sábado, 28 de julio de 2018

ABORTO Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA


por Antonio Caponnetto


Un irrelevante total

Al parecer, el pasado 20 de junio –mala fecha para andar diciendo zonceras- desde el sitio oficial del Instituto Acton (que se llama así, no por la marca de patinetas sino en homenaje al lord gringo puesto en el Index en tiempos del Beato Pío IX), Don Gabriel Zanotti perpetró una nota titulada “Del aborto clandestino al totalitarismo clandestino”. Puede verla el masoquista  lector en  http://institutoacton.org/2018/07/04/del-aborto-clandestino-al-totalitarismo-clandestino-gabriel-zanotti/

           
Zanotti, eyectado in altum,
casi como las figuras de El Greco
Llama la atención que el autor sea un relapso, que vuelve a asumirse inverecundamente cual católico liberal convicto y confeso, y que deslice un rechazo burlón hacia la Quanta Cura. Algo así como si un mahometano se confesara islámico-mormón y rechazara las azoras, aleyas y bizmillas del Corán.

Y llama la atención asimismo que crea poder compatibilizar su catolicismo gloriándose de haber sido prácticamente el único que defendiera a los Testigos de Jehová, cuando –según él- éstos “se pudrían sistemáticamente en la cárcel” por causa de sus objeciones de conciencia.  Latiguillo este último que blanden hoy las salvajes izquierdas por doquier, desde sus múltiples medios. Porque es común entre la intelligentzia nativa, subirse al caballo por derecha y bajar por siniestra.

 Los Testigos de Jehová son, en sentido estricto, una secta satánica, abocada de modo explícito a ultrajar a la Iglesia. El recurso a la objeción de conciencia lo usaron para dejar morir con crueldad a algún pariente, impidiéndole la transfusión de sangre, o para ofender la bandera nacional o para  negarse a servir a la patria bajo la forma  del servicio militar obligatorio.

Ser católico y defensor de los Testigos, y del uso crapuloso que hacen de la conciencia objetante, guarda la misma coherencia que ser trotskysta y cruzar espadas por los cautivos del Gulag. Hasta ahora sabíamos –como dice el Pseudo Exúpery- que lo esencial es invisible a los trotskos. Habrá que agregar también a los zanóticos.

Pero en la noteja de marras, the man of the Acton nos interpela dos veces a los nacionalistas católicos; y más específicamente a la revista Cabildo. Elige para ello el modo de una pregunta, que no registra Aristóteles entre los recursos lingüísticos de la Retórica, pero sí las mucamas cuando se enojan en la feria. No se tome por reproche, ¡vamos! Pura ley clásica de lo semejante en pos de lo semejante. Ambos hacen las compras para sus patrones.

¿Y cuál sería el núcleo de la acusación zanótica hacia nuestras amenazantes huestes ultramontanas? Nos expliquemos de una vez.

En primer lugar -se nos dice- los políticos aborteros, al negarse a reconocer la objeción de conciencia a los providistas incurren en un “totalitarismo clandestino [...], revelando con ello hábitos de pensamiento totalitarios típicos, lamentablemente de la cultura argentina”.  Que sepamos el rechazo a la objeción de conciencia, cada vez que ha sido planteado, no lo fue desde la clandestinidad sino desde altos estrados públicos y visibles. El senador Pichoto, por ejemplo, hace uso de su texticulillo masón anti objetante con ostensible exhibición oficial. Lo que ha pasado a la clandestinidad en él y en sus pares, es la moral y la decencia, pero no el imperativo tiránico.

Sobre la existencia de un hábito totalitario, estamos completamente de acuerdo. Es el del totalitarismo democrático, que impone su despotismo de la cifra, su prepotencia del número, su abuso de la cantidad, la opresión de su mitad más uno. Y esto es obra maldita del liberalismo, mentor, cultor y practicante del dogma de la soberanía popular y de la mentira del sufragio universal. Si van a invocar los hábitos vayan a la cuestión 51 de la prima secundae de la Summa, para aprender a detectar a sus causantes.

En segundo lugar, según este muchacho Gabriel de la Zanatosa, los nacionalistas de Cabildo seríamos culpables de “tanto poder otorgado al Estado”, de querer estatizar “la salud y la educación” por ser “derechos sociales”; de pensar que “todo estaba bien con un ministro de educación , y por supuesto con Onganía y con Videla”; pero que, como ahora, las cosas han cambiado y el poder estatal “va para otro lado”, suceden estos atropellos como querer negar la objeción de conciencia. La culpa es nuestra, en suma, porque a diferencia de los católicos liberales que “lucharon siempre contra el poder”, nosotros le dimos más y más poder al Estado.

Sinceramente nos duele ver cómo se le caen los anillos, se le desgracia el jubón y se le amarrona la librea al mayordomo del Lord hereje. Lo teníamos por sujeto de otro horizonte cultural y moral. Y aunque no lo supusimos nunca destinatario del encomio lorquiano: “voz de clavel varonil”, tampoco creíamos que prestaría su palabra a tanta mariconería  junta.

El Nacionalismo Católico, precisamente por lo segundo, que a la vez califica y sustantiviza a lo primero, jamás concibió al Estado como algo distinto a lo que enseña al respecto la Doctrina Social de la Iglesia. Ni estatolatría, ni neutralismo, ni omnipotencia, ni indiferentismo. Ni panteísmo de Estado ni ausencia irresponsable del mismo.

Nos hemos cansado de repetir con Oliveira Salazar, que el Estado debe ser una persona de bien, ejercitante, entre otros, del principio de subsidiariedad; y que no es lícita ninguna de las formas de monopolio estatal sobre la educación o sobre alguna de las cuestiones vitales en las que esté en juego la salvación de las almas o aún la mera salud integral de la creatura.

Ni en la teoría ni en la práctica hemos concebido un Estado que no fuera “el ministerio de Dios sobre la tierra para asegurar el bien común”. Nuestro ideario, en todo caso, está antes en la Unam Sanctam de Bonifacio VIII, pero nunca en el Discurso de Sarmiento en el Senado, del 13 de septiembre de 1859, proclamando que el Estado no tiene caridad ni alma. Porque es el Estado Liberal, instaurado tras la derrota de Caseros, con previo delito de traición a la patria, el que impuso su laicismo integral a sangre y fuego. Y es en nombre de ese laicismo masónico que hoy pueden negar los reclamos de la conciencia católica ante un crimen como el aborto.

