sábado, 28 de julio de 2018

ABORTO Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA


por Antonio Caponnetto


Un irrelevante total

Al parecer, el pasado 20 de junio –mala fecha para andar diciendo zonceras- desde el sitio oficial del Instituto Acton (que se llama así, no por la marca de patinetas sino en homenaje al lord gringo puesto en el Index en tiempos del Beato Pío IX), Don Gabriel Zanotti perpetró una nota titulada “Del aborto clandestino al totalitarismo clandestino”. Puede verla el masoquista  lector en  http://institutoacton.org/2018/07/04/del-aborto-clandestino-al-totalitarismo-clandestino-gabriel-zanotti/

           
Zanotti, eyectado in altum,
casi como las figuras de El Greco
Llama la atención que el autor sea un relapso, que vuelve a asumirse inverecundamente cual católico liberal convicto y confeso, y que deslice un rechazo burlón hacia la Quanta Cura. Algo así como si un mahometano se confesara islámico-mormón y rechazara las azoras, aleyas y bizmillas del Corán.

Y llama la atención asimismo que crea poder compatibilizar su catolicismo gloriándose de haber sido prácticamente el único que defendiera a los Testigos de Jehová, cuando –según él- éstos “se pudrían sistemáticamente en la cárcel” por causa de sus objeciones de conciencia.  Latiguillo este último que blanden hoy las salvajes izquierdas por doquier, desde sus múltiples medios. Porque es común entre la intelligentzia nativa, subirse al caballo por derecha y bajar por siniestra.

 Los Testigos de Jehová son, en sentido estricto, una secta satánica, abocada de modo explícito a ultrajar a la Iglesia. El recurso a la objeción de conciencia lo usaron para dejar morir con crueldad a algún pariente, impidiéndole la transfusión de sangre, o para ofender la bandera nacional o para  negarse a servir a la patria bajo la forma  del servicio militar obligatorio.

Ser católico y defensor de los Testigos, y del uso crapuloso que hacen de la conciencia objetante, guarda la misma coherencia que ser trotskysta y cruzar espadas por los cautivos del Gulag. Hasta ahora sabíamos –como dice el Pseudo Exúpery- que lo esencial es invisible a los trotskos. Habrá que agregar también a los zanóticos.

Pero en la noteja de marras, the man of the Acton nos interpela dos veces a los nacionalistas católicos; y más específicamente a la revista Cabildo. Elige para ello el modo de una pregunta, que no registra Aristóteles entre los recursos lingüísticos de la Retórica, pero sí las mucamas cuando se enojan en la feria. No se tome por reproche, ¡vamos! Pura ley clásica de lo semejante en pos de lo semejante. Ambos hacen las compras para sus patrones.

¿Y cuál sería el núcleo de la acusación zanótica hacia nuestras amenazantes huestes ultramontanas? Nos expliquemos de una vez.

En primer lugar -se nos dice- los políticos aborteros, al negarse a reconocer la objeción de conciencia a los providistas incurren en un “totalitarismo clandestino [...], revelando con ello hábitos de pensamiento totalitarios típicos, lamentablemente de la cultura argentina”.  Que sepamos el rechazo a la objeción de conciencia, cada vez que ha sido planteado, no lo fue desde la clandestinidad sino desde altos estrados públicos y visibles. El senador Pichoto, por ejemplo, hace uso de su texticulillo masón anti objetante con ostensible exhibición oficial. Lo que ha pasado a la clandestinidad en él y en sus pares, es la moral y la decencia, pero no el imperativo tiránico.

Sobre la existencia de un hábito totalitario, estamos completamente de acuerdo. Es el del totalitarismo democrático, que impone su despotismo de la cifra, su prepotencia del número, su abuso de la cantidad, la opresión de su mitad más uno. Y esto es obra maldita del liberalismo, mentor, cultor y practicante del dogma de la soberanía popular y de la mentira del sufragio universal. Si van a invocar los hábitos vayan a la cuestión 51 de la prima secundae de la Summa, para aprender a detectar a sus causantes.

En segundo lugar, según este muchacho Gabriel de la Zanatosa, los nacionalistas de Cabildo seríamos culpables de “tanto poder otorgado al Estado”, de querer estatizar “la salud y la educación” por ser “derechos sociales”; de pensar que “todo estaba bien con un ministro de educación , y por supuesto con Onganía y con Videla”; pero que, como ahora, las cosas han cambiado y el poder estatal “va para otro lado”, suceden estos atropellos como querer negar la objeción de conciencia. La culpa es nuestra, en suma, porque a diferencia de los católicos liberales que “lucharon siempre contra el poder”, nosotros le dimos más y más poder al Estado.

