martes, 28 de noviembre de 2017

DE PROFUNDIS

Casos como el de los mineros sepultados bajo tierra y rescatados al filo de la muerte, o el de los tripulantes del submarino siniestrado, capaces de atizar el horror y la conmiseración de una entera nación, tendrían que dar también lugar a una reflexión desgraciadamente vedada a la conciencia de nuestros contemporáneos, sobremanera ocupados en aprovechar las promesas del black friday. Pues aunque hoy se den las condiciones necesarias para suscitar una tragoedia praetexta de carácter inédito (osadía del hombre munido de recursos técnicos capaces de hurgar en las entrañas del abismo terrestre y del marino; inmediatez de los medios para divulgar cualquier detalle concerniente al luctuoso asunto, incluida la espera ansiosa de los familiares de las víctimas y el juicio técnico de los expertos), hay una parcela de las cosas irreductible a la mera historicidad y a las ilusiones del progreso que le fue indoloramente amputada al hombre como para que éste repare en la falta.

Una parcela, es decir: el núcleo. Se trata de la conciencia moral, sacrificada al ídolo del propio vientre o de las propias alforjas, del confort o de los entretenimientos, que tienden un velo espeso sobre la impostergable consideración de los novísimos, dándole al viador la ilusión de un eterno tránsito sin meta, un perdurable rebotar humano entre las cosas, al modo del judío errante de la fábula. Pues la sociedad post-cristiana, judaizada y domesticada primero por el patrón oro y luego por el gran dinero etéreo, ha emprendido su propia diáspora, y por eso cunden las migraciones masivas, el desarraigo, la continua mudanza local y la volatilidad patrimonial, que a menudo no dura dos generaciones.

Desconocida al día de hoy la causa del desolado siniestro naval, la danza de las hipótesis evoca razones varias pero coincidentes en su carácter de expresión política de unos tiempos insuperablemente viles: la negligencia en la guarda de la soberanía, que ha hecho carrera desde la derrota de Malvinas con monolítica continuidad de uno a otro gobierno, hasta alcanzar recientemente la práctica desaparición de la flota aérea de combate; la corrupción, por la que en su momento se sobrefacturaron tareas de mantenimiento y reparación de la nave que ni siquiera se realizaron en los términos prescritos; el ataque exterior por un posible acercamiento del submarino al área de exclusión impuesta unilateralmente por Inglaterra en torno de las Malvinas -dato que, de ser cierto, estaría en conocimiento de los altos mandos de la Armada y del presidente, que continuarían con la pantomima de la búsqueda y rastrillaje para no tener que pedir cuentas de su enésimo crimen a los invasores, ahora reconocidos como amigos. Una posibilidad más denigrante que la otra, todas en el mismo contexto de la consabida rapiña pesquera en el mar argentino, de las exploraciones para dar con pozos subacuáticos de petróleo a entregar al mejor postor y de ejercicios militares conjuntos programados con Estados Unidos y Gran Bretaña, que ya se pasean por la Patagonia como dueños y señores de estos páramos.

Tal la esfera de las posibles causas inmediatas, el drama del submarino parece también hecho a la medida de la humanidad hodierna y un reflejo de su suerte: la ineluctable suerte que cabe aventurarle al pecador empedernido y el hundimiento irremontable que supone la impenitencia final. Pero también, y ya sin apurar las proyecciones, es un retrato del instante actual del hombre embebecido en lo superfluo, que a menudo sufre, sin querer percatarse de ello, la angustia abrasadora de haber negado y rechazado a su Redentor, lo que lo mantiene en unas simas inaccesibles a la gracia. Cosa que en la res pública se traduce, según la conocida figura quevediana y a despecho de las orgullosas prerrogativas del hombre nacido de las cloacas de la Revolución, en la vigente tiranía de Satanás y en el rechazo radical de la política de Dios y el gobierno de Cristo.

A la luz de lo que exhibe su De profundis, es para dudar que la oportunidad de la cárcel haya suscitado en Oscar Wilde una atrición suficientemente viva: más bien le permitió padecer como un desgarro, con inocultable amargura, el contraste entre su anterior vida disoluta y los trabajos forzados a que se hizo acreedor: sabe Dios si le bastó con eso. «Mártir de su propia excentricidad y de la honorable Inglaterra», según lo retrata Darío, el irlandés debió aprender en el presidio que «las deformidades, las cosas monstruosas, deben huir de la luz, deben tener el pudor del sol».

Las deformidades y las cosas monstruosas hoy se exhiben como a timbres de honor, y el hombre se jacta de sus abominaciones a plena luz del día, satisfecho de contrariar aquello que pone san Juan en su Evangelio: quien obra mal odia la luz, y no va a la luz, para que no se descubran sus obras. Como en los tiempos de Sodoma, según el Señor nos advirtió acerca del carácter de los días postreros, se peca ya sin vergüenza y con toda arrogancia, porque «sobreabundó la iniquidad y se apagó la caridad en muchos». Pero hay compensaciones necesarias: lo sabían los creadores de la tragedia antigua, que ni siquieran sospechaban la llegada de los tiempos mesiánicos pero admitían la existencia de una justicia sobrenatural que no tardaba en imponerse a los desafueros de los mortales. En la misma medida en que la reyecía del Señor siga siendo rechazada, tanto más espesa caerá la noche, peor que la de submarinos desbarrancándose irremisiblemente por el talud continental.