¿Qué objeción de conciencia respetó el Estado liberal cuando impuso la obligatoriedad del matrimonio civil, o la del voto coactivo, multando a sus infractores y colocándolos en la lista de los réprobos? ¿Qué objeción de conciencia respetó ese mismo Estado Liberal cuando sometió a las familias a la educación común de signo jacobino u obliga desde hace décadas al ciudadano común a tener que regirse por una moneda extranjera si quiere acceder a una vivienda?

El Nacionalismo Católico no ha sido nunca poder en la Argentina. Y es redondamente una infamia –de esas que en otros tiempos se dirimían con el guantazo arrojado a la cara del canalla- afirmar que nosotros no hemos enfrentado siempre al poder de turno; y que no hemos pagado por ello el alto costo que supone ser políticamente incorrecto a perpetuidad.

Gobiernos civiles y militares, oligarcas de overol o de levita, proletarios o burgueses, peronistas o gorilas, cursillistas o  budistas, ¡todas!, absolutamente todas las variantes del Régimen han conocido nuestra enemistad. Incluyendo el Onganiato y el Proceso; afirmaciones tajantes que podemos convalidar con una montaña de documentación escrita, publicada y difundida en cada circunstancia histórica.

No debería Zanotti mencionar la cuerda en casa del ahorcado. A su padre, el Proceso le restituyó la cátedra de Política Educativa en la UBA; fue asesor de la Armada a partir de 1969, cuando aún gobernaba Onganía; y en el homenaje a su figura, que le hiciera La Nación a los diez años de su muerte, en la Fundación Bank Boston, asistieron personalidades del liberalismo católico como el Dr. Llerena Amadeo, que fuera ministro de Educación del Proceso, Víctor Massuh, otrora embajador ante la UNESCO o el Contralmirante Sánchez Sañudo, partícipe de la Revolución Libertadora. Datos todos que el mismo Juniors nos ha aportado en sucesivos artículos. Y que son, además, del dominio público.

Y datos ante los cuales, en principio, podríamos encogernos tranquilamente de hombros, si no fuera porque se pretende que, para nosotros, “la nación católica se da en las dictaduras católicas de derecha”. De pronto –milagros de la homonimia- Zanotti ha mutado en Zanatta (il forlivez bugiardo), y ambos –por merecida alquimia- en zanahorias, vocablo cuya tercera acepción permiten los académicos del idioma sinonimizar con imbécil.

             Pero dejemos a este “irrelevante total”, como se autodefine en el artículo que le estamos comentando; y vayamos al tema de fondo. ¿Es lícito y/o recomendable esgrimir la objeción de conciencia ante la posible o cierta legalización del aborto?


La objeción de conciencia
        
         Va de suyo que al modo de los liberales, no. Porque en la perspectiva liberal es una variante más de la autonomía del juicio individual, del culto al subjetivismo relativista, del rechazo de cualquier forma de heteronomía ética o de moral objetiva, de la libertad convertida en antojo. Lo mismo vale hoy para no matar a un embrión, que ayer para matarlo negándole una transfusión sanguínea o mañana para desertar de una guerra justa, si tal posibilidad existiera. Por eso, la categoría “objetores de conciencia” ha sido siempre cara a las izquierdas progresistas y liberales. Y por eso el Magisterio de la Iglesia supo hacer sus claras distinciones[1].

            Pero supuesto en un sujeto sano y responsable el ejercicio del habitus primorum principiorum o sindéresis, por cierto que está en todo su deber primero, y en su derecho después, levantar bien alto la voz de su conciencia, ante una ley aborrecible, para exigir que se obedezca a Dios antes que a los hombres (Hechos 5,29). La conciencia recta no puede sino rebelarse contra lo que escolásticamente se llamaba una real, objetiva y flagrante atrocitatem facinoris o acto de atroz injusticia.

            Ahora bien; el hombre que así gloriosamente actúa, para que su acto sea no sólo ejemplar y edificante sino santo y heroicamente congruente, no debe pedir garantías al mismo verdugo de que nada le sucederá si no sacrifica a los falsos ídolos. Gritará –como consta en las Actas de los Mártires- ¡no sacrificaré!, y pedirá fuerzas a Nuestro Señor para aguantar las consecuencias. Como mostró el rey Balduino de Bélgica que era posible, perdiendo nada menos que su trono por no consentir el nefando crimen del aborto. Después, si la leguleyería impuso sus triquiñuelas, es otra cosa. Pero el gesto es válido.

Nunca son recomendables sino despreciables los católicos libeláticos; esto es, aquellos que buscan la garantía, la contemporización y el refugio del poder constituido. La chancha y los veinte no se puede ni se debe. Si no sacrificamos nos pueden echar del trabajo, sí. Y ser denostados por anónimos y cobardes plumíferos. Y perder fama, honor y hacienda, sí; y ser declarados enemigos del pueblo, también, como tantos casos gloriosos. Hay una bienaventuranza para los que todo lo padecen por causa de Cristo. Y un nombre, el de mártires, para quienes pueden ofrecer hasta la vida.

Entendemos a los profesionales de la salud que exigen la objeción de conciencia legalizada y garantizada por el Estado si se aprueba la Ley IVE (Infernal Voluntad de Exterminio). Pero primero será pedir el milagro de que el Dios de las Batallas aplaque la furia criminal de los aborteros; y después, si tal gracia no la merecemos, pedir el milagro de que se nos de la fortaleza extraordinaria para sobrellevar las consecuencias, que no serán fáciles. Mucho menos si además de una conciencia rectamente objetora, no hay una conciencia parusíaca. Bueno sería que la Iglesia, antes de acompañar este pedido de la objeción de conciencia –que para algunos equívocos conceptuales se presta- predicara sobre las Postrimerías y sobre la virtud de estar dispuesto a perderlo todo antes de pecar contra Dios. Al fin de cuentas se supone que es lo que rezamos diariamente en el Pésame.

Es de San Buenaventura la hermosa enseñanza aquella, según la cual: “la conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero; y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del Rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” (In II Librum Sententiarum, dist.39, a.1, q.3).