Sinceramente nos duele ver cómo se le caen los anillos, se le desgracia el jubón y se le amarrona la librea al mayordomo del Lord hereje. Lo teníamos por sujeto de otro horizonte cultural y moral. Y aunque no lo supusimos nunca destinatario del encomio lorquiano: “voz de clavel varonil”, tampoco creíamos que prestaría su palabra a tanta mariconería  junta.

El Nacionalismo Católico, precisamente por lo segundo, que a la vez califica y sustantiviza a lo primero, jamás concibió al Estado como algo distinto a lo que enseña al respecto la Doctrina Social de la Iglesia. Ni estatolatría, ni neutralismo, ni omnipotencia, ni indiferentismo. Ni panteísmo de Estado ni ausencia irresponsable del mismo.

Nos hemos cansado de repetir con Oliveira Salazar, que el Estado debe ser una persona de bien, ejercitante, entre otros, del principio de subsidiariedad; y que no es lícita ninguna de las formas de monopolio estatal sobre la educación o sobre alguna de las cuestiones vitales en las que esté en juego la salvación de las almas o aún la mera salud integral de la creatura.

Ni en la teoría ni en la práctica hemos concebido un Estado que no fuera “el ministerio de Dios sobre la tierra para asegurar el bien común”. Nuestro ideario, en todo caso, está antes en la Unam Sanctam de Bonifacio VIII, pero nunca en el Discurso de Sarmiento en el Senado, del 13 de septiembre de 1859, proclamando que el Estado no tiene caridad ni alma. Porque es el Estado Liberal, instaurado tras la derrota de Caseros, con previo delito de traición a la patria, el que impuso su laicismo integral a sangre y fuego. Y es en nombre de ese laicismo masónico que hoy pueden negar los reclamos de la conciencia católica ante un crimen como el aborto.

¿Qué objeción de conciencia respetó el Estado liberal cuando impuso la obligatoriedad del matrimonio civil, o la del voto coactivo, multando a sus infractores y colocándolos en la lista de los réprobos? ¿Qué objeción de conciencia respetó ese mismo Estado Liberal cuando sometió a las familias a la educación común de signo jacobino u obliga desde hace décadas al ciudadano común a tener que regirse por una moneda extranjera si quiere acceder a una vivienda?

El Nacionalismo Católico no ha sido nunca poder en la Argentina. Y es redondamente una infamia –de esas que en otros tiempos se dirimían con el guantazo arrojado a la cara del canalla- afirmar que nosotros no hemos enfrentado siempre al poder de turno; y que no hemos pagado por ello el alto costo que supone ser políticamente incorrecto a perpetuidad.

Gobiernos civiles y militares, oligarcas de overol o de levita, proletarios o burgueses, peronistas o gorilas, cursillistas o  budistas, ¡todas!, absolutamente todas las variantes del Régimen han conocido nuestra enemistad. Incluyendo el Onganiato y el Proceso; afirmaciones tajantes que podemos convalidar con una montaña de documentación escrita, publicada y difundida en cada circunstancia histórica.

No debería Zanotti mencionar la cuerda en casa del ahorcado. A su padre, el Proceso le restituyó la cátedra de Política Educativa en la UBA; fue asesor de la Armada a partir de 1969, cuando aún gobernaba Onganía; y en el homenaje a su figura, que le hiciera La Nación a los diez años de su muerte, en la Fundación Bank Boston, asistieron personalidades del liberalismo católico como el Dr. Llerena Amadeo, que fuera ministro de Educación del Proceso, Víctor Massuh, otrora embajador ante la UNESCO o el Contralmirante Sánchez Sañudo, partícipe de la Revolución Libertadora. Datos todos que el mismo Juniors nos ha aportado en sucesivos artículos. Y que son, además, del dominio público.

Y datos ante los cuales, en principio, podríamos encogernos tranquilamente de hombros, si no fuera porque se pretende que, para nosotros, “la nación católica se da en las dictaduras católicas de derecha”. De pronto –milagros de la homonimia- Zanotti ha mutado en Zanatta (il forlivez bugiardo), y ambos –por merecida alquimia- en zanahorias, vocablo cuya tercera acepción permiten los académicos del idioma sinonimizar con imbécil.

             Pero dejemos a este “irrelevante total”, como se autodefine en el artículo que le estamos comentando; y vayamos al tema de fondo. ¿Es lícito y/o recomendable esgrimir la objeción de conciencia ante la posible o cierta legalización del aborto?


