miércoles, 11 de marzo de 2015

LA CORRIENTE CAUDALOSA DE LAS AGUAS

Como un ejercicio cuaresmal de paciencia, para despertar la conciencia de la propia parvedad, las aguas llegaron al pago, e imparables. El río, que sabe desbordarse cada tantos años y volver a su cauce en unas pocas horas, hoy adopta un comportamiento desconocido incluso a los lugareños más provectos y se mantiene muy alto durante diez días y más, creciendo pausada y sostenidamente hora tras hora, y somete campos y edificaciones a una agonía lenta y gimiente.

Ponemos el detente en los dinteles, blandimos el rosario. El agua se cierne amenazante, y por colmo e ironía no es de lluvias locales el torrente sino de vecina provincia, que vierte su demasía por los cursos excavados por natura. Pronto el río, desmadrado, pierde sus contornos, y sobre las pasturas cultivadas que ayer ondeaban hilarantes hoy se extiende una lámina de azogue turbio con peces que, arrastrados fuera del cauce mayor, quedan boqueando entre las matas. El hedor de toda la materia en descomposición que el río revuelve de su lecho y trae a flote a cada nueva embestida ofende feamente al olfato, y ya las circunspectas aves lacustres ocupan el espacio que fue de los gritones teros.

Como la naturaleza prodiga analogías con el mundo sobreterrenal y a menudo parece que pretende secretamente reflejarlo, las aguas que sorben la atención de nuestros ojos nos hablan del avance invasor que padece la Iglesia, de labrantío celestial devenida en sumidero de aguas residuales. El paludismo de las almas es la consecuencia inevitable de este campear los más pestilenciales errores, el deterioro del culto, el menoscabo de la piedad y su reversión en antropolatría. Todo obtiene su fiel correspondencia: los peces que buscan afanosamente el oxígeno faltante, aquellos que mueren sin remedio, la tufarada y turbiedad de la riada, todo admite un símil espiritual asaz reconocible que no hará falta explicitar.

El salmo dice que a causa de la oración del santo en el tiempo oportuno, «la corriente caudalosa de las aguas no lo alcanzará», in diluvio aquarum multarum, ad eum non approximabunt (31, 6). Es la lección que, referida a los apuros de la Iglesia remanente, repite en otros términos el Apocalipsis (12, 15): a la Mujer le serán otorgadas dos alas como de águila para volar al desierto, fuera del alcance del dragón, quien soltará de su boca un caudal de agua como un río para anegarla. Por lo demás, es presumible que la relación entre apostasía y catástrofes naturales no se limite a la mera alegoría, y aunque la contemporaneidad de ambos fenómenos no será nunca comprobable según el criterio de las ciencias empíricas (ante todo, el método desecha las ecuaciones expresadas en términos pertenecientes a dos órdenes distintos de realidad), la historia bíblica y la profecía sugieren acabadamente esa relación: las plagas se abatieron sobre Egipto en el momento en que el pueblo elegido sufría mayor opresión, y las plagas que anuncia el vidente de Patmos (Ap 16) corresponden a un tiempo de acrecida maldad entre los hombres («y blasfemaron contra el Dios del cielo a causa de sus dolores», y otras expresiones afines). De hecho, cunde hoy una vaga conciencia -mal expresada y peor argumentada- de que los desórdenes naturales tienen al hombre por responsable: aunque esto sea obviamente así desde la Caída, puede agravarse con el agravarse del pecado. Y difícilmente podamos suponer peor pecado que la apostasía.

Adivinando quizás el advenimiento lejano de tiempos tan dramáticos, en los que entre católicos -como entre inundados- cunde comprensible incertidumbre, san Vicente de Lérins supo proponer el remedio más adecuado, aparte del siempre oportuno de la oración incesante: «si algún contagio nuevo se esforzara en envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia, sino incluso toda la Iglesia entera, entonces el deber mayor del católico será permanecer adherido a la antigüedad, que obviamente no puede ya ser seducida por ninguna novedad, por atractiva que ésta fuere». Ésta es la clave de cómo pararnos ante el aluvión que no cesa.