Sólo en este sentido se podrá hablar de una conciencia objetante, impugnante y movilizadora del Buen Combate. El resto es el pecado del liberalismo; o el temor de los cobardes; o el conformarse cada vez con menos de los tibios; o el acomodarse en la derrota para conservar el puesto; o el tirar la toalla antes de que la lid acabe.

No será el liberalismo católico el que venga a darnos lecciones de resistencia al poder. Tampoco nos vanagloriamos de ser nosotros paradigmas de conductas. Pero la Iglesia, “columna y sostén de la Fe” (I Timoteo 3,15), Mater et Magistra y Esposa del Señor, tiene un escuadrón de testigos para que nos espejemos en ellos en estas horas duras y cruciales.

Digo la Iglesia. De pie al pronunciar su nombre y de rodillas tras pronunciarlo. Digo la Iglesia semper idem. Digo la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica. Contra ella no podrán ni han podido nunca obtener el triunfo definitivo los enemigos de la Cruz. Porque la Barca la conduce Cristo. Y Cristo navega hacia lo alto, hacia Arriba. Desde donde se sale victorioso cuando parece que  el laberinto nos tiende la más cruel encerrona.



[1] Recomendamos dos lecturas: Rafael Somoano Berdasco, Pacifismo, guerra y objeción de conciencia, a la luz de la moral católica, Madrid, Fuerza Nueva, 1978 y Gonzalo Muñiz Vega, Los objetores de conciencia, ¿delincuentes o mártires? , Madrid, Speiro, 1974.

martes, 24 de julio de 2018

ESE ABORTO DE MAFALDA

Sorprende el poco tino de tantos que se enrolan en el lado bueno de esta guerra, optando por medios notoriamente inadecuados para dar eficaz pelea. En lo relativo al aborto (lo que se extiende a cualquier otra avanzada del misterio de iniquidad), será siempre menester recordar que «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los aires» (Ef 6,12). Sólo esto enfoca debidamente el ámbito y el alcance de la cuestión.

Este inconcebible olvido hizo que algunos activistas pro-vida tomaran a Mafalda, personaje de una tira cómica argentina cuya primera difusión data de los tardíos años '60, como portavoz del descontento con la política filicida. Pero ahí nomás salió Quino, el creador del personaje, aduciendo que «se han difundido imágenes de Mafalda con el pañuelo azul que simboliza la oposición a la ley de interrupción voluntaria del embarazo (sic). No la he autorizado, no refleja mi posición y solicito sea removida. Siempre he acompañado las causas de derechos humanos en general, y la de los derechos humanos de las mujeres en particular, a quienes les deseo suerte en sus reivindicaciones».

A Mafalda se le podrá reconocer, si mucho, algún acierto en la configuración de los rasgos de sus personajes; una discreta comicidad sin cumbres; algunos pocos episodios, en suma, susceptibles de impresionar de momento las retinas y de quedar por algún tiempo en el depósito fugaz de la memoria. Pero Mafalda es la expresión más elocuente del prosaísmo humorístico -que es como decir, de la sustitución del humor por cualquiera de sus analogados menores. Porque si es cierto que el auténtico humor es capaz de "hacer reír y llorar a un tiempo", como lo han señalado quienes estudiaron su peculiar complexión, y en el humor centellea un algo de inaudito e inefable, Mafalda, con su estrecha circunscripción al temario y el talante de las clases medias urbanas, semiletradas a instancias de la escuela de Sarmiento (que, al decir de Anzoátegui, sustituyó definitivamente entre nosotros la cultura por la mera "instrucción"), con sus niños burgueses al nacer, de sienes canas (como los vio Hesíodo), preocupados por el desarme mundial y el conflicto árabe-israelí, por la guerra de Vietnam y las hambrunas en Biafra, Mafalda, decimos, con el muy codificable elenco de sus filias y sus fobias, incapaz de cotejar las pamplinas de la prensa con un ejemplar más dilatado y robusto de realidad, inhábil para romper nunca las costuras de su contexto social e histórico por una como "salida en alto" (eso es humor), Mafalda es el sujeto menos indicado para llevar avante una embestida contrarrevolucionaria: cuanto más, para terminar de consagrar los temas más caros a la mojigatería progre. Que se la tengan los abortistas, están en todo su derecho. Quizás los nuestros, escarmentados esta vez pero siempre infectados del silencioso tifus liberal, convoquen próximamente a la causa al gato Fritz.

Lo otro que salta a la consideración es ese tardío pronunciamiento de un vejete como Quino (86), que podría haber al menos insinuado en los tiempos de auge de la criatura de su invención alguna candorosa benevolencia hacia las escabechinas de inocentes. ¿A qué viene ahora, con la Parca a punto de darle alcance, a tomar tan explícito partido por la peor de las causas? Esto merece un desarrollo del que nos contentaremos con dar apenas los primeros pasos.

Si la llamada «Escuela de Frankfurt» ha sido la gran propiciadora de la revolución cultural para nuestros tiempos (revolución cultural lo fue también la Ilustración, que culminó en la sanguinaria revolución política de 1789, y Dostoievski no deja de señalar el fermento demoníaco actuante entre los usos y las modas de las clases cultivadas de su nación varias décadas antes del bolchevismo), a las premisas de aquéllos, suficientemente inoculadas entre quienes estaban en condiciones de prestarles oído, debían seguirles sus obligadas consecuencias. Que son tantísimas: desde el funesto hábito de las mujeres que ya no se distinguen de los hombres al vestir hasta la auto-lesión indeleble por medio del tatuaje, que evoca las yerras de esclavos (es muy de sospechar quién el amo que insta tales homenajes). Hasta en sus resonancias se nos antoja notar en los nombres asociados de Adorno & Marcuse una firma abocada a la fabricación de bombas de relojería.

La revolución les entró por los poros, como un juego inocuo, y coquetearon con los Beatles (como Quino) porque sus canciones eran pegadizas y exaltaban la libertad. Hoy sacrifican niños a Moloch. Porque en la concepción movilista de las cosas late una precariedad siempre insatisfecha, «un agua que vuelve a dar sed» una vez bebida, y que muestra su rostro horrendo recién al final de la jornada. Las doctrinas que niegan la determinación del ser y lo que hay de inmutable en las leyes que rigen todo lo que existe, acaban deduciendo siempre nuevas y más escabrosas consecuencias de su pésimo error de perspectiva.

