viernes, 8 de agosto de 2014

EL CUERPO Y LAS ÁGUILAS: UNA EXÉGESIS ADMISIBLE

Hay una indicación que el Señor dio a los suyos respecto a las circunstancias previas a su futura Venida que movió toda una mole de conjeturas desde los días en que el Evangelio fuera puesto por escrito hasta nuestros propios días, debiendo contarse con todo derecho entre los pasos más peliagudos del Sacro Texto. Se trata de aquel «donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas», según la versión de Lucas (17,37), que difiere de Mateo (24,28) en un dato no menor según la índole exegética a emplearse. En efecto, allí donde la Vulgata homologa ambas lecciones («ubicumque fuerit corpus, illuc congregabuntur et aquilae» en Lucas, con la única e insignificante diferencia del adverbio illic por illuc en Mateo), el texto griego original, aparte otros pormenores, distingue entre πτώμαcadáver (en la lección de Mateo) y σώμα, cuerpo (en el correspondiente pasaje de Lucas). Huelga decir que entre ambos términos no hay sinonimia estricta, aunque según el contexto y la intención puedan tomarse el uno por el otro.

Según todas las apariencias, es una locución proverbial que de hecho cuenta con un precedente escriturístico en Job (39,30). Se sitúa en ambos evangelios en medio del llamado «sermón esjatológico»: en Mateo, luego de precaver Jesús a los suyos respecto de los falsos cristos que aparecerían antes de la Parusía, que será repentina como el rayo; en Lucas, después de describir la corrupción moral de aquellos días, similares a los de Noé y a los de Lot, en los que «uno será tomado y el otro dejado». Es en este último contexto que el Señor, a la pregunta de sus discípulos por el «dónde» de tales sucesos, responde con la frase en cuestión. Lo que induce a suponer que estamos ante una de esas frecuentes respuestas elípticas por las que el Redentor quiso ofrecer una lección de mayor alcance y espesor que la urgida por sus discípulos, a menudo espoleados por un afán de conocimiento más bien anecdótico.

«Donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas» fue interpretado como la "disgregación de los elementos y de las fuerzas cósmicas (e incluso histórico-sociales) en los días del fin", en que la carroña de la civilización cerradamente humana quedará expuesta al Juicio. Por eso algunos traducen "buitres" en lugar de "águilas", cosa al parecer lícita, según los entendidos en la koiné. O, más amablemente, y en palabras de san Cirilo de Alejandría: «como cuando se abandona un cadáver, acuden en seguida a él las aves carniceras, así cuando venga el Hijo del hombre todas las águilas, esto es, los santos, le rodearán», interpretación ésta común a varios entre los Santos Padres, según se evidencia al consultar la Catena Áurea del Aquinate, y que concuerda perfectamente con la enseñanza del Señor en Mt 16,27: «ha de venir el Hijo del hombre en la gloria de su Padre con sus ángeles», y con aquel pasaje de I Thess (4,16ss.) acerca del «rapto de la Iglesia».

Por ello también cundió, para propiciar mejor una posible interpretación alegórica, la alusión al cuerpo, que no al cadáver: y se habló de la Hostia consagrada y de las águilas que la merodean llevadas por el santo apetito del pan celestial. Así lo hizo el propio Santo Tomás, quien se sirvió recordar que «como es connatural a la amistad compartir la vida con los amigos, como dice el Filósofo en el Noveno Libro de la Ética, Cristo nos ha prometido su presencia corporal como premio, según se lee en Mt (24,28): donde está el cuerpo, etc.» (S.Th. IIIª q.75 a.1). El himno compuesto para el Congreso Eucarístico de Buenos Aires (1934), que quedó luego como cántico para la Misa (allí donde todavía se lo canta), dice en una de sus estrofas que

tu Cuerpo y tu Sangre deseamos con ansias,
en donde está el Cuerpo se juntan las águilas

y esta misma interpretación del pasaje, anagógica o meramente acomodaticia, es quizás la que más cundió a lo largo de los siglos, dejando sin resolver la exigencia primaria que nos pone el texto: por qué Jesús respondería a una pregunta sobre las ultimidades con una indicación válida, en todo caso, para todos los tiempos. Y por qué lo haría en esas circunstancias, cuando el discurso versaba sobre los signos de su inminente Vuelta. Y aunque quisiera ciertamente impelernos a buscar el alimento eucarístico para mejor afrontar la pesadilla de la consumación temporal (y heredar, a la postre, la vida eterna), sigue pareciéndonos que debe haber algo más que escudriñar en una respuesta que deja tantas resonancias, y tan rotunda.

