El Poverello de Asís ataviado con la jeta de Boff |
Y así será, si Dios no fulmina antes a Bergoglio con un rayo como el que sacudió a la cúpula de San Pedro el día de la abdicación de Benedicto. En tanto, y a la espera de documento tan poco promisorio, nos limitamos a adelantar apenas algunas de las cosas que Francisco no atinará siquiera a insinuar en su eco-encíclica. A saber:
- que la Tierra no es un fetiche sino el rastro de la obra del Creador. Que todas las criaturas son vestigia Dei y que entre éstas el hombre, por el poder que se le ha concedido sobre toda la Creación material, es imago Dei, llamado a ser su similitudo según el orden de la gracia. Lo que supone que el fin remoto de todo humano operar no queda circunscrito a los lindes terrenos, sino que se proyecta a la gloria ultraterrena. Limitar esta dignidad, o proponer una dignidad fundada en otro principio, supone también un atentado contra la naturaleza -específicamente: contra la naturaleza humana.
- Porque se debe recordar que el tan blasonado término «naturaleza» entraña un doble significado: el primero, como el «conjunto de todos los seres creados»; el segundo (y hoy más resistido, a expensas de las ulcerosa difusión del existencialismo ateo, el deconstructivismo y demás filfas urdidas a medida de la pequeñez del hombre moderno) supone la «esencia en tanto principio de la actividad». Urge recuperar esta segunda acepción, que pone un coto a la hybris y al desatino contemporáneos. Pues si el hombre atenta contra el equilibrio ecológico -como se lo denuncia en todos los idiomas- es porque finge desconocer que hay unas leyes ínsitas en su misma constitución creatural, y que éstas limitan sus operaciones.
- Lo que dirige la mirada a un Dios que es no sólo misericordioso, como se acostumbra presentarlo para encubrir arteramente nuestros delitos, sino también legislador, pues a todos los seres les dio leyes inmutables, inseparables de su específica consistencia. Y al hombre, como ser de naturaleza compuesta -carne y espíritu-, aparte de las leyes que regulan sus operaciones necesarias le dio preceptos morales, para regular su libertad según el bien. Esto obliga a recuperar, en el contexto de la preocupación por el respeto a la naturaleza, el concepto hoy perimido de «pecado contra natura», que supone una doble y violenta transgresión: contra las leyes que regulan la sexualidad según su específico fin (válidas para todos los animales sexuados), y contra el Decálogo, expresión escrita de lo que llamamos «ley natural». La por muchos motejada como «agenda gay» de Bergoglio (con inclusión de audiencias privadas y abrazos a transexuales) no deja lugar a muy católicas expectativas a este respecto.
- Esto también obliga a censurar la inconsecuencia e hipocresía latentes en la solicitud por el ecosistema de parte de aquellos grupos que cultivan parejamente la indiferencia, la admisión o incluso la promoción del crimen del aborto. Un pontífice que hablara según el Espíritu no dejaría de conminar a los movimientos y dirigentes ecologistas a pronunciarse sobre esta cuestión, y a condenar sin cortapisas toda incongruencia que ésta proyecte sobre el orden lógico aun antes que en el de las conductas -que se verán invariablemente afectadas por aquella inicial defección.
- Por el mismo motivo por el que sabemos que las cosas salieron buenas de las manos del Creador y el pecado del hombre introdujo el desorden en el cosmos, una auténtica mirada católica sobre la naturaleza no puede enturbiarse con mitologías de cuño rousseauniano: nuestro estado es el de naturaleza caída. Por lo demás, la historicidad y la cultura, dimanadas de la condición espiritual del hombre, le son a éste connaturales. Es menester recomendar la enseñanza de aquellos hombres como Chesterton que, firmemente fundados en la ortodoxia católica, propusieron una sensata salida del atolladero de la modernidad a través del distributismo, doctrina informada por principios fundados en la Doctrina Social de la Iglesia. Se debe dar al traste con la distorsión romántica de la naturaleza para trazar el encomio de la ruralidad como soporte y ámbito de la tradición: a trueque del concepto abstracto de «tierra», las concretas tradiciones campesinas con la religión al centro. La gran ciudad moderna es cosa «contra natura» decía Rilke, y Ortega recordaba cómo la urbs imperial romana, en tiempos de su mayor esplendor, miraba asiduamente al campo, donde los propios jefes militares montaban a menudo sus castra y tenían sus quintas no sólo para solaz sino para labranza y ganadería.
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Bandurria mora |
Lo viene señalando hace años el padre Sanahuja: el proyecto, de parte de empinadas personalidades políticas y financieras internacionales, de sustituir el Decálogo por una así llamada "nueva ética planetaria", promotora de la "vida sustentable". Los únicos "pecados" que esta nueva ética tendrá por tales serán los que afecten directamente a la Madre Tierra, aun al precio de que para fiscales del caso haya que convocar a ecologistas del piso quince. Habría que recriminarle entonces a Bergoglio: ¿a quién sirve que adoptemos la jerga y las gárgaras de los ideólogos y sus ideologizadas víctimas? Si por fuerza de las circunstancias hemos de compartir el planeta con los eco-fundamentalistas, al menos no sufraguemos sus dislates. Recordemos la imperiosa lección de san Jerónimo: con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos sus errores.