martes, 1 de agosto de 2017

LA SEQUÍA SOBRE ROMA

Es difícil dejar de ver en la sequía que afecta a Roma -la peor en, al menos, sesenta años- algo como un oportuno signo, a la vez que un azote punitivo. Allí donde estuvo la cátedra de Pedro y hoy se invita a disertar a viejas abortistas paradójicamente devenidas promotoras de la inmigración "para compensar la abrupta caída de la natalidad", allí donde se recibe como a visitantes ilustres a yuntas de sodomitas y se celebra con cinismo impar que «por primera vez el magisterio del Papa es paralelo al de la ONU», allí viene hoy a faltar el más vital de los elementos. De similar tenor al de los numerosos acontecimientos que, a modo de señales, van sazonando el pontificado de Francisco (la paloma lanzada por él y arrebatada en los aires por un cuervo; el terremoto sufrido en la nación de aquel mandatario que lo visitó en el Vaticano, desatado casi en el mismo momento de estrecharle la mano; los siniestros inmediatamente consecutivos a sus viajes, como los ocurridos en Belén y en Lourdes, etc.), éste de la sequía sobre Roma viene a ponerle el sello cósmico a las primaveriles ilusiones de la vulgata conciliar, que en el orden del espíritu ya había difundido una aridez en verdad insuperable. Si la transposición modernista del ritual de los sacramentos trajo consigo la consabida tasa negativa de vocaciones sacerdotales y la práctica extinción del matrimonio ante el altar, a más de la apostasía colectiva y la renuencia de la Iglesia a testimoniar el Evangelio, poca cosa será que en la ciudad de las fontane se riña a empellones por un sorbo. A propósito del anuncio de catástrofes naturales presuntamente contenido en el Tercer Secreto de Fátima, fue suficientemente claro el entonces obispo de aquella localidad portuguesa: la pérdida de la fe de un continente es peor que la aniquilación de una nación.

«El Papa cierra las cien fuentes del Vaticano»,
a la vez que cierra las fuentes de la gracia
al posar sus garras sobre los sacramentos. 
Ya conocemos el contenido del Tercer Secreto: hace años que se impone a nuestros ojos. El corolario de las catástrofes telúricas, en irónica correspondencia con su typos espiritual, no hace más que confirmar lo conocido. En este tiempo de coyundas con los protestantes para facilitar un servicio litúrgico común que excluya explícitamente las incómodas nociones de sacrificio y presencia real, en este rarefacto tiempo de conmixtión de lo sacro -o sus requechos- y lo profano o profanísimo, con abundancia de sacrilegios ofrecidos a la carta por la misma Jerarquía, difícilmente podrá asimilarse a la iglesia sedente en Roma con aquella imagen del Templo ofrecida por el profeta Ezequiel (47, 1ss.), debajo de cuyo umbral brotaban vivíficas aguas que, a poco andar, se hacían más y más profundas, símbolo de la gracia y su efecto en las almas. Más bien parece que Roma quiso volver a ser aquella Babilonia que el Príncipe de los Apóstoles supo estar hollando en sus días, cuando la urbs imperial perseguía sañudamente a los de Cristo.

No tenemos noticia de que los dos testigos del Apocalipsis (11,3 ss.) hayan ya comenzado su profética misión. Pero consta que a ellos les será concedido «cerrar el cielo para que no llueva durante los días de su predicación» antes de yacer en la Gran Ciudad, «que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto».