jueves, 19 de junio de 2014

MUY A LA DERECHA DE FRANCISCO


«¿Y no he de apiadarme yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de 
ciento veinte mil personas que no saben distinguir 
entre su derecha y su izquierda?»
(Jonás 4,11)




Que la vida del cristiano consiste en una psicomaquia usque ad mortem era cosa sabida al menos desde que san Pablo aleccionó a los Efesios (6, 12) con aquellas imborrables palabras: «nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso...». Con razón Straubinger, comentando este pasaje, se recostaba en la microbiología: «el que por primera vez se entera del descubrimiento de Pasteur sobre los gérmenes infecciosos que pululan por todas partes, siente como una reacción que lo hace ponerse a la defensiva, movido por el instinto de conservación. San Pablo, que ya nos enseñó cómo las cosas de la naturaleza son imágenes de las sobrenaturales (Rm 1,20), nos revela aquí, en el orden del espíritu, lo mismo que Pasteur en el orden físico, para que podamos vivir a la defensiva de nuestra salud contra esos enemigos infernales que, a la manera de los microbios, no por invisibles son menos reales, y que como ellos nos rondan sin cesar buscando nuestra muerte».

Lo terrible -y seguramente impensable por todas las generaciones católicas que nos precedieron- era que un día, en este combate espiritual sin tregua, el simple fiel habría que habérselas con el mismísimo Vicario de Cristo devenido al fin agente de corrupción de la fe y la inteligencia. Que, aunque de la talla intelectual de uno de esos microbios de Pasteur, lograría -por el menoscabo inferido a su nobilísimo cargo, y porque la confusión resulta sembrada, a sus expensas, desde la más empinada de las perspectivas- obrar un daño que ni vastos ejércitos de enemigos invisibles hubieran aspirado a propinar.

En el breve vídeo que reportamos más arriba, verdadero collage de defecciones de hoy y de ayer, consta un pasaje de la clamoreada entrevista que Francisco concedió días atrás a La Vanguardia, de Barcelona. Hay para todos los disgustos, ni se podía hablar peor con tanta concisión. Comienza por las justificaciones que los antisemitas habrían manoteado en pro de sus tesis, y lo hace con una serenidad de libre-asociación de veras sorprendente: la "leyenda negra" (¿¿??) (¿habrá querido decir acaso que se les imputa a los judíos el haber urdido la "leyenda negra" contra España? ¿O estará sugiriendo la existencia de una "leyenda negra" antijudaica, desconocida al menos con esa nomenclatura?); el judío sin patria, vagabundo; el pueblo deicida... Sobre esto último, se despacha con que «el Concilio Vaticano II cortó con eso, y le costó mucho a la Iglesia Católica, por estos grupos más...» (y deja en suspenso la adjetivación), sin advertir que la acusación de deicidio, imborrable a instancias de ningún concilio, se sigue inevitablemente de la unión hipostática (al matar a Jesús, los judíos estaban matando al mismo Dios), y que si debemos eliminar la figura de deicidio también debemos hacer lo propio, a fuer de consecuentes, con el título mariano de Theotókos.

Pero no queremos hurgar en estas trágicas deficiencias teológicas del obispo de Roma, que lo acreditarían para una vuelta urgente a las aulas, que no a la Cathedra Petri. Nos baste señalar otro de los ya recurrentes latiguillos del Francisco, que tiempo atrás suscitó una acertada repuesta fundada en un artículo escrito por Francisco Canals hace más de sesenta años. Se trata de la cuestión de las "derechas", que con tanta aprensión se ve Bergoglio urgido a tratar de tiempo en tiempo, ahora con oportunidad del antisemitismo. «Está muy unido a... en general, ¿no?..., no es una regla fija, pero muy unido a las derechas, ¿no?Generalmente el antisemitismo anida mejor en corrientes políticas de derecha que de izquierda», dijo Francisco en pulcra prosa. Y parece que no dijo mucho más, aunque resulta obvio que el filoso adagio sirve a pagar el enésimo tributo de Bergoglio a la corrección política sive prudentia carnis.

Cuanto al antisemitismo o cualquier otra forma de odio racial, suponemos innecesario recordar que éste no puede contar con la bendición de la Iglesia. Lo que no obsta para reconocer la insoluble enemistad -fundada en razones teológicas, que no raciales- entre la Iglesia y la Sinagoga. Pero detengámonos en la cuestión de las "derechas", tan cara a Francisco. Y recordemos la lección de José Antonio Primo de Rivera (mente genuinamente católica entre las que se aplicaron a las turbulencias de la política), que rechazaba las categorías de «izquierda» y «derecha», dimanadas irreparablemente de la Revolución, para sostener que «los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres una verdad bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la vida», y que «la Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible» que no puede someterse al dialecticismo compulsivo dimanado de la Revolución.

Canals lo señaló con gran agudeza en El "derechismo" y su inevitable deriva izquierdista: «la derecha vino a ser aquel sector político que, en el ambiente del constitucionalismo liberal, quería salvaguardar el orden y la autoridad» siendo el orden que se trataba de defender «precisamente el nacido de la Revolución». De aquí la inconsecuencia, el tironeo inevitable en la conciencia de los exponentes de la derecha: «mientras la izquierda proclamaba que nada le parecería demasiado revolucionario, la derecha se esforzaba siempre por poner de relieve lo “moderado” y “prudente” de su actitud antirrevolucionaria, y se gloriaba por ello de poder mostrar, como testimonio de su amor a la libertad y al progreso, que no dejaba de ser considerada ella misma como revolucionaria por los “extremistas de la derecha”, por los “reaccionarios”. El resultado necesario de esta situación fue el constante desplazamiento hacia la izquierda, no sólo de la opinión y de los partidos, sino de la norma de valoración con que se juzgaba del derechismo y del izquierdismo». Para confirmación de lo dicho, vemos hoy cómo los partidos conservadores que veinte años atrás se oponían a la legislación del aborto, propia de las plataformas políticas de izquierda, han terminado por aceptarla mansamente -entre otras proclamas que corrieron idéntico albur. La homologación a siniestra, aceptadas las premisas revolucionarias, parece irresistible. «El “conservadurismo cultural” queda, pues, sumergido en una dialéctica “evolucionista” y “progresista”. ¿No consiste acaso su defensa en proclamar también que “somos nosotros” –los conservadores- los verdaderos “innovadores”, y que en resumen “la verdadera revolución –también en el orden de la cultura y del pensamiento- la hacemos nosotros”?».

De aquí la obligada y terminante distinción entre "conservadores" y "tradicionalistas", no siempre bien reconocida en el mareo habitual de los términos. Si aquéllos insisten en asumir a la política como el "arte de lo posible", cabe a los hombres de la Tradición recordar las prerrogativas irrenunciables de la Verdad, que hacen de la política, en todo caso, "el arte de hacer posible lo necesario". Lo que no supone buscar febrilmente una ilusoria equidistancia entre las dos alas políticas de la Revolución. Concluye Canals: «¿acaso defendemos como actitud adecuada la de neutralidad entre la derecha y la izquierda? De ningún modo. Creemos que conviene precisamente denunciar en el “conservadurismo” su inversión de valores y su fidelidad a los principios revolucionarios. Pero si alguien entiende por “derechismo” el auténtico espíritu de defensa del orden cristiano contra la Revolución anticristiana –y así lo entienden muchos que al atacar a la derecha defienden en el fondo el espíritu revolucionario-, entonces creo que no habría que hacer otra cosa sino proclamarse “ultraderechista”».

Suponemos que en esto estriba, en el fondo, el sentido del declamado y recurrente rechazo de Francisco a la "derecha", tic propicio a una mentalidad que disuena fatalmente con la grave responsabilidad que le fuera encomendada. Hay un orden social cristiano que supone la primacía de Roma sobre todos los reinos de la tierra, siendo inalienable la triple misión de la Iglesia de enseñar, santificar y gobernar. Es obvio que esto supone la inmutabilidad de la doctrina y la recusación enérgica de todo fermento revolucionario. Depuesto este principio, no queda sino musitar lastimosamente la letra impuesta por el progresismo, siquiera para salvar el cuero. No, Francisco no nos engaña: Francisco es de derecha, de esa derecha asustadiza que nota el ímpetu energuménico de la izquierda más exaltada, de los enemigos más encarnizados de la Iglesia que ansían tomarla por asalto, y opta entonces por la mimesis, comenzando por el lenguaje. Habrá que situarse, como Canals, en la ultraderecha, es decir, mucho más allá de la derecha, al abrigo de una lumbre estelar que nos permita contemplar la gusanera de la modernidad tardía sin estas indecorosas contaminaciones.