lunes, 29 de abril de 2013

¿PROFETA O IDEÓLOGO? A PROPÓSITO DEL CURA ESCRITOR QUE PREDIJO LA ELECCIÓN DE FRANCISCO I

No será este el primer “aut… aut…” al que nos urja la modernidad tardía, verdadero brumario de las edades históricas, llamándonos a hendir la fosca niebla con el filo del bon sens. Pero (y aunque confiados en que el salubre ejercicio de la discriminación, hecho hábito y espuela, regala el inapreciable fruto de la certeza), malgrado nos, no evitaremos que en ocasiones el cabo se confunda con el rabo y el gato se tenga por el rato, y más en un clima de abigarramiento de novedades como el que padecemos hace rato. Al fin de cuentas, de noche todos los gatos son pardos.

No sabremos si el sacerdote apóstata y novelista Paolo Farinella, agusanado del más estulto progresismo, profetizó a pesar de sus mediocres dotes y de su evidente crisis de fe o si, más bien, adelantó como al sigilo las líneas de un programa pronto-futurible, de esos que se urden en las logias y se aplican en los Sacros Palacios. El don de profecía, como es harto sabido, no es gratum facientem: lo poseyó Balaam a su despecho; Caifás lo tuvo en muy impar sazón. ¿Es el caso de Farinella? De su novela Habemus papam. La leggenda del papa che abolì il Vaticano, publicada hace poco menos de un año, tuvimos oportunidad de leer algún que otro pasaje que estremece por sus coincidencias –prescindiendo ahora del grado de similitud de las mismas- con lo que se está viviendo en la Iglesia por estos días, no menos que por sus proyecciones. Dice el discurso de investidura de Francisco I –que así lo llama el novelista a su papa venturo:

«Con el cardenalato, que es el máximo honor que la Iglesia ha conferido hasta el día de hoy, he abolido todos los otros honores religiosos y laicos y títulos correspondientes, declarando sin valor todos y cualesquier títulos concedidos hasta hoy por la Iglesia. Monseñores, canónigos, camareros secretos y patentes, gentilhombres y caballeros… nadie tiene ya el derecho de adornarse con reconocimientos concedidos por esta sede apostólica. La Iglesia de Cristo no tiene títulos que conceder a los vanidosos del mundo, sino sólo servicios para ofrecer a los humildes de la tierra. Todas las riquezas de la Iglesia, comenzando por el Vaticano y terminando por la más pequeña parroquia perdida en la más remota campaña, serán destinadas a los pobres: mientras haya en la tierra un solo niño que muere de hambre, nosotros no tenemos el derecho de partir el pan de la Eucaristía» 

Otro Francisco, el salmantino Vitoria –acompañado en esto por Belarmino-, enseñó rotundamente que «si el papa, con sus órdenes y sus actos destruye a la Iglesia, se le debe resistir», entendiendo por destrucción de la Iglesia el incurrir en la derogación despótica del derecho positivo, como así también en la entrega del patrimonio eclesiástico a sus amigos y en el daño de la Iglesia militante. Conste que no hablaba del caso, impensable desde la doctrina de la infalibilidad, de un papa formalmente herético. Es muy de suponer que el malhadado Farinella, entusiasmado por la ejecución del programa pauperístico-utopista de sus desvelos, desconozca esta tan añeja como sensata advertencia. Sus aplausos y sus votos van, pues, para el que ose usurpar la máxima dignidad, haciéndose derogador de la ley y dilapidador de las temporalidades (para no decir de los símbolos y del esplendor cultual), sin las cuales la Iglesia no puede subsistir en el mundo.


El pauperismo y el despojo no son signo de humildad. Fue justamente Judas el que se escandalizó por el “derroche” de ungüento de nardo en la escena conocida como la «unción de Betania», oponiendo arbitrariamente la excelencia del culto con el servicio de los pobres. Bien señaló alguien que «rechazar la estética en nombre de una orgullosa y complacida “simplicidad” supone rechazar el fondo ontológico y metafísico, que no sólo didáctico y anagógico, de la Belleza y de los símbolos, lo que lleva a una desacralizante banalización, al desaliño litúrgico y al simplismo doctrinario típicamente protestante. La estética no es oropel sino atributo del Verum, y el rechazo de la Belleza es rechazo de la Verdad».