 Ahí está el gobierno de maleantes que durante doce largos y expoliados años se abstuvieron al menos de dar este paso. ¿Dejaron entonces de hacerlo por mera "prudencia política", porque no era el momento oportuno? Puede ser, aunque no es menos probable que ahora lo hagan arrastrados como por un ímpetu ciego latente en su infame cosmovisión, que los vuelve capaces de adentrarse cada día un poco más en el abismo. Tanto, que para explicitar sus intenciones necesitaron asociarse en esto con quien funge como su principal enemigo político, con quien ahora confluyen en idéntica orgía de sangre. Que Dios los maldiga.

sábado, 21 de julio de 2018

UNA DE ZAPATAZOS

Reseña de APOLOGÍA DE LA TRADICIÓN (Post-scriptum del libro El Concilio Vaticano II - Una Historia Nunca Escrita), Roberto De Mattei. Ed Lindau. 2018. 

por Dardo Juan Calderón

Parecería que no corresponde hacer un comentario sobre el Post-scriptum de un libro que uno no ha leído (ni va a leer); salvo que ese post, en realidad sea la explicitación de la razón que ha llevado a escribir el libro en cuestión. Y creo que estamos en ese caso.

No sería una originalidad afirmar que De Mattei lidera una variopinta corriente que se opone con todas sus fuerzas a la ideología que surge del papado de Francisco, contra el que convoca a los fieles y a la curia para una reacción contestataria, a fin de impedir en todo lo posible una falsificación o impostura de la doctrina católica para una claudicación del mismo catolicismo como fuerza vital de una civilización. Pero tengamos bien entendidos estos dos puntos que acabamos de resaltar: Iglesia por un lado y civilización cristiana por el otro, pues será una de las claves de entendimiento de esta obra que comentamos y sobre lo que volveremos.

En este breve ensayo el autor, sin nombrar al atacado y dando un tono positivo a su título, no puede ocultar que se trata más de una “Catilinaria” que de una “Apología”. Y lo que pretende es llegar a los fieles católicos que se ven impedidos de sumarse por reflejos conservadores, para convencerlos que lo que corresponde en este crítico momento de la Iglesia en una fidelidad verdaderamente “cristiana”, es la clara impugnación a la persona, al gobierno, a las ideas y a los hechos que impulsan el actual Pontificado. En suma, la propuesta –si la expresáramos en un gesto islámico- no es la de un golpe de estado, sino la de arrojar un zapato a Francisco. Gesto que si se multiplicara así de rotundo y si se prescindiera de los fundamentos jurídicos, filosóficos y teológicos, daría cabal cuenta de nuestro estado de ánimo como fieles católicos y aportaría un buen dato al demagogo para una toma de conciencia de su error.

Miles de zapatos arrojados contra las ventanas del Vaticano sería una suficiente y maravillosa lección de “sensus fidelium”, y no puedo negar que nosotros hemos acogido entusiastas esta intención en propuestas motorizadas por el autor. Pero por gracia y desgracia, no somos musulmanes. Estos tienen hasta hoy la suerte de no tener ni derecho, ni filosofía, ni teología; sino obediencia ciega o zapatos lanzados. (Hay un movimiento que proviene de Rusia –que ya se le había ocurrido a Guenon- y en el que se enrola el españolísimo Don Sixto de Borbón, que quieren arruinar esta espontaneidad y simplicidad musulmana proveyéndolos de una “doctrina” y llamándolos a un “Concilio”. ¡Alá los libre!).

El asunto es que nuestra “occidentalidad” parece exigir que un zapatazo no es adecuado y tenemos que tener fundamentos científicos para la repulsa. Y de esto se trata este breve ensayo, que comienza por el ejercicio de aquella ciencia en que el autor es indiscutible perito –la historia- con la cual pretende aplacar las inquietudes de los católicos “correctos”, recordándoles en sabias lecciones que hay en nuestra historia numerosos casos de malos pontífices, de reyertas, de errores y de idas y vueltas de lo más intrincadas. Que grandes Santos de la Iglesia han enfrentado a muchos Papas nada santos, y que nada de esto nos debe turbar. Y en esto estamos de acuerdo.

Pero terminada esta introducción vienen los fundamentos jurídicos, filosóficos y teológicos para explicar el desafuero –asuntos en los que el autor no es perito– y allí entramos a padecer. ¡Cuando en realidad estos no son tan necesarios! y explicaré este exabrupto.

Cuando Monseñor Lefebvre se plantó de frente al Concilio Vaticano II, lo hizo porque sabía que debía hacerlo, y sabía que esto traería innumerables cuestiones a zanjar, las que de hecho se fueron planteando desde muchas perspectivas, ya como objeciones ya como justificaciones, de lo que fue su conducta como Príncipe de la Iglesia. Una gran confianza en su fe y un sentido firme de sus deberes como Obispo le dictaron una conducta: debía salvar el Sacerdocio Católico al que este Concilio demostraba en los hechos no sólo debilitar, sino hasta casi extinguir junto con nada menos que la Misa. Este era el deber de su consagración, asegurar la función de santificación, y esto no podía ser, en su puntilloso cumplimiento, una “falta” contra la Iglesia de Cristo. Las cuestiones que se suscitaran por su conducta, en el plano jurídico, filosófico y teológico, deberían ser contestadas –ante la novedad- con el tiempo, solucionadas sin duda alguna, porque el bien común de la Iglesia así lo imponía. Pero él no tenía todas las respuestas, tenía la guía segura de su Caridad y confiaba en que las respuestas llegarían, en su momento, de buenos juristas, de buenos filósofos, de buenos teólogos y… finalmente, y “necesariamente” (como lo demuestra el autor con su introducción histórica) ¡de un buen Papa! que es el único que podría definir, juzgar y cerrar el conflicto creado. Y hasta ese momento había que ejercer las “facultades”, como se dice en los toros.

Pero el autor –y muchos otros apurones- se tienta, y a tientas, ensaya un fundamento para una reacción que acierta en el blanco al definirla como proveniente del “sensus fidelium”, pero al que no alcanza a definir ni comprender. Y a fin de sumar prosélitos a la sin duda buena causa, retoma el argumento de cada uno de ellos y los mezcla en un contradictorio collage en que las más diversas razones se confunden. Ortodoxas y heterodoxas son bienvenidas mientras sumen.

