lunes, 8 de julio de 2013

EL SÍMBOLO LAMPEDUSA

Hoy difunden los medios de todo el mundo, para granjearle el enésimo aplauso, la visita que hizo el papa Francisco a la italiana isla de Lampedusa, al sur de Sicilia. Se trata de una árida porción de tierra frente a las costas tunecinas, plataforma de desembarco de millares de inmigrantes indocumentados que, escapándole a la hambruna y a las guerras civiles más o menos crónicas en el área medio-oriental y nor-africana, ponen un pie en este estribo para alcanzar con el otro las costas europeas.

Se trata de un reducto de veras dramático, que en los últimos quince años vio morir, tragados por las olas, a diecinueve mil hombres. Una férula fabricada con trozos de botes de los inmigrantes, un cáliz de madera y paramentos violeta, propios del rito penitencial, fueron los aderezos visibles del pontífice que, en palabras de su secretario «va allí a llorar a los muertos. Su presencia es un signo para demostrar que, mientras en el norte están los ricos que derrochan, del otro lado hay un sur que deja todo para tentar fortuna y a menudo encuentra la muerte».


Fustigó Bergoglio en su homilía -y no le negaremos razón- a la indiferencia de los satisfechos, a aquello que llamó, en uno de sus ya reconocibles giros, «la globalización de la indiferencia». Lo que, curiosamente, no resulta nunca objeto de parejas deixis es la hipocresía de este Occidente occidente (sic, por "muriente"), que recibe estas diatribas papales con aplausos, casi como si sirvieran de momentánea válvula de escape a su conciencia. Un contrapeso puramente verbal al culto ininterrumpido del confort, que hace un efecto análogo al de los enanos bromistas en las cortes de antaño, otorgando un solaz momentáneo a la vera de los cotidianos afanes. Ni surte algún efecto visible la denuncia, ni deja el papa de ser sospechosamente aclamado en un mundo refractario a Aquel que advirtió que «¡ay de vosotros cuando os alaben todos los hombres! Así eran alabados por sus padres los falsos profetas».

Hace unos pocos días lanzó al mundo otro bluff digno de un Boff: «me duele ver monjas y curas con autos último modelo». Es el sólito ritornelo de la pobreza, y es la Iglesia expuesta en sus vergüenzas, y por el propio papa, al ludibrio de las naciones. En Lampedusa puso también a la Iglesia en la picota, pidiendo perdón por la indiferencia «del mundo y de la Iglesia» hacia los emigrados, como si el ejercicio de la usura que hambrea a pueblos fuera imputable a la institución eclesiástica. Y se permitió saludar a los musulmanes presentes durante la celebración, pidiendo que para ellos el inicio del Ramadam sea fuente de «abundantes frutos espirituales».

Aparte de desconocer la complejidad del problema de la inmigración, de omitir toda palabra relativa a la sangrienta persecución que sufren nuestros hermanos en la fe en las naciones del Islam, y de callar la pérdida de la identidad religiosa que sufre Europa, al paso que su islamización se hace cada vez más próxima -a expensas de esa emigración que él pide sufragar-, salta a la vista el contraste intelectual entre las palabras de Bergoglio y las que Benedicto XVI remitiera para la Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado (octubre 2012) y que reporta un medio italiano cuyo enlace ofrecemos aquí: 

En el contexto socio-político actual, antes que el derecho a emigrar, debe reafirmarse el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en condiciones de permanecer en la propia tierra, repitiendo con el beato Juan Pablo II que «es derecho primario del hombre el vivir en la propia patria: derecho que resulta efectivo solamente si se mantienen constantemente bajo control los factores que empujan a la emigración» (...) Mientras hay inmigrantes que alcanzan una buena posición y viven dignamente, con una justa integración en el ambiente que los acoge, hay muchos que viven en condiciones de marginalidad y, a menudo, de explotación y de privación de los derechos humanos fundamentales, o bien que adoptan comportamientos dañosos para la sociedad en la que viven. El camino de integración comprende derechos y deberes, atención y cuidado para con los inmigrantes para que tengan una vida decorosa, pero también atención por parte de los inmigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.

Sin simplificaciones retóricas ni alharacas de tribuno, cuando Benedicto osó señalar estas cosas fue poco menos que trucidado por los medios. Encapsulado por el tronido de hurras y aplausos, víctima de su oratoria de ocasión, el papa actual corre el riesgo de quedar más aislado de lo que cree, en una Lampedusa habitada sólo por él y sus aduladores. Muy a distancia del bueno de Panza, que al menos se mostró de veras prudente cuando se le dio a regir la ínsula Barataria.