lunes, 11 de abril de 2016

«APACIENTA MIS CABRITOS»

Era precario, imposible el equilibrio -un equilibrio de equilibrista, entiéndase, por lo circense: circundado de payasos y chimpancés, y de redomonas fieras- este que la Iglesia conciliar, en sus insulsos y prescindibles documentos, pretendía sostener entre los dos polos de la adhesión (siquier nominal) a la ortodoxia y el halago del mundo: ese mismo mundo que pronto se reveló insaciable en sus avances, reclamando siempre -según lo anticipara una célebre novela de casi cien años atrás- una nueva trahison des clercs. En el declive que corre entre ambos polos, con la Verdad crecientemente asordinada y revestida de vegetación parásita, iba a llegar el día en que se le concediese al enemigo el bocado más discutido y denegado. Había que oficializar el sacrilegio, ponerlo en palabras escritas por el mismo Papa, tarea para la cual ideólogos de la talla del cardenal Kasper (comisionado en su momento para abrir el debate en torno de los posibles cambios en la disciplina sacramental) vienen esparciendo sus gases letales con el beneplácito de sus superiores -que llegarán un buen día a otorgarles la merecida púrpura- ya desde el inmediato post-concilio, cuando eran capaces de escribir que
«un Dios entronizado sobre el mundo y la historia como un ser inmutable es una ofensa al hombre. Debemos negarlo por el bien del hombre, porque reclama para sí una dignidad y un honor que pertenecen por derecho propio al hombre» (Walter Kasper, Gott in der Geschichte. Gott heute: 15 Beiträge zur Gottesfrage. Mainz, 1967).
Delicias del levantamiento de la censura eclesiástica (que vino a ser al modernismo lo que la imprenta significó para la propagación del luteranismo), no hace falta mencionar los resultados de este nuevo género de libertades: basta asomarse a la vitrina de cualquier librería -digamos- católica, o echar un vistazo a los boletines que circulan en las parroquias los bullangueros domingos, cuando se celebra el mero ágape fraterno.

Curiosamente en esta sazón, los medios masivos, intérpretes a la par que inspiradores de las ventrales expectativas del mundo, resultaron hermeneutas mucho más sagaces que la mayoría de los medios católicos (los de su vertiente neocon, pero increíblemente también los de algunos que han mantenido una actitud crítica respecto de este pontificado) que se apresuraron a precisar que "aquí no ha pasado nada", "el Papa, aunque con las ambigüedades de rigor, no apuró el salto al vacío que alentaban los revolucionarios", etc. Sin dudas que la angurria progre debió quedar insatisfecha con dos o tres notas a pie de página en que se concedía lo inaudito en voz apenas baja, o con las camaleónicas denuncias de la ideología de género, trampa cazabobos de esas a las que Bergoglio suele recurrir a sabiendas de que hará con ellas pingüe cosecha entre "conservadores". Pero no, los medios que clamorearon la apertura de la Iglesia a los "arrejuntados" no distorsionaron nada: simplemente entendieron lo que se estaba concediendo al fin -quizás notificados por la misma oficina de prensa de la Santa Sede, que pudo haberles ahorrado la indigesta lectura del documento, limitándose a señalarles los escasos párrafos con sus respectivas notas que respondían al secular reclamo mundanal: estamos hasta el tuétano del maquiavelismo clerical como para no admitir esta realísima posibilidad. Para mayor confirmación de lo rectamente colegido por la prensa, ahí está la vaticanista de La Nación, relamiéndose los bigotes al reportar que «al día siguiente de la publicación de Amoris laetitia, [...] el Papa le dio ayer un "significativo abrazo" a un grupo de 50 ex prostitutas y transexuales oriundos de diez países». Esto también cae a cuenta de la conocida estrategia de Bergoglio: proliferar "gestos" y acciones que vayan más allá de las palabras y orienten su única interpretación plausible.

El caso es que Francisco, con ese típico apego de los mediocres a sus propias irrelevantes ocurrencias, empieza desde el vamos alentando engañosamente a los normalistas con aquella temible sentencia de la Evangelii Gaudium que reza que «el tiempo es superior al espacio», empleada ahora para desanimar a quienes esperaban que las discusiones doctrinales mantenidas en ambos Sínodos se dirimieran con intervenciones magisteriales. Es una críptica concesión al historicismo a la vez que una falsa garantía de no innovación al presente, como si se dijera: "el tiempo se encargará de decantar el disputado asunto, quizás dentro de dos o tres pontificados se acceda al fin a este pedido de dejar comulgar a quienes viven en pecado mortal público y manifiesto. Por ahora sólo podemos concederles nuestra misericordiosa atención".