En semejante caos argumentativo, lo que entendemos claramente opuesto a la doctrina lo vemos salvado a pocos párrafos y nuevamente negado a los otros dos. Pero, no permitiéndose en buena fe el mismo error del lenguaje conciliar -la ambigüedad-, cae derechamente en la contradicción, pero tan profusa, que sin quererlo vuelve a ser ambigüedad.

De todas maneras, en semejante desorden hay un muerto, y bien acuchillado: el Magisterio Petrino; y con ello aquel “sensus” queda colgado del pincel. Y todo esto porque hay que hacer caducar al “magisterio conciliar”, y para ello a todo magisterio por definición, y ¿cuál sería el criterio que guía la fe? y se arma un batuque de proporciones. Porque si el magisterio no es la clave que asegura la fe, es decir que este no es la “regla próxima de la fe” (lo que expresamente niega el autor) la clave es “la tradición”, pero una tradición sin magisterio, y entonces, la tradición es el “sensus fidelium” de los fieles (¿¡!?) ; pero resulta que el sensus fidelium es “la docilidad del pueblo al magisterio”, y sin magisterio ¿qué es? , y nos dice que parece que es ciencia infusa, o no, mejor, una especie de “instinto” pre-racional que recibimos en el bautismo previamente al “credo” que en él públicamente se expresa y al que se da aceptación, porque este es magisterio. Y si esto no es inmanentismo…. Y también la solución puede ser la hermenéutica de la continuidad, pero resulta que no sólo no lo fue, sino que una solución que implique una hermenéutica ya es un caos, porque nunca define… ¡¡¡pum!!!. Es para balearse en un rincón.

El gran problema con el Concilio, al que criticará, pero al que citará a cada paso, no es que haya sido bien defendido, sino que siempre ha sido mal atacado. Esa es la gran fortaleza del Vaticano II, y Benedicto XVI –héroe del autor– no lo defiende, sino que lo ataca después de haber sido coautor, pero lo ataca tan mal que lo deja fortalecido. En general todo el ámbito “tradicionalista” y “conservador” cometen este defecto. En fin, todo esto es una locura porque simplemente no se atreven a -desde la docilidad al Magisterio Preconciliar- tirar un zapatazo al Concilio y a todos los Papas conciliares que han dejado de hacer magisterio y están balbuceando en torno a herejías y blasfemias desde hace varios años. Asunto que es evidente no sólo al sensus fidei sino al sentido común (no necesito un gran fundamento teológico para saber que los divorciados no pueden comulgar, que las mujeres no pueden ser curas y que los maricas están en pecado mortal), pero zapatazo al Papa cuyas consecuencias y fundamentos deben ser digeridos con mucha calma por santos teólogos y que sólo encontrará el final feliz en la sentencia de un Papa, si así Dios lo quiere.

Yo podría decir que el asunto ha sido zanjado por la obra del Padre Álvaro Calderón, pero no es así, en esta obra el asunto cobra un discurso teo-lógico (y en esta obra es teo-ilógico) zanjando las contradicciones internas y volviendo a calibrar el Magisterio Petrino en su lugar, y propone una salida, que será finalmente salida si un Papa lo define, porque gracias a Dios, el Padre no es Papa. Endemientras, nosotros los fieles tenemos un sentido adquirido de fe, que no es un instinto ni una ciencia infusa, sino que es nuestra formación y docilidad en el Magisterio anterior al Concilio, el de Aquellos Papas que “definieron” –no hermeneutizaron- y que esas definiciones no son otra cosa que la “Tradición”, que se transmite desde los maestros y no desde los alumnos.

Pero volvamos al asunto que dejamos planteado más arriba, el problema del autor no es la teología, y me atrevo a decir que no es sin más “la Iglesia”, sino que es “la civilización cristiana”. Y sin duda alguna, Benedicto es un destructor de la teología, pero sostiene una civilización occidental, europea o como queramos llamarla, que aunque incluya la filosofía alemana moderna, hace pensar en la posibilidad de una restauración civilizadora a partir de ciertas bases morales y culturales, como lo fue Juan Pablo II y los dos anteriores. Quizá en manos de alguna internacional masónica europea –según el chisme de Malachi Martin–, siendo que Francisco tira al suelo todos los bastiones porque además es un tarambana sin raíces (de los que solemos fabricar en serie en esta pobre América). Pero… ¿hay bastiones que no necesiten fundamentos teológicos? ¿No será que a Francisco le es fácil porque existe el trabajo previo de los otros? Los italianos suelen confiar demasiado en la cultura, y entiendo que vivir rodeado de lo mejor de ella produce la impresión de que eso no puede ya no significar nada ni influir en nadie, salvo para el turismo japonés.

Sigo dispuesto a acompañar a De Mattei en toda iniciativa que implique tirar zapatos contra las ventanas del Vaticano, pero no tanto en tratar de digerir sus fundamentaciones teológicas sobre una actitud para la que basta el sentido común, pues su Apología de la Tradición es un dislate de proporciones que concluye en anclarla en el peor de los sitios, el de una masa amorfa que responde a sus instintos a la que llama “sensus fidelium”.

miércoles, 18 de julio de 2018

ANATHEMA SIT BERGOGLIO

Retrato al natural de Francisco I.
un papa en consonancia con los tiempos de la Iglesia y del mundo
Quizás el aporte mayor de Francisco a la crisis inaudita que embarga a la Iglesia sea el de disipar esa ya inveterada perplejidad de las generaciones que asistieron al salto mortal de la Jerarquía conciliar -perplejidad que algunos, como Robert Beauvais, supieron compensar hace ya varias décadas con epigramáticas expresiones de certeza no exenta de alguna hilaridad, como en su Nous serons tous des protestants. A la manera en que lo hace la flora intestinal, facilitando el proceso digestivo, los bergoglemas y bergogliadas lanzados a troche y moche en estos locos años en que Calígula se sentó en el trono de Pedro han venido a cumplir la digestión final de las novedades rahnerianas procesadas sin tanta prisa en los pontificados anteriores. Tal como en la Misa se perdió la orientación (que se presume, por la fuerza del vocablo mismo, ad orientem), con rigurosa concomitancia vino a triunfar en todo ámbito de doctrina la «des-orientación demoníaca» de la que sor Lucía de Fátima había advertido sin rodeos.

