jueves, 23 de octubre de 2014

PRECURSORES DE TUCHO Y DE FRANCISCO


- ¿Qué les diría a quienes critican a Francisco porque con este sínodo se abrió una "caja de Pandora"?

- Que si no se abre la "caja de Pandora" lo que se hace es esconder la mugre debajo de la alfombra, meter la cabeza en un hueco como las avestruces, alejarnos cada vez más de la sensibilidad de nuestra gente...

(de la entrevista de La Nación a monseñor "Tucho" Fernández, disponible aquí)



Aparte otras expresiones vertidas en la clamorosa entrevista en cuestión -reveladoras de infidencias múltiples y de aquello que en criollo académico diríase mala entraña-, la frase aquí apuntada vale como síntesis de un programa, quizás la mejor que Francisco o cualquiera de los suyos podían haber intentado de este pontificado de pesadilla y de sus infames propósitos. Esto que pasa por una inocua entrevista, impresa en papel prensa para ser depuesta en la mesa de familia junto al café con leche y las medialunas, es el alegato de un demonio suelto o de uno de sus más convencidos servidores. Y casi nadie se percata a causa del doping en el que las preocupaciones y los entretenimientos sumergen a las masas, cada vez más irreflexivas y sordas.

[Entre paréntesis señalemos que ese "esconder la mugre debajo de la alfombra" a que el insigne medioletrado alude como alternativa (execrada) a la «solución Pandora» no es otra cosa que el adulterio y la homosexualidad, es decir, aquellos vicios incorporados al nuevo orbe de la virtud según una estrafalaria concepción gradualista, fundada esta vez no en la gracia sino en "la sensibilidad de nuestra gente", y que supone entre el pecado y la gracia una mera diferencia de escalones. Volens nolens, Tucho el avestruz reconoció como mugre a la impureza, y sólo pidió no esconderla. Y es que de eso se trata: no de esconderla sino de señalarla como a tal, y de instar a todos a una conversión real para dejar atrás las penosas sujeciones que el pecado acarrea. Pero no era éste el programa del Sínodo. «No esconder el pecado», para éstos, equivale a exhibirlo en triunfo].

«Abrir la caja de Pandora» es, sin más ni más, liberar todos los males sin esperanza, según lo refiere Hesíodo en su poema didáctico de los Trabajos y días. Que en tren de hacerlo concordar con el relato bíblico de la caída de nuestros primeros padres, como ya fue intentado por diversos autores, merece le sea señalada esta fundamental distinción: a Adán y Eva les fue prometido un Redentor, lo que en el relato del Génesis instala fuertemente la esperanza, ausente (o bien escondida en el fondo de la caja, negada al mundo) en el mito de Pandora. Lo que a su vez nos induce a entender el mito más que como una explicación de los orígenes, como una vaga profecía de las ultimidades. Porque aquellos que habiendo recibido la redención de Cristo, habiendo sido beneficiados por esa ley de la Gracia que los antiguos añoraban entre gemidos, recaen en la pretensión de legislar acerca del bien y del mal según su propio arbitrio, ¡ay de ellos, porque ya no tienen salvador posible, se han exterminado la esperanza! «Abrir la caja de Pandora» es volver a aceptar la sugestión de la serpiente, pero esta vez muy a sabiendas de la consecuencia que esto acarreó en los orígenes, y despreciando el sacrificio de nuestro Redentor por la liberación de los cautivos.

Conocidas las veleidades judaizantes de Bergoglio y sus amigos, no será inoportuno ni fantasioso recordar tres antecedentes hebraico-cabalísticos de esta perversa concepción que aquéllos actualizan. Uno fue Sabbetai Zeví, falso mesías judío del siglo XVII, de quien es la aberrante fórmula: «Tú eres bendito, Señor Dios nuestro, rey del universo, Tú que permites lo que está prohibido». La trayectoria de este lunático tiene como escenario las ciudades de Esrmirna, Constantinopla, El Cairo y Jerusalem, entre otras, donde su prédica experimentó una suerte voluble entre el rechazo más categórico de unos y la adhesión fanática de otros tantos. La modificación y aun la supresión a su antojo de la legislación judía se cuentan entre sus mayores logros, al menos durante los días de su embriagante apogeo, en que llegó a proclamar, para confutación de sus adversarios, que "el mundo sigue al mesías, a excepción de diez u once hombres" (nótese, apenas como detalle secundario, el paralelo con el "grupo de seis o siete muy fanáticos y algo agresivos, que no representaban ni el 5% del total", referencia de Tucho a los obispos refractarios a las novedades morales alentadas durante el Sínodo). Luego vino la fingida conversión al Islam, por la que Sabbetai vino a ser judío entre los judíos y musulmán entre muslimes, cultivando una mezcolanza sincrética de los ritos de ambas religiones, siempre sin abandonar la herejía antinomista que informó todas sus acciones. Detectada la duplicidad del impostor por las autoridades musulmanas, que un martes 13 lo reconocieron vistiendo la kippah, fue arrestado y se le perdonó la pena capital a que se había hecho acreedor por el delito de apostasía, a trueque de un destierro que atrajo sobre él la desgracia y posterior muerte. La secta por él fundada logró sobrevivir a su mentor.

