al pudor de mujer demente o idiota" (léase violación). En 2015, el Ministerio de Salud de la Nación publicó el llamado "protocolo del aborto no punible", de aplicación obligatoria en todo el territorio argentino por todas las instituciones sanitarias. Lo hizo fundándose en el llamado "caso F.A.L." (2012), por el que la Corte Suprema de Justicia había resuelto que las mujeres violadas, fueran éstas normales o insanas, podían abortar sin necesidad de autorización judicial previa y sin ulterior sanción penal.

La extensión de la funesta prerrogativa se hizo entonces amplísima, se diría que ubicua. Porque el protocolo en cuestión subraya que el peligro para la salud «no exige configuración del daño sino posible ocurrencia», incluyendo no sólo la salud física de la demandante sino su salud mental y su equilibrio psicológico y social. Y para desalentar toda posible reacción de los médicos convocados a la inmolación del niño, se dispuso que «la decisión de la mujer es incuestionable y no debe ser sometida por parte de los profesionales de la salud a juicios de valor derivados de sus consideraciones personales o religiosas». También se facilitó la práctica concediéndole a la mujer supuestamente violada el valerse de su solo testimonio como dotado de suficiente valor probatorio, sin necesidad de pericia alguna que confirme el haber sufrido violación. Todo lo cual implica la concesión de amplísimas libertades para abortar, casi tanto como una legalización encubierta.  Cuanto a la despenalización, ésta existe de facto desde hace mucho, excediendo con holgura los casos contemplados por el Código Penal: multitud de legistas sostienen que el aborto conlleva la "autopunición" de la victimaria (síndrome post-aborto, no pocas veces derivante en suicidio y, de mínima, en toda suerte de trastornos psíquicos y emocionales), lo que mitigaría de suyo la exigencia de cárcel. La experiencia parece demostrar que es la propia filicida la que corre a aplicarse el castigo.

Ante estos hechos, la pregunta que se impone es: ¿qué más pueden querer estas hordas lunáticas, contando prácticamente con los más amplios fueros para matar a designio? La respuesta nos parece casi obvia: si de hecho pueden abortar con las mayores garantías, lo que ahora desean es la consagración pública del aborto, la entronización del mal. La guerra se libra no tanto en el terreno de los hechos, suficientemente consumados, cuanto en el de las palabras: lo que se pretende es dotar al mal de los atributos del bien, y viceversa. Llamar bien al mal y mal al bien, y esto oficialmente, con todos los órganos fonadores del Estado. 

Los demonios saben, a su despecho, que In principio erat Verbum, y saben del valor consecuentemente misterioso de la palabra proferida por el hombre, que también por esto ha sido creado «a imagen de Dios». Envueltos en tormentos indecibles, les tocó asistir de lejos al feliz momento en el que Adán pronunció el nombre de los seres que desfilaban ante él, sellándolos con este sutilísimo timbre que concentra la actividad de sus facultades superiores y actualizando con ello inmejorablemente esa adaequatio mentis ad rem en que consiste su honor y toda su dicha. Porque incluso la visión beatífica será una cierta ecuación de la mente (del espíritu) con su Objeto. Por el ejercicio, pues, de este oficio primordial de la representación, el hombre comienza a cumplir el grave cometido de hacer la verdad en el que debiera versar toda su vida. 

Con toda su obtusidad a cuestas, el enemigo alcanza un suficiente barrunto de todo esto. Y asume a la mentira como premisa, afanándose en la odiosa obra de diseminarla en todos sus enunciados, como la cizaña de la parábola, para oprimir a la verdad. Nihil novum: ya Lenin preconizó el empleo de la mentira como arma revolucionaria. La vinculación preferencial con el aborto no iba a hacerse esperar, ya que el Padre de la mentira es también llamado en la Escritura «aquel que es homicida desde el principio» (Io 8, 44). Lo que nos advertía de sobra que nuestra lucha no era «contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades y las dominaciones de este mundo tenebroso» (Ef  6, 12), los mismos que ahora auspiciaban la sanción de una ley que -como en toda normativa que avala al fin una conducta hasta entonces condenada-, acabaría recomendando masivamente el aborto. Cosa comprobada con creces en los países que ya pasaron por aquí: en EEUU, de mil a casi un millón de abortos anuales desde el año de la promulgación de la ley (1973) a la actualidad; en España, un ascenso proporcional a éste desde el funesto año de la legalización (1985).