Francisco viene a consagrar, al fin, esa nueva orientación que emplaza al hombre o a la más vaporosa «humanidad» en el Sancta Sanctorum. Y lo hace impugnando en brillante síntesis las mismísimas Sagradas Escrituras y la eficacia de los sacramentos, como cuando afirma en Amoris laetitia (§122) que «no hay que arrojar sobre dos personas limitadas el peso tremendo de tener que reproducir en forma perfecta la unión que existe entre Cristo y su Iglesia». El silencio "inverosímil" de la Jerarquía ante todos los atropellos de Bergoglio -tal como han calificado a este silencio algunos autores que asisten al estropicio mesándose las barbas-, cobra plena verosimilitud por mor de un proceso que tiene al Deslenguado como remate y término. Nada tan nuevo bajo el sol primaveral inaugurado por el fofo optimismo de Juan XXIII, el «Papa pánfilo».

Así nos lo advierte Miles Christi en un trabajo densamente documentado que anda circulando por estos días, y que reclama el merecido anatema para Bergoglio. Trabajo en el que la antología de desafueros verbales se vertebra en atención al pasado inmediato, pues «los errores bergoglianos se originan en el Concilio Vaticano II», como el autor lo demuestra con solvencia, aunque con Bergoglio «la revolución en la Iglesia ha alcanzado un nivel inédito, ha efectuado un auténtico salto cualitativo, haciéndose omnipresentes el error y la mentira, la blasfemia y el sacrilegio, los que se manifiestan ya con tal desvergonzado impudor y con un tan frenético recrudecimiento, que vuelven irrespirable la atmósfera espiritual». Y en tensión hacia el futuro, dando cuenta del «aspecto escatológico de la crisis actual, recordando, al decir de San Pablo, que "Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman" (Rm. 8, 28). Y que el pleno desenvolvimiento del misterio de iniquidad, incluso "en el lugar santo" (Mt. 24, 15), es permitido por Dios para hacer brillar aún más su triunfo al tiempo del Juicio de las Naciones, el glorioso Dies Irae en el que será destruido el imperio del mal.»

Recomendamos a los lectores remitirse a estas páginas (que son un escabroso inventario de sandeces, blasfemias y herejías salidas de la boca de aquel que debiera ser el principal testimonio de la Verdad) a los fines de afianzar la virtud de la esperanza. Valga la paradoja, pues paradójica ha sido la victoria de Cristo en la Cruz, modelo indeleble de la que aguarda a realizarse en la consumación de los tiempos.

Enlace a «Anathema sit Bergoglio» (pdf), aquí.

lunes, 9 de julio de 2018

AL COMBATE


por Juan Roble
   
[Que el cristianismo no sea una cosa lánguida y desfalleciente, como lo supone la inopia de sus detractores, es cosa que tenemos por suficientemente averiguada quienes militamos bajo esta bandera. No habrán faltado tergiversaciones con apariencia de virtud y sustancia de gazmoñería para abonar el juicio del adversario, pero incluso esas tergiversaciones sirven para testimoniar la realidad de un conflicto que los aturdidos desconocen: aquel que se libra a cada instante, en palabras de Thibon, entre la vida y el espíritu, entre aquel «conjunto de elementos por los cuales el hombre es parte del universo sensible (cuerpo, instintos, sensibilidad bajo todas sus formas)» y aquello «que en él emerge fuera del Cosmos y escapa a su necesidad: la inteligencia y la voluntad con todo su cortejo de exigencias suprasensibles».

La síntesis plenificante de ambas la realiza sólo nuestra santa religión, la única que significativamente afirma entre sus dogmas el de la resurrección corporal. Barrunto de lo cual es la profunda simpatía cristiana por la Creación, pero por una Creación que, lejos de todo alarde de autosuficiencia, espera ansiosamente ser librada de las garras de aquel que la tiene sometida, princeps huius mundi. De aquí la distancia que media entre una literatura cristiana que reconoce este misterio y este desgarro y ciertas formas naturalistas -"folklóricas" o no- que acaban rindiendo culto a la necesidad, a la inercia, a los crueles principados preternaturales.

El texto que presentamos a continuación, fruto de una colaboración literaria para nuestro solaz en estas horas de ardua lucha, nos devuelve esa impronta de la buena percepción cristiana del mundo. Donde incluso cierto combate referido con gracejo por autores profanos como Apuleyo (El asno de oro, libro II, cap III) es integrado en una visión por siempre más feliz y casta que la que podía ofrecernos el magín pagano]
       

Es una luminosa tarde de otoño y dejo a un lado los papeles decidido a ponerme en acción, los hombres me urgen. Bajo con paso marcial –con gran ansiedad- los altos de Vistalba, y entre jarillares me dirijo hacia las prolijamente labradas “Viñas de los Españoles”, pensando ceñudo una estrategia para una batalla que no sé bien dónde está.

Cuando… en ese momento, me acaricia indiscreta la cabeza una oblicua tibieza del sol de mayo. Me cubre como una caperuza hasta los hombros y quedo repentinamente sin pensamientos. Sólo escucho un viento rumoroso en el que creo descubrir el ensayo de una melodía que me distrae del empeño; afina el instrumento dando notas que prometen sinfonías al rasgar, con su arco invisible, las secas hojas de los álamos que en un in crescendo comienzan a vibrar en acordes de un amarillo intenso.

Al doblar la esquina encuentro, entre las fincas, el pedregoso y estrecho callejón de Las Palmas que estalla en mi cara con diáfana y potente belleza. Me golpea el pecho como un mazo y -ya sin aliento- me convierte al instante en el santón de alguna antigua y olvidada religión pagana dedicada al vino. En la que la fe ya no se hace necesaria ante la evidencia de Dios en todo. Soy sólo paisaje, ojos, oídos y acelerados latidos.

Me recuesto aturdido en el tronco agonizante de un olivo derrumbado, rugoso y retorcido, que todavía clava algunas raíces en la tierra y asoma unas ramas que adivino efímeras. Paso a ser uno más de aquellos brotes alertas al divino concierto; colores, sonidos y perfumes que la calleja vacía derrocha pródiga y anónima para nadie; porque sí, por pura virtud.