La objeción de conciencia
        
         Va de suyo que al modo de los liberales, no. Porque en la perspectiva liberal es una variante más de la autonomía del juicio individual, del culto al subjetivismo relativista, del rechazo de cualquier forma de heteronomía ética o de moral objetiva, de la libertad convertida en antojo. Lo mismo vale hoy para no matar a un embrión, que ayer para matarlo negándole una transfusión sanguínea o mañana para desertar de una guerra justa, si tal posibilidad existiera. Por eso, la categoría “objetores de conciencia” ha sido siempre cara a las izquierdas progresistas y liberales. Y por eso el Magisterio de la Iglesia supo hacer sus claras distinciones[1].

            Pero supuesto en un sujeto sano y responsable el ejercicio del habitus primorum principiorum o sindéresis, por cierto que está en todo su deber primero, y en su derecho después, levantar bien alto la voz de su conciencia, ante una ley aborrecible, para exigir que se obedezca a Dios antes que a los hombres (Hechos 5,29). La conciencia recta no puede sino rebelarse contra lo que escolásticamente se llamaba una real, objetiva y flagrante atrocitatem facinoris o acto de atroz injusticia.

            Ahora bien; el hombre que así gloriosamente actúa, para que su acto sea no sólo ejemplar y edificante sino santo y heroicamente congruente, no debe pedir garantías al mismo verdugo de que nada le sucederá si no sacrifica a los falsos ídolos. Gritará –como consta en las Actas de los Mártires- ¡no sacrificaré!, y pedirá fuerzas a Nuestro Señor para aguantar las consecuencias. Como mostró el rey Balduino de Bélgica que era posible, perdiendo nada menos que su trono por no consentir el nefando crimen del aborto. Después, si la leguleyería impuso sus triquiñuelas, es otra cosa. Pero el gesto es válido.

Nunca son recomendables sino despreciables los católicos libeláticos; esto es, aquellos que buscan la garantía, la contemporización y el refugio del poder constituido. La chancha y los veinte no se puede ni se debe. Si no sacrificamos nos pueden echar del trabajo, sí. Y ser denostados por anónimos y cobardes plumíferos. Y perder fama, honor y hacienda, sí; y ser declarados enemigos del pueblo, también, como tantos casos gloriosos. Hay una bienaventuranza para los que todo lo padecen por causa de Cristo. Y un nombre, el de mártires, para quienes pueden ofrecer hasta la vida.

Entendemos a los profesionales de la salud que exigen la objeción de conciencia legalizada y garantizada por el Estado si se aprueba la Ley IVE (Infernal Voluntad de Exterminio). Pero primero será pedir el milagro de que el Dios de las Batallas aplaque la furia criminal de los aborteros; y después, si tal gracia no la merecemos, pedir el milagro de que se nos de la fortaleza extraordinaria para sobrellevar las consecuencias, que no serán fáciles. Mucho menos si además de una conciencia rectamente objetora, no hay una conciencia parusíaca. Bueno sería que la Iglesia, antes de acompañar este pedido de la objeción de conciencia –que para algunos equívocos conceptuales se presta- predicara sobre las Postrimerías y sobre la virtud de estar dispuesto a perderlo todo antes de pecar contra Dios. Al fin de cuentas se supone que es lo que rezamos diariamente en el Pésame.

Es de San Buenaventura la hermosa enseñanza aquella, según la cual: “la conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero; y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del Rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” (In II Librum Sententiarum, dist.39, a.1, q.3).

Sólo en este sentido se podrá hablar de una conciencia objetante, impugnante y movilizadora del Buen Combate. El resto es el pecado del liberalismo; o el temor de los cobardes; o el conformarse cada vez con menos de los tibios; o el acomodarse en la derrota para conservar el puesto; o el tirar la toalla antes de que la lid acabe.

No será el liberalismo católico el que venga a darnos lecciones de resistencia al poder. Tampoco nos vanagloriamos de ser nosotros paradigmas de conductas. Pero la Iglesia, “columna y sostén de la Fe” (I Timoteo 3,15), Mater et Magistra y Esposa del Señor, tiene un escuadrón de testigos para que nos espejemos en ellos en estas horas duras y cruciales.

Digo la Iglesia. De pie al pronunciar su nombre y de rodillas tras pronunciarlo. Digo la Iglesia semper idem. Digo la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica. Contra ella no podrán ni han podido nunca obtener el triunfo definitivo los enemigos de la Cruz. Porque la Barca la conduce Cristo. Y Cristo navega hacia lo alto, hacia Arriba. Desde donde se sale victorioso cuando parece que  el laberinto nos tiende la más cruel encerrona.



[1] Recomendamos dos lecturas: Rafael Somoano Berdasco, Pacifismo, guerra y objeción de conciencia, a la luz de la moral católica, Madrid, Fuerza Nueva, 1978 y Gonzalo Muñiz Vega, Los objetores de conciencia, ¿delincuentes o mártires? , Madrid, Speiro, 1974.