Quién sabe si Robert H. Benson no se basó en estas palabras cuando en la escena final de «Señor del mundo» pone una escuadra aérea a sobrevolar y bombardear el campamento de los últimos fieles en Palestina, como aves mecánicas de rapiña atacando los rezagos terrenos del Cuerpo Místico. Por eso hizo bien Castellani en repetir lo que podría considerarse una perogrullada oculta, una obviedad demasiado secreta en tiempos -como los nuestros- de compulsiva distracción: las profecías se hacen más inteligibles a medida que se acerca su cumplimiento.

Y por eso mismo, aunque el sayo de exegeta nos sobre por todos los costados, arriesgamos una hipótesis que creemos del todo plausible y que nos sorprende no haber leído nunca (pese a los argumentos que pesan en su favor) en la pluma de ningún escritor abocado a estos asuntos. El cuerpo visitado por las águilas sería el que se halla impreso en el Santo Sudario, objeto en los últimos decenios de incansables indagaciones científicas irrealizables en el pasado, y que arrojan como resultado la práctica certeza de que no otro sino Nuestro Señor Jesucristo es quien quedó grabado en esa tela, y por medios que superan las posibilidades de la naturaleza y del ingenio humano.

Santo Sudario: detalle del rostro

No será éste el lugar para extenderse sobre las admirables peculiaridades de esta augusta tela (ver, para ello, http://www.sabanasanta.org/), que recién en nuestros días y merced a los vertiginosos avances técnicos puede ser visitada por contingentes enteros de personas provenientes de todos los rincones del planeta, ni vamos a suponer que la fe deba basarse en la Síndone tanto o más que en la doble fuente de la Revelación. Creemos, nada más, que allí puede estar cumpliéndose, en el otro extremo de la parábola temporal inaugurada por la Redención, aquel «signo de Jonás» que el Señor concedió a «esta generación perversa y adúltera» (Mt 12,39), y que, aunque no veamos con los ojos corporales el cuerpo glorioso del Resucitado tal como los suyos lo contemplaron por espacio de cuarenta días hasta su Ascensión, vemos sus signos indelebles en el lino, producidos (según atestiguan los peritos) por medios desconocidos para la industria humana: ausencia de pigmentación sobre las fibras, lo que descarta su producción por técnicas pictóricas; comportamiento de todos los rasgos del cuerpo como si se tratara de un negativo fotográfico, explicable como si la tela hubiese recibido un fogonazo emitido por el cuerpo en el instante de la Resurrección; asombrosa tridimensionalidad del conjunto, lo que resulta de que la intensidad del colorido de las imágenes sea inversamente proporcional a la distancia que separaba, en cada punto, la tela del cadáver. Si a estas inexplicables exclusividades se les suma la coincidencia de ciertos datos existenciales propios del amortajado, reconocibles recién al someter la tela al microscopio (adherencia de polen de especies vegetales que crecen sólo en Palestina; grupo sanguíneo perteneciente a un individuo de la nación judía, entre otros: datos todos imposibles de imprimir adrede por ser enteramente desconocidos hasta hace poco más de un siglo), con los mismos datos conocidos de Jesucristo (debiendo añadirse el detalle de una moneda romana del siglo I cubriendo el párpado derecho, según costumbre extendida por entonces al preparar los cadáveres para su inhumación, a más de las huellas de la flagelación, de las espinas sobre la cabeza y de la lanzada en el costado izquierdo, reconocibles en el lienzo), la conclusión se impone por sí sola.

A la comprensible rapacidad de los científicos que, como águilas, han caído sobre el Cuerpo, les ha dado el Señor la evidencia que pedían. A esta generación embotada por el empirismo y el naturalismo más obtusos le ha otorgado, en esta venerable reliquia, aquella que quizás sea una última tabla de salvación, la más proporcionada a sus debilidades. Y junto con la prueba tangible de su Resurrección los interpela, como a Marta ante la sepultura de Lázaro, ya sin más excusas.

Y acaso ya sin más demoras, si este signo hubiera de entenderse según la clave hermenéutica que le atribuiría el Evangelio.