Se muestra espléndida como la nave de una angosta e infinita catedral, encolumnada por una interminable fila de ciruelos, de negros y jóvenes troncos, a los que corona una imponente fronda de intenso bordó que, si bien se cierra en un techo de ojivas entretejidas que la ensombrecen, deja pasar los rayos sepias del sol que al descomponerse van dibujando vitrales gloriosos. Alfombrada en rojo por las hojas que quita el viento a los centinelas -las que arranca con un suave tirón que los mece dispares pero armónicos, como la música a un coro- se me presenta cual un promisorio camino nupcial.

Primorosas las acequias, lucen contra los alambres las flores de las arvejillas trepadoras en fucsia, amarillo y violeta que resaltan sobre el fondo verde intenso de la chipica húmeda y, como rulos de angelitos rubios que espían entre la hierba, asoman los espinados retortuños. Las aguas de riego gorgotean cristalinas y veloces por las cunetas musgosas, como llevando el susurro entusiasta de una buenanueva. Revoltosas se saludan divertidas al separarse en la punta de diamante de un comparto.

Ya no me muevo, tengo la sensación vertiginosa que tras este camino de cielo me espera una novia encantadora y tenebrosa, a la que creo ver al fondo, de blanca túnica y cara angulosa. Un terrible cansancio de los hombres me invade y me invita a seguir a su encuentro; pero la calle me detiene y me consuela, el acierto de su otoño es contundente, eterno y nuevo como la Verdad, y me olvido de ellos, de mí y de la urgencia.

Estoy paralizado y no atino a seguir. Han cesado las preguntas, todo es una enorme respuesta con Ella al final esperando con un ramillete de lirios violetas. Pero aún tentado no puedo acudir. Soy el brote milagroso del tronco desplomado y me quedo a sentir su savia subiendo por mi cuerpo, apenas un hilito, cálido y fugaz, que me da este instante eterno de vida. Quizá sea yo su último esfuerzo vital, generoso y gratuito, y me sirve de excusa el que irme sería asesinarlo de tristeza.

Por entre las cepas aparece una serena yegua de tiro que, con su blancura, irrumpe el cuadro como una hoja que cae en un estanque de agua quieta, pero rápidamente pasa a explicarse en el paisaje y trae mayor paz. Me mira extrañada con una brizna de centeno y menta que ha hurtado entre los surcos y que se va perdiendo dentro de su bozo rosado que dibuja un beso; pero esos ojos tristes - casi humanos - en los que me reflejo, me traen al tiempo. Sospechándome ajeno me estudia un buen rato y por fin me reconoce y acepta; se recuesta sobre la alfombra bermeja que han tejido los ciruelos, dándome de espaldas los lomos yugados que exhalan dulzones sudores de pasto.

“¿Qué debo hacer?” pregunto en un gesto. Y girando una de sus orejas gruesas y peludas, ya sin mirarme, me contesta mientras muerde un tronquito crocante de hinojo: “Solo nosotros los brutos y este paisaje quieto sabemos de trabajos y logradas batallas. Tiro del arado y me gano mi pienso; mientras, con poco aspaviento, los árboles dan frutos sin cálculo, y al final de la cosecha, cuando el zonda cubre de polvo el cielo de otoño, casi sin ser descubiertos, con un poquito de agua, con un poco de silencio, vamos rezando esta trampa de sutil aroma a orujo e incienso que trepa hasta el cielo. Donde se atrapa algún alma que busca un motivo incierto”.

El sol se ha escondido por detrás del cerro y el aire me trae, desde los fondos de una vieja casona de adobe, el llanto de un niño, ladridos de perro, el crepitar de leños de un horno de barro que fuma rechoncho un corto cigarro. Y entonces me llega, como emplazamiento, el aroma a pan que se está cociendo. Recuerdo mi hoja en blanco, los amores y los besos que están esperando. Recojo mi alma con un duro esfuerzo, me arranco con quejas del árbol caído y tras de un vistazo, celeste y mojado, a paso cansino retorno a mi casa.

Retomo la cuesta juzgando azorado que ya no me acuerdo por qué la he bajado; no es lo que pasa – me digo - sino lo que espero, fijado en el alma. Como esta tarde de otoño en Vistalba. En que fallé a la cita de mi amante trágica que tranquila aguarda, allá por Las Palmas, con lirios violetas y salmos en gualda. Acelero el paso hasta el enrejado cerrando la puerta con doble cerrojo tras de mis espaldas. Entre las cortinas de una ventana se ven las siluetas que hierven cacharros sobre la cocina y amadas mujeres desgranan sin tono diez avemarías, que aunque me he propuesto, rezar no he podido.

Transcurro la puerta, he vuelto a la vida a dar mi batalla. Tengo la estrategia. Yo soy ese tronco que se va muriendo mientras da la savia a los verdes gajos que se van soltando mientras me asesinan, con dulces lanzadas de las despedidas. Un fugaz hilito que quiso ser cálido, que dar pretendía un instante eterno, en contra de un mundo urgido y rapaz.

Miro con el alma hacia la calleja ¡Aguárdame un día! ¿o una semana? Ya no es por mi tiempo, que espero mañanas que ya no son mías. Por mi te lo diera en cualquier momento, poniendo en tus manos repletas de lirios -por aquella calle que espera en Vistalba- mi último aliento.

Ya llegó la noche y caigo de espaldas, contra las de ella, mostrando en los lomos las marcas del yugo que de amor nos ata. Respiramos juntos pidiendo lo mismo. Y quedo dormido.

lunes, 2 de julio de 2018

ABORTO Y TEODICEA

Tal como ocurrió hace ocho años al promulgarse en la Argentina la ley llamada de "matrimonio igualitario" y el primer casorio de invertidos mutó sorpresivamente en ceremonia fúnebre de resultas de un paro cardíaco sufrido por uno de los "contrayentes", la justicia del Cielo parece haberse manifestado esta vez en relación con la avanzada abortista. Resulta que, en vísperas del tratamiento de la ley del aborto en la cámara de senadores, uno de sus principales impulsores en el Senado fue golpeado por la muerte, del todo impensada y accidental, de su mujer y su único hijo varón por inhalación de monóxido de carbono emanado por una estufa a gas durante el sueño. Parece que la noticia dio lugar a innúmeros comentarios en las redes sociales, destacando los medios masivos que algunos usuarios de las mismas celebraron el caso como ostensión de la justicia divina, lo que habría ocasionado la repulsa de aquellos no suficientemente horrorizados ante la matanza masiva de nonatos.