Pero hay más lana para hilar, y es la relativa al discontinuismo: a una personalidad obstinada en producir fragorosas rupturas desde el primer discurso Urbi et orbi, tal como lo vaticina nuestro escriba, no puede sino caberle una infatuación del todo demoníaca. El demonio, mico de Dios, no podría sino querer arrogarse el Ecce nova facio omnia con gestos tan estridentes como odiosos. Parece ser un achaque de la literatura italiana contemporánea -quizás porque la cercanía geográfica con la sede petrina y sus actuales intríngulis engendra tales morbos- éste de imaginar pontificados catastróficos y rupturistas: hace ya algo más de quince años, Sergio Quinzio dio a la imprenta su ficción sobre el último papa, Pedro II, olvidado para la opinión pública y recluido en Letrán, donde había transferido la sede pontificia. Después de presentar su segunda encíclica, Mysterium iniquitatis, en la que afirma como verdad de fe el fracaso histórico del cristianismo, Pedro II se encarama a la cúpula de la basílica de San Pedro para desde allí lanzarse al vacío y morir junto a la sepultura de Cefas.

La novela de Farinella ofrece un mayor verismo, una más preocupante adecuación al panorama que hoy se nos entreabre. Una y otra maniobra que le vimos ejecutar a su Francisco I –la maniobra del pauperismo por mor de los pobres, y la rupturista- equivalen, a su manera, a ceder a las dos primeras tentaciones sufridas por el Señor en el desierto (convertir piedras en panes y provocar a Dios), para confluir en la perversa síntesis de ambas, que es la tercera de las sugestiones del Maldito: la de alcanzar la propia exaltación a costa de adorarlo.

Pero más aterrorizante, si cabe aún más, es columbrar el alcance último de un programa tan siniestro: aquel que la Escritura, desde la célebre visión de Daniel (12, 11), conoce como la «abolición del sacrificio cotidiano», y que se sitúa en perspectiva ya plenamente esjatológica. ¡Cuántas generaciones de exegetas se habrán quemado los sesos queriendo entender cómo se concretaría semejante abominación, para que un mediano escritor hoy nos presente la posibilidad de un genial golpe de mano del Maligno, el de hacer cesar la Eucaristía con el pretexto de no ofender ya más a los hambrientos! Para obtener la obediencia a una tal sacrílega directiva, dimanada directamente de la espuria autoridad religiosa, no es difícil suponerla a ésta asociada a la civil, a la que le prestaría su ascendiente y su fuerza persuasiva. El poder de policía de esta última lograría hacer acatar la inicua disposición, para lo que el vasto aparato de la delación -hoy en tan ávido como fluido ejercicio- serviría ajustadamente.

R.R.P.P. Farinella y Farinello, dos re-intérpretes osados
del mensaje del Poverello. No sabríamos con cuál de los dos quedarnos.

A propósito de R. H. Benson –al que podría agregarse el nombre de Soloviev- la Enciclopedia cattolica publicada en Roma en 1948 no hesita en señalar que el Anticristo «es el naturalismo humanitario que practica la moderación y la paz y, con medios legales, vacía el catolicismo; con simplicidad persuasiva opera el nivelamiento laico y la unión de los hombres para los goces terrenales, despertando la universal aprobación». Nótese que san Agustín llamó civitas hominis a la antagonista de la Ciudad de Dios; cuando empleó la expresión civitas diaboli, que podría tenerse por más obvia, lo hizo aludiendo a la consumación última y sangrienta de los proyectos de aquella "ciudad del hombre". El humanismo especificado en humanitarismo, en solicitud por los pobres, dando aparente (e inmanentista) respuesta al apremiante imperativo de justicia, en un mundo desfigurado por la idolatría y sus consecuencias: tal es el progresivo desenvolvimiento del esquema político del Padre de la mentira, para lo que es menester que la última garantía visible de la unicidad de la Iglesia y la inmutabilidad de la fe, esto es, el papado, sea tomado por asalto y rebajado, cuestionado por el mismo que lo ejerce. Este plan, audaz y tenebroso, lleva al menos dos siglos de incubación. 


Hay un viejo adagio según el cual «a algunos papas Dios los dona; a otros los tolera; a otros, en fin, los inflige». A tiempos críticos como los nuestros pareciera tener que corresponderles la primera o la última de estas posibilidades, esto es, el papa santo, que restaure heroicamente a la Iglesia en Cristo, o el papa-azote, bestia terrena que haga confluir su acción a la mayor gloria de la bestia marina. Soloviev, en su visión de las postrimerías, supo describir el complejo carácter del Anticristo como el de un hombre desinteresado, capaz de agradar por ser amigo de los necesitados, un hombre creyente en Dios «pero que en el fondo de su alma se prefería a sí mismo». Roguemos instantemente para que las páginas de Farinella no ofrezcan sino una profecía fallidaque no un programa listo a aplicarse.