lunes, 16 de mayo de 2016

EL MÁS ESTREPITOSO DE LOS SILENCIOS

Tempus agendi est Domino,
violaverut legem tuam. 
(Ps 118, 126).

Es sabido que entre intelectuales –suponiéndole a este apelativo no la triste connotación profesional que adoptó en los tiempos modernos, sino la personal disposición y dedicación a las bondades del theorein, los adscritos al bíos theorétikos-, que entre intelectuales, decimos, suele latir por temperamento propio una cierta desconfianza por la acción, un desdén más o menos manifiesto por los múltiples negocios que ocupan al común de los mortales. De Pitágoras a Ortega y Gasset, el vivir la vida como espectáculo supuso una distancia manifiesta no sólo respecto del homo faber, del componedor de artificios, sino incluso de las formas más o menos "fabriles" de la acción política. Desdén doblado a menudo en aversión, como comprensible juicio adverso respecto del activismo moderno (activismo que es motor incluso de herejías que cunden como subgéneros del modernismo, como aquella que Pío XII llamó “herejía de la acción”), suele correr frecuentemente el riesgo de hacerse imperturbable ante los naufragios colectivos y los peores cataclismos: el prurito de resguardar la ataraxia, la distancia lúcida ante los hechos, puede disuadir eficazmente a sus cultores de acometer la lucha y el riesgo necesarios. Son las bondades inherentes a la aurea mediocritas afirmadas en orgullosa oposición al “vivir peligrosamente”.

Ahora bien: en la calificación misma de “reaccionario”, de la que tanto quisiéramos ser dignos, consta esta perentoriedad de la acción en ciertos lances históricos. Un agere contra que, por definición, no puede limitarse a la sola especulación, por muy sobrado apego que tengamos por la vida intelectual. Y si es muy cierto que, ante todo, «la obra de Dios es creer en Aquel que Él ha enviado» (Io 6,29), no lo es menos que esta fe que se nos exige y que desdeña la mera operosidad exterior, supone al mismo tiempo una labor integral de cincel, de zapapico, de remoción incesante de todo lo que estorbe a la unión del alma con Dios a la vez que la urgencia del testimonio público. La obra principia por el creer y el hablar, como lo subraya el Apóstol: con el corazón creemos en orden a la justificación y con la boca hacemos profesión de nuestra fe para alcanzar la salvación (Rm 10,10).

Esta misma disposición que antes describimos, como de taciturnos bueyes, pudo fácilmente encarnar en los jerarcas de la Iglesia a lo largo de los siglos, especialmente cuando los labios de los obispos destilaban sabiduría, obra ésta necesaria si las hay. Era justo que tal tesoro se labrara en lo oculto según su estilo propio, sin agitaciones, despreocupadamente, para luego ser ofrecido en don a muchos. Cuando se observa esto, no resulta en modo alguno casual que el más recomendado entre los doctores de la Iglesia fuera cognominado el "Buey mudo". Se trata, con todo, de una mudez locuaz, de un silencio cuyo repliegue anuncia un torrente de riquezas espirituales, de una "soledad sonora" que en nada se parece a la abulia o, peor aún, al silencio calculador motivado por la despreciable prudentia carnis, capaz de cohibir la manifestación de la verdad y de sofocarla bajo múltiples estratos de hez y de simulación.

Este último y flaco tipo de silencio, irritante a cualquier conciencia recta, ha sido el adoptado unánimemente por la Jerarquía conciliar, empezando por los modos impuestos en su momento por la Ostpolitik. Dejamos a los entendidos en la materia la cuestión acerca de, si por defecto de forma, las consagraciones episcopales Novus Ordo resultan inválidas, poniendo al gobierno de las diócesis a simples palos de escoba: de la superabundancia de los efectos conocidos por todos, semejante tesis resulta al menos verosímil. Lo que de mínima puede decirse es que esas maneras más bien flemáticas propias del hombre teorético fueron eficazmente exacerbadas por la herejía triunfante hasta lograr la peor de sus caricaturas, emplazando en los solios episcopales a una recua de zombis incapaces de pronunciarse contra los errores y las imposturas que, en progresión creciente, corrompieron la faz de nuestras sociedades y acabaron por doblegar a la Iglesia. Concretamente: tanto o más escandaloso que las blasfemias de Bergoglio resulta el anodino silencio de los prelados que, en masa, han dispuesto no horrorizarse ante aquellos pasajes de la Fornicationis laetitia que, como el parágrafo 3, ya desde el principio del texto, anticipan la aplicación de la hermenéutica hegeliana al Evangelio.

En la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13)

Se llegó a la desfachatada sazón de manipular las palabras del Señor para -sobre la tesis implícita de la «Revelación incompleta»- abrir las puertas al caos. Esto ya estaba claro desde el principio de este pontificado, según alguna vez lo comentamos en estas páginas: la salida de Benedicto comportaba la plenitud de la ventura conciliar, la "Iglesia de la abdicación". Ahora, enancados sobre las doctrinas condenadas de Joaquín de Fiore y llevándolas a su torsión más maliciosa, invocan con blasfemia al Espíritu Santo para rendirse al espíritu del mundo y a los planes mundialistas, aboliendo la noción misma de pecado y contribuyendo a la total demolición de la institución familiar. Y la demente carrera sigue sin pausa: no bien permitidas oficialmente las comuniones sacrílegas, Francisco la emprende con el diaconado femenino. Y los obispos siguen haciendo la del cartujo.

Aquel pascaliano silence éternel de ces éspaces infinis podría aplicarse a la infinita vileza de los 5000 obispos dispersos por el mundo, incapaces de lanzar el anatema merecido por un documento tan ponzoñoso. Así como la creación material ha sido comparada a menudo con la Biblia, por la elocuencia con la que los seres remiten a su Creador, y hasta los astros son capaces de "hablar en lenguas", como en Fátima, a nuestros jerarcas, a pesar de estar dotados de los órganos de la fonación, les cabe el retrato que el salmista hace de los ídolos de los gentiles (Ps 134, 16): os habent, et non loquentur.

Entre las dificultades exegéticas que presenta el texto del Apocalipsis, hay una particularmente peliaguda: la que, a la apertura del séptimo sello, y luego de haber cundido una vasta catástrofe telúrica, «se hizo en el cielo un silencio como de media hora» (Ap 8, 1), tras el cual vuelven los terremotos y erupciones que anuncian la Parusía. Castellani, rendido ante la dificultad de este pasaje, creyó ver -sin estar del todo convencido- que se refería a un breve período de paz para la Iglesia antes del fin. Si aplicáramos las convulsiones previas a este silencio descrito por el texto sacro a un hecho histórico de pesadilla capaz de convulsionar a los mismos elementos, como lo fue la Segunda Guerra Mundial, el «silencio en el cielo como de media hora» podría bien aludir a la consecutiva reticencia de la Iglesia a proclamar la verdad. A este respecto, el mutismo vescovil en relación a los bergoglianos desafueros ya constituye un clímax difícilmente superable, como de fin de estación: es de esperar, pues, la reanudación próxima de las catástrofes antes de la venida del Justo Juez.