Esta supuesta declaración de principios, pronto coronada con otro de los flatus vocis de bergogliana prosapia que hace de las irreductibles discusiones sinodales "un precioso poliedro" a los ojos de Francisco (AL 4), deja inmediato lugar a la interminable logorrea siguiente. No hemos leído mejor análisis del asunto que aquel ofrecido por don Elia, sacerdote italiano que, recordando el impío final de aquel cardenal Martini que fuera mentor de Bergoglio, lo aplica a la actual situación de la Iglesia, resignada a la eutanasia espiritual.
Si se quisiera pescar el texto en algún preciso disparate doctrinal, se tendrá al fin la acostumbrada impresión de hallarse en pugna con un objeto viscoso y huidizo que no se deja aferrar por ningún costado: no hay un pensamiento articulado y coherente, no hay un desarrollo teológico argumentado, sino una repetición enervante de temas recurrentes con variaciones que, en apenas trescientos veinticinco párrafos, abate cualquier resistencia mental y psicológica. El realismo al cual insistentemente se nos apela no es aquel de la interacción entre naturaleza y gracia, típico de la tradición católica, sino aquel de la sociología y el psicoanálisis, que ignoran completamente la acción de la gracia -si no entendida en el significado impropio de consuelo psicológico- y consideran exclusivamente a la naturaleza en su desesperada incapacidad de corregirse. Como consecuencia, la única solución posible, en el infaltable hospital de campaña, no es curar las dolencias con una terapia adecuada, sino "ayudar a morir" a los pacientes acogidos, integrados y felices de serlo. ¿Qué decir? Eutanasia del espíritu...
Entreverados en esta logorreica e interminable receta, expresados en forma ambigua o imprecisa, en el penúltimo capítulo (el decisivo) llegan finalmente los errores formales, cuando el exhausto lector, adoctrinado por los trescientos párrafos precedentes, ya no se encuentra en condiciones de reaccionar. ¡Finalmente algo a lo que aferrarse para denunciar -lo que se espera que empiecen a hacer obispos y cardenales- una explícita desviación doctrinal! El error más grave, del que se derivan los otros, se refiere a la imputabilidad moral de los actos humanos, que no siempre es plena. Verdaderísimo para las acciones singulares; lástima que las así llamadas situaciones irregulares hayan sido duraderas y en condiciones estables en las cuales no se puede caer por debilidad o inadvertencia, razón por la cual la observación no es pertinente. De este error de perspectiva se sigue la opinión de que no todos aquellos que viven una situación conyugal irregular están en pecado mortal, privados de la gracia santificante y de la asistencia del Espíritu Santo. Esto sólo puede resultar cierto en presencia de la ignorancia invencible, pero, ¿es una hipótesis admisible en este caso? En la eventualidad, el deber de todo fiel -y con más razón el de todo sacerdote- es justamente el de instruir a los ignorantes. Por consecuencia, afirmar que quien está en estado de pecado grave es miembro vivo de la Iglesia no puede no ser falso: el pecado mortal se define justamente como  muerte del alma. Si luego, en esta pendiente, se llega a sugerir que el adulterio permanente puede ser por el momento "la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo" (Amoris laetitia, 303), llegamos a la blasfemia. Para remediarla no alcanza una cita de santo Tomás, instrumentalizada y arrancada a su contexto: éste el método de los Testigos de Jehová.
Poco antes de alcanzar estos momentos culminantes, los únicos que revisten alguna importancia en todo el documento, el autor de este engendro venía preparando el terreno con afirmaciones tales como «la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita» (AL 298), o aquella otra enormidad digna de ser proferida con pancartas en alguna hipotética protesta de reclusos infernales: «nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio» (AL 297). Con razón desde el Mundabor's blog, deteniéndose en los parágrafos álgidos de la Leticia (y en particular en el 301, en el que se dice que «un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender "los valores inherentes a la norma" o puede estar en condiciones concretas que no le permitan obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa»), arguyen que «esto equivale a la abolición del pecado mortal para cualquiera salvo para los satanistas. Cualquier prostituta, traficante de drogas o violador de niños podrá fácilmente aducir que tiene grandes dificultades en comprender los "valores inherentes" a las normas, que van contra lo que él realmente quiere hacer. Cada uno podrá decir que "no puede actuar de otra manera". Cada uno podrá decir que no puede tomar otras decisiones "sin una nueva culpa"», pues el dejar de abusar de niños podría empujar a alguno al suicidio, o el abandonar la prostituta su innoble menester condenaría acaso al hambre a su descendencia.