De ésta justamente sale un segundo sujeto digno de sucinta evocación, el sabbetiano Osman Baba, judío ruso que actuó en las primeras décadas del siglo XVIII, por nombre de nacimiento Baruchia Russo. En apariencia convertido él también al Islam, no hizo sino extremar hasta la náusea las premisas de su antecesor: de la inversión teórica de los valores pasó a su explícita aplicación práctica, reconociendo como única legislación la que regulaba los rituales orgiásticos que celebraban los de su entorno, que lo tenían como a una especie de encarnación divina. El tercer retoño de la estirpe, Jacob Frank, judío polaco que vivió entre 1726 y 1791, supo vincularse bien pronto en sus correrías turcas a la secta aún bogante de los sabbetianos. Yendo sin pausa de Polonia a Turquía, pronto se hizo de un considerable círculo de adeptos, todos igualmente dados a las aberrantes prácticas sexuales y profanatorias del líder. Convertido estratégicamente al Islam en una de sus estadías en Turquía, y fingiendo luego su cristiana conversión en Polonia, donde los jefes de la Sinagoga ya empezaban a acorralarlo, logró arrastrar a un considerable número de infelices que lo creían un mesías. Tiempo después de su resonante bautismo y de haberse ganado incluso la confianza del rey, su impostura fue descubierta, lo que le reportó duradera prisión en la fortaleza de Czestochowa. Desde allí, a medida que el régimen carcelario se le fue suavizando, logró entablar contactos a través de sus emisarios con la monarquía rusa, lo que fue preparando el terreno a fuerza de intrigas para el avance ruso sobre Polonia y la liberación del criminal cautivo en agosto de 1772. Desde entonces funda una especie de corte mesiánica en Brno, con un ejército altamente dotado y con notable capacidad de infiltración en las principales cortes europeas. Gentes de Frank anduvieron en los tumultos franceses de 1789 y en los ejércitos napoleónicos, y el futuro emperador de Rusia Pablo I habrá salido de su gusanera. Luego de instalarse en 1786 en Alemania, en el castillo de Offenbach donde morirá años después, no hizo sino continuar atizando desde allí sus planes clandestinos, en conformidad con el expreso propósito de su predecesor Osman Baba de abatir a  la Iglesia y llevar adelante una revolución mundial. Varios de sus seguidores se afiliaron a la masonería, en cuya jerarquía alcanzaron altos grados.

Cuanto al sectarismo y a la impostura sincrética bajo capa de bonhomía ecuménica, no cuesta mucho vincular a Bergoglio y sus colaboradores con estos lejanos antecedentes. En lo de las prácticas sexuales aberrantes la presunción se impone, al comprobarse cuánto se ha mostrado capaz el Sumo Pontífice de colocar en puestos clave del gobierno de la Iglesia, y en la dirección intelectual del Sínodo, a figuras que parecen más bien impuestas por el lobby gay que por una cruzada auténticamente reformista. Si hasta su propio secretario privado, monsiñorino Pedacchio, no ha podido evitar la filtración pública de sus bufarrones ocios. A Francisco, para completar la similitud con los abominables sabbetianos, sólo le falta proclamarse mesías. Cosa de la que no está muy lejos o que, de hecho, ya está indirectamente haciendo, al promover nada menos que la abolición de la ley dimanada de los mismos labios de Jesús.

Superior a Cristo, en virtud de la ley incontrovertible de la evolución: la alianza nueva y eterna tenía fecha de vencimiento. Lo había dicho el benemérito Fernándulez: el tiempo es superior al... ¿despacio? Ya no hace falta ser un judío cabalista para encarnar el Ánomos: basta con estar en la cima de la Iglesia adulterada. Así y todo, lo que Tucho y Pancho y Chicho desconocen es que el contenido de la caja de Pandora, volcado sobre el mundo a instancias de la Gran Apostasía, conserva para la Iglesia remanente el don negado a ellos. Y ese don es la garantía de otro aún mayor que, pese a todos los contrarios desvelos, no le será quitado.