La misma fe constituirá entonces, en sí misma, una dolorosa prueba, y el confesar a Cristo sin tropiezos ni trampas será como un imán de infamias, causal de la muerte civil y de una proscripción sin atenuantes, porque quizás nunca como entonces vaya a verificarse la profecía de Simeón: «Éste será una bandera discutida» (Lc 2, 34), con una abrumadora mayoría de impugnadores en todos los cuatro puntos cardinales y una opinión pública prolijamente desafecta a las promesas de la Cruz.
Tomando de ella un rasgo parcial de elevado valor simbólico, la modernidad podría definirse como aquel período en el que los judíos -esa minoría religiosa hostil a Cristo- salieron del ghetto para que ingresaran al mismo los cristianos, cada vez menos influyentes en los asuntos temporales, en contraste con el poder creciente de los del Talmud. Y aun por poco ni ghetto queda ya para los católicos, pues a causa de los rigores del asedio aquellos que salieron a firmar una tregua con los sitiadores nunca volvieron, una multitud desertó con ciega prisa, o bien las puertas de la espelunca fueron abiertas de par en par al enemigo. Hoy ser católico es ser un paria, y quizás como nunca antes la imitación de Cristo se cifra en aquel «no tener dónde posar la cabeza». La communio sanctorum se vuelve tanto más un artículo de fe cuanto deja de hacerse accesible a los sentidos, y contemplar el estado de la Iglesia para luego volver a afirmar sus cuatro notas, el credo «in unam sanctam catholicam et apostolicam...», obliga a adjuntarle al Símbolo un a modo de estrambote, un exabrupto a lo Tertuliano con gusto a sobrenatural porfía: «credo quia absurdum».
Patentes las nuevas circunstancias -digamos, "culturales"- resulta un horror indescifrable que la Iglesia que otrora supo oponerse a las glorias que el mundo antiguo podía ostentar como propias, la misma Iglesia que pudo refutar las ingeniosas calumnias de un orgulloso pagano como Celso, o que logró aguantar la embestida repaganizante de Juliano el Apóstata, capitule hoy ante un mundo semibárbaro y decrépito, cría bastarda de esa pelandusca llamada Revolución. ¿Cuál es el vigor que asiste a este enemigo hodierno como para que los cristianos deban adoptar medrosamente sus modismos y sus flacos paradigmas? Dotados de un lenguaje hoy irreconocible, aquellos obispos ecuatorianos de tiempos poco posteriores a García Moreno sabían señalar el tumor sin miramientos: «el liberalismo [...] forma una atmósfera infecta que envuelve por todas partes el mundo político y religioso [...] Falsea las ideas, corrompe los juicios, adultera las conciencias, debilita los caracteres, enciende las pasiones, somete a los gobernantes, subleva a los gobernados y, no contento de apagar (si eso le fuera posible) la llama de la Revelación, se lanza inconsciente y audaz para apagar la luz de la razón natural» (Carta pastoral de los obispos del Ecuador a sus diocesanos, 15/7/1885. Citado por monseñor Marcel Lefebvre en «Le destronaron»). Muerto el perro, muerta la rabia: sin uso de razón no habrá fe, pues a ésta le faltarían sus preambula.
La impotencia de la voluntad y la corrupción de la inteligencia, fruto de aquella siembra, ha llevado recientemente a afirmar que «entre un 90 y un 95 % de la población mundial no es capaz de pensar» (fuente aquí). Y aunque las nuevas camadas de científicos, obnubilados ante los pliegues y repliegues de la corteza cerebral, se caractericen por poseer lo contrario de la ciencia -que es el conocimiento de las cosas por sus causas, y éstas permanecen obstinadamente en la penumbra-, y aunque atribuyan la debacle racional-cognitiva a la escuela, sin especificar que de la escuela liberal se trata, la descripción fenoménica es del todo veraz, y hace más deplorable la defección de la inteligencia católica ante un oponente tan endeble. Porque la difusión del liberalismo tres o cuatro generaciones atrás produjo la estirpe humana que hoy campea: ludópatas, sexópatas, adictos a las drogas, cautivos del magnetismo de la pantalla ubicua (que ahora cabe en un bolsillo), giróvagos, flojos y militantes de izquierda. Antes de reinar por su vicario, Satanás se habrá esmerado en estupidizar a los hombres.