Bergoglio, el gran mercader de indulgencias, da definitivamente al traste con aquel adagio que afirma que «nadie es tentado más allá de sus fuerzas». Y su insidioso latitudinarismo supone, junto con la negación del Evangelio («esforzaos por entrar por la puerta estrecha»), la disolución de hecho de toda consideración objetiva de orden moral. Que lo diga su pluma, pues: «es mezquino detenerse a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano» (AL 304). Es increíble, como suena. Pues para el "animal político" que es el hombre, que la actuación de una persona responda o no a una ley general no puede ser indiferente, pues ésta otorga el único criterio probable de la abnegación de su egoísmo, a la vez que estimula el ejemplo y la emulación. Que la adecuación de la conciencia con la norma pueda ser a menudo imperfecta (y la norma no estar suficientemente interiorizada) no autoriza a elevar sospechas contra la conducta virtuosa: en nuestros días de vicios desatados y de caos, una tal sospecha contribuye a consolidar el mal por el descrédito del bien. De ahí que aquel que aboga tanto contra el casuismo no haga en su documento otra cosa que casuismo y de la peor ralea, recurriendo hasta la náusea a fórmulas tales como «la innumerable diversidad de situaciones concretas», «el discernimiento cuidadoso de los casos», y otras obviedades presentadas como otros tantos descubrimientos y esgrimidas contra los principios mismos de la ciencia moral, ofreciendo una machacona confrontación del fuero interno con el externo y exaltando la excepción y el atajo de la norma. Al autor de estos bergoglemas cabe aplicarle al dedillo aquellas palabras de Pascal: «los casuistas someten la decisión a la razón corrompida y la toma de decisiones a la voluntad corrompida, de manera que todo cuanto existe de corrupto en la naturaleza del hombre se vuelva la esencia de su conducta».

Quizás la suerte del papado en tiempos próximos a la Parusía esté parcialmente figurado en aquel pasaje del cuarto evangelio (21, 4 ss.) en el que, después de la Resurrección, hallándose los discípulos en la barca a escaso margen de la orilla y habiendo reconocido al Señor que desde tierra les había comandado la última pesca milagrosa, Pedro se ciñó la túnica -que era lo único que llevaba puesto- y se arrojó al agua. Lanzarse con lo puesto (ya siquiera sin los paramentos que denotan la dignidad papal, voluntariamente depuestos) a las aguas envolventes del mar del mundo, justo cuando se está a punto de concluir la travesía de los siglos, con el Señor que aguarda en la orilla próxima: tal la locura auto-destructiva de la Iglesia embriagada por los vahos del modernismo. Esto y consentir con la segunda de las tentaciones sufridas por Jesús en el desierto, la de arrojarse desde el pináculo del Templo para tentar a su vez a Dios (Mt 4, 5), es poco más o menos lo mismo. Es de temer que, siendo Dios así probado por estos malandras, no dejará de responder según su estilo.

Imaginábamos una legión de ángeles que saliera a confiscar en vuelo la edición completa de la Amoris laetitia con el solo fin de retocar su título, para hacerlo más afín con su contenido e intenciones y denunciar de este modo su toxicidad. Y pensábamos que podía caberle el de Traditoris saevitia, «la vehemencia de la traición». O el de Languoris nequitia, «la perversidad causada por la flojera». Pero en honor a quien debe ser su indubitable cerebro oculto, mucho más que monseñor Tucho y cuantos think tanks se atribuyan la redacción de este entuerto, creemos que le cabe el de Capronis divitiae, «las riquezas del Cabrón». Sólo de la inagotable cantera de recursos de que dispone el Príncipe de los réprobos para frustrar la salvación de los hombres podía salir la materia y la forma de esta perfidia apostólica. Y ya que todos los adulterios son igualmente celebrados en este volumen, desde el que atañe a la doctrina al que remite a las eufemísticas "situaciones irregulares", la de apacentar a los cabritos, los que serán puestos a la izquierda del Justo Juez a su venida (Mt 25, 33) parece haya sido el cometido consignado a Francisco por aquel a cuyo servicio lo arrastró su apostasía.