Aparte del obvio desquicio de la valoración moral en éstos que oscilan entre la mogijatería de ocasión y el aval a las masacres de inocentes, el caso permite reconocer cuánto corran parejas el desprecio de la ley de Dios y la pretensión de negar toda posibilidad de intervención divina en los asuntos de los hombres. Porque es noto que cuando se resiste al Supremo Legislador, se resiste a un tiempo al Sumo Juez. Si en la sociedad tradicional, que busca reflejar la jerarquía y el orden de la Creación, es el rey quien concentra los tres poderes, su desmentida revolucionaria y moderna -opuesta por definición a la reyecía universal de Cristo- no podía menos que minimizar la relevancia simbólica del hecho luctuoso, reduciéndolo a un triste infortunio. En este fétido contexto, el abolicionismo penal y otros trágicos dislates contrarios a la noción misma de justicia vienen a consonar con la sustitución de la Providencia por la fortuna ciega, del designio inteligente por el indescifrable arbitrio y del cosmos por el caos, en una funesta inversión y patulea que la pamplina optimista del progresismo debiera tener a bien examinar.

Cometido del Espíritu Santo sería, en palabras de Cristo, el de «argüir al mundo en lo relativo al pecado, a la justicia y al juicio» (Jo 16,8), donde el juicio señala el discrimen entre el pecado y la justicia, siendo que «el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado» y separado de la gloria que será el salario de los justos. Es del todo inherente a la naturaleza de la gracia, pues, el comunicar luces suficientes como para distinguir el bien del mal y atribuirle a este último la pena que le corresponde. La teodicea, en tanto manifestación del juicio de Dios en las cosas de este mundo, supone por lo mismo la conciencia del pecado y del castigo. Pues aunque «Dios hace salir el sol sobre justos e injustos», no es menos cierto que no demora la justa punición de aquellos que se insolentan contra Su trono.

Los necios se obstinarán siempre en desconocer otra causalidad que no sea aquella que se establece por el solo concurso de las causas segundas, aislándolas de la Causa Prima en la que tienen su fundamento ontológico, y cuando narren el hundimiento del Titanic lo explicarán por la distracción del piloto y la dureza adamantina del iceberg, sin la menor mención de aquella célebre alharaca proferida por el personal del buque con ocasión de zarpar: «ni Dios podría hundirlo». Del mismo modo, si el Señor le concediera aún nuevos capítulos a esta declinante historia universal, sería previsible que las naciones cómplices del descuartizamiento de sus hijos sucumbieran en apenas un par de generaciones al exterminio biológico y a su sustitución por otros pueblos. Una manifestación de la justicia divina comparable con ésta por algún ribete la vemos en el definitivo emplazamiento musulmán en aquellas áreas cristianizadas que, como el litoral mediterráneo por el sur y por el este, luego de caer en la herejía fueron presa fácil del sanguinario conquistador. La historia, maestra de vida, es también maestra de los rigores con los que la justicia de arriba castiga las abominaciones de los hombres.

Pues, como lo recuerda con impecable precisión Garrigou-Lagrange, «tres cosas hace Dios por medio de su Justicia: da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin, premia los méritos y castiga las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora misericordia». Para desgracia de todos, esta verdad antaño conocida se vio oscurecida -sobre todo en lo que trata a su tercer punto- por el formidable eclipse que el modernismo extendió sobre la doctrina católica. Se empezó por cercenar, en el Breviario, aquellos salmos que expresan el juicio de Dios sobre sus enemigos, como aquel final del salmo 109 en que «el Señor amontonará cadáveres y quebrantará cráneos sobre la ancha tierra», o el 62, en que los enemigos del salmista «bajarán a lo profundo de la tierra, serán entregados a la espada y echados como pasto a las raposas», o bien como aquel cántico de Judith (16, 17), que anticipa para los adversarios de su pueblo la venganza del Señor, quien «meterá en su carne fuego y gusanos, y llorarán de dolor eternamente». A los modernos liturgos estas descripciones les deben haber resultado excesivas y hasta fanáticas, desproporcionadas respecto del pecado al que remiten, por más que éste deba calificarse como infinito desde el momento en que ofende a un Dios de majestad y santidad infinitas. Y es que una raza que ha perdido el sentido del honor no comprenderá que el ultraje del honor divino pueda comportar efecto alguno, ni temerá ser barrida y sepultada por sus emisarios cósmicos. Es de este modo como se desalentó la oportuna atrición y se extendió la presunción de salvarse sin méritos (el pecado de Lutero, que constituye uno de los pecados contra el Espíritu Santo), cuando no la más completa incuria para con un Dios siempre celoso de su dignidad.
   
«Los terremotos, huracanes y otros desastres que azotan a culpables e inocentes por igual nunca son un castigo de Dios. Decir lo contrario significa ofender a Dios y al hombre», afirmó sin avergonzarse el predicador pontificio padre Raniero Cantalamessa ante un aquiescente Benedicto XVI el Viernes Santo de 2011, en referencia al entonces reciente sismo sufrido por Japón. Si con este viraje feroz en la doctrina no era suficiente, entonces llegó Francisco para afirmar con rotundidad, con ocasión del terremoto de México en setiembre de 2017, que «yo pienso que a México el diablo lo castiga con mucha bronca porque el diablo no le perdona a México que ella [con "ella" se refiere a la Virgen de Guadalupe] haya mostrado ahí a su Hijo». Es decir: acá el motivo que convoca el castigo no es ya el pecado sino la piedad filial, y quien tiene en sus manos el azote punitivo es el propio Satanás. Suponemos innecesaria toda glosa.

Pero creemos pertinente, contra la perversión de la fe católica alentada por una Jerarquía pasada en masa al otro bando, recordar que el aborto (en la línea del homicidio, del que es una especificación particularmente agravada) se cuenta entre los pecados que, según la Escritura, claman al Cielo. Lo que no aventura precisamente el olvido cómplice de Dios a nuestro respecto. Si la salvación de la patria es al precio de desatar la décima plaga de Egipto sobre los senadores alineados con el "sí", tal como ya sucedió con uno de ellos, desde ya que clamaremos por este escarmiento y lo celebraremos en caso de que el Cielo lo conceda. Pues «la indignación se enciende en mí a causa de esos malvados que abandonan tu Ley. Y tus decretos se han hecho cantos para mí» (Ps 118, 53ss).