"Hacia aquí -me dijo un día-
(mirando a Roma me atristo)
volvió su faz Jesucristo
cuando iba a subir al cielo,
y es en este mismo suelo
que reinará el Anticristo".
Pero el Concilio adogmático; la misa amputada y semiprotestante; las nuevas doctrinas sobre libertad religiosa y "sana laicidad"; las oraciones interreligiosas convocadas por los mismos pontífices, con cesión de basílicas para ritos animistas; los pedidos públicos de perdón por las Cruzadas y la evangelización de América; la promoción constante de elementos heréticos a las sedes episcopales, a las universidades católicas, a los dicasterios romanos... todo esto que sesenta o setenta años atrás hubiera podido creerse digno de figurar en los planes de acción de una remozada Alta Vendita, hoy se ha visto con creces confirmado. ¿Quién iba a creer, verbigracia, que aquel célebre verso de Virgilio que recordaba al romano el mandato de regir a los pueblos, luego mejor explicitado y llevado a su plenitud de sentido en el imperio espiritual de los papas, viniera a rendirse al nuevo principio de la colegialidad por el que Roma se disuelve en el parlamentarismo moderno, cuando no acata servilmente los programas de la ONU, que suponen más que política, una religiosidad pervertida? ¿Quién iba a imaginar a una Jerarquía emasculada en bloque con la guillotina de la Revolución, cuyos sujetos trocaran la predicación del Evangelio por la de ese fetiche que llaman «diálogo»? ¿Y quién, por ebrio que estuviese, hubiera aventurado que, a medida que aumentara para los discípulos de Cristo el dramatismo ínsito en la profesión de la fe a causa del adensarse las tinieblas en torno de la escasa luz, los obispos, vejetes impudorosos, se mostrarían dando pasitos de baile en saraos masivos y el pontífice descubriría su tardía vocación de bufón, exhibiendo sus carcajadas con despreocupación digna del mármol?
Espanta notar con cuánto esmero corren a adoptar el papel del traidor y lo ajustado que les sienta el protagonismo esjatológico. Como monseñor Vicenzo Paglia, presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Familia, quien, interrogado sobre la presencia de yuntas de homosexuales en el venidero Encuentro Mundial de las Familias (Filadelfia, EEUU, 22 al 27 de setiembre), respondió como quien cuenta con ancho respaldo a sus bravatas: «estamos siguiendo el Instrumentum laboris del Sínodo al pie de la letra. Todos pueden venir, nadie está excluido. Y si alguien se siente excluido, dejaré los noventa y nueve corderos e iré a buscarlo». No se detienen ante nada estos malditos, ni siquiera ante la exposición sacrílega de las palabras de Cristo.
Notable resulta entonces, en este acelerarse de los tiempos y en esta muy presumible proximidad del desenlace, aquello que escribía Federico Mihura Seeber muy pocos meses antes de la renuncia de Benedicto XVI. Después de señalar cuánto el espíritu del Anticristo impregna visiblemente ya las costumbres y la legislación civil, no menos que el culto católico pervertido y cada vez más dirigido al hombre, lo único que faltaría es que ese espíritu "cuajara" en las dos Bestias retratadas en el capítulo XIII del Apocalipsis (entendiéndose por ambas dos personas individuales, que no dos "cuerpos sociales") debiendo aguardarse en primer término la manifestación de la Bestia de la Tierra, el pontífice de Satanás, como precursor de la otra Bestia, el emperador de todo el mundo. «Y ello porque el Anticristo mismo, para manifestarse como Supremo, debe hacer valer el principio de la arkhé, o de la primacía ostensible, que nuestra cultura política todavía rechaza, porque vigen aún en ella los principios del igualitarismo democrático. Y, en cambio, para su ministro religioso, no. Porque éste no necesita, para ejercer el poder, apelar a ninguna "superioridad". La hipocresía de los nuevos fariseos sabe algo de esto. Ya que los modos clericales en el ejercicio de la autoridad, amparados en el título de "servidores de los siervos de Dios", pueden acompañar, con modos untuosos y condescendientes, la más despiadada arbitrariedad en el gobierno de los feligreses y de sus pares» (El anticristo, Samizdat, Buenos Aires, 2012).
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