Por eso, y aunque el enemigo es suficientemente previsor como para preparar todos sus recursos neutralizadores, la Verdad dicha a destiempo (en los estrados de la democracia, esa ajada meretriz) no dejó de confundir a los malditos, que no tuvieron más remedio que desnudar la mala voluntad que los anima cuando la fuerza de las evidencias y de los argumentos los supera por completo. Y aunque la mayoría de los mejores expositores contra la inicua ley no dejaran de hacer penosas concesiones (ora trayendo en socorro de sus razones a los liberales decimonónicos, ora avalando la educación sexual en las escuelas o la esterilización quirúrgica como recursos contra el aborto), y sin dejar de admitir que las marchas en contra abundaban en toda clase de dudosas martingalas, como el eslogan en pro de "las dos vidas" y símiles, o los cantitos sensibleros, acá hubo una victoria real contra la infecta colusión de tantos agentes como cabe enunciar en la ONU y la usura internacional, los plumíferos paniaguados por empresarios "multimedia", los zurditos de Rockefeller y algunas ilustres putarracas que creyeron redimirse de su habitual y público fornicio interesándose al fin por una consigna. U organizaciones siniestras como Amnesty International, consagradas a pintarle un rictus humanitario al imperialismo cultural y económico, que el día de la votación en el Senado no escatimó volcar un millón de dólares en una solicitada en el New York Times presionando a los senadores argentinos para que avalasen la masacre. O las clínicas abortistas, ávidas de ampliar sus mercados en esa América que, al decir de Darío, «aún reza a Jesucristo y aún habla en español». O aquel senador mandinga que quiso correr a un doctor en leyes con la cifra fraguadísima de los 500 mil abortos anuales y que, desmontado el timo ante sus luengas barbas, debió recular a un módico "las cifras no importan, no es cuestión de números", "el número es simbólico", reconociendo implícitamente la patraña y arguyendo el mismo vergonzoso lema que se aplica a los desaparecidos, caso en el que tampoco debe hacerse escrúpulos en agregarle un dígito al total. O las pobrecitas estudiantinas descerebradas que, incapaces de atenerse a axiomas cuando no sea el de la primacía de lo voluble y vil, vieron la implume oportunidad de ejercitar una módica y primeriza "apuesta vital" (que le dicen), abandonándose a un caos sin orillas. O tantos que se hicieron del bando ruin por mero esnobismo, para "no ser menos", por prurito de no pasar por anticuados, adquiriendo así el dudoso honor de integrar el club de lobotomizados, único sentido de pertenencia que les ha sido concedido a estas generaciones que sorben la mentira como el aire. O aquel impresentable Ministro de Salud de la Nación, tan convicto de la mala causa que nos hace pensar si en los días en que prestó el juramento de Hipócrates no habrá creído estar prestando el juramento del hipócrita.

Fue, en fin, la acción centrípeta de todas las imposturas y todas las inverecundias la que atrajo irresistiblemente a la hez de la sociedad en este vórtice del horror, un rejunte de badulaques y sicarios al menos potenciales que no le hacen el menor asco a la injusticia más flagrante, capaces de correr solícitos a poner el cuchillo en las manos del verdugo, de arriesgar sus fichas por el prepotente, de no detenerse ante el abismo. Es la recíproca atracción de los malos que señalaba un observador tan fino como Don Bosco, cuya unión agudiza los malos caracteres, concita a la reunión de fuerzas y acaba plasmándose en una organización perversa cuyo fin es opugnar y extirpar el bien. Contra esta maquinaria demoníaca nos ha concedido Dios una impensada victoria. Que estriba en rasgos como los que describe Antonio Caponnetto:

Curas, laicos, chiquillos, críos, familias, profesionales, jóvenes, adultos, gauchos, malvineros, provincianos curtidos, trinitarios fieles, parroquias, instituciones, colegios. La más amplia y lícita diversidad de los sectores sociales se hizo presente. A pesar del aparato oficial abortero y de las poderosas usinas internacionales que lo sostienen. A pesar de la promoción coactiva del crimen, de la contranatura y del satanismo. A pesar de los mil pesares, se hicieron presente, para defender el sentido común: hay vida humana inocente dentro de un vientre materno fecundado por un padre. Nadie puede segarla sin ser llamado asesino.

Este esplendor del sentido común, acompañado del despliegue de una devoción religiosa tan simple cuanto robusta, es, a nuestro juicio, la única victoria profunda y seria y esperanzadora que se puede apuntar como tal. Que no es de poca monta. El triunfo no es que no fue ley lo que podrá serlo mañana, cuando los malditos y fluctuantes votos cambien de urnas. El triunfo no es que el aborto no haya sido legalizado, porque acabará por serlo, de un modo velado o frontalmente. El triunfo no es, insistimos, que se participó y se ganó; porque participar de las reglas de juego del burdel es decirle a las madamas y a los proxenetas que sus actividades son respetables.

El triunfo es que toda la inmundicia partidocrática, la fetidez democrática y la nauseabunda marea feminista –impuestas coactivamente desde las redes sociales, con el empuje principal de la intelligentzia judaica- no hayan logrado extirpar por completo los vestigios de la sensatez y de la piedad. Esos vestigios deben ser alimentados y en lo posible acrecentados, con un gran esfuerzo pedagógico y apologético sostenido y solvente. De lo contrario, la ya extendida marea de la putrefacción ideológica acabará imponiéndose aún sobre estos vestigios o huellas de genuina salud nacional.

Con esa realista conclusión, que comporta para todos nosotros un arduo deber, celebramos este triunfo tan necesario para quienes venimos haciendo escuela de las duras derrotas. Quienes recen con el breviario de san Pío X habrán notado oportunamente que en la madrugada de ese jueves 9 de agosto, los laudes (hora canónica sucesiva al término de la votación en el Senado) empezaban por el salmo 97: cantate Dominum canticum novum / quia mirabilia fecit. / Salvabit sibi dextera eius / et brachium sanctum eius.  

Amen, amen!