martes, 27 de octubre de 2015

LA SINODALIDAD, A PUNTO

Pretender que «la palabra familia ya no suena más como antes del Sínodo», según atinó a decir Francisco después de pronunciar una vomitona de denuestos para con los «duros de corazón» que resisten el cambio, aparte de ser de una jactancia burda, aparte de rezumar la frase hecha, el slogan, la nonchalance intelectual que lo distingue, expresa sin disimulo la aspiración que siempre tuvo el modernismo: vaciar a las palabras de su concepto mental para, conservada la expresión, introducirles otro contenido. Es la falacia repetida regularmente desde hace décadas por uno y otro corifeo de cierta "exégesis", ámbito no por nada tan fecundo para las aventuras de los prevaricadores: no podemos pretender, después de dos mil años -dicen-, que palabras como «Reino de Dios» o «santidad» signifiquen hoy lo mismo que antaño. San Vicente de Lerins tiene un célebre adagio para responderles.

Antes que en la Iglesia, la palabra ha sido resignificada en el mundo, en la política: pensemos no más en la frecuencia con la que un gobierno notoriamente apátrida como el nuestro recurre a la palabra «patria». El complejo de inferioridad respecto del mundo, característico de la Jerarquía post-conciliar, le adjuntó a la Iglesia el ominoso tic de impartirle la bendición a cualquier cambio, incluido aquel que supone el fraude semántico. Como el cadáver del Cid, que revestido de su armadura y puesto en ancas del caballo servía a reportar nuevos triunfos sobre la morisma, así se juzgó que el cuerpo sin alma del episcopado conciliar, puesto a bendecir maquinalmente los más monstruosos desatinos del mundo, lograría el difícil cometido de hacer bogar a la Iglesia en el proceloso mar de los tiempos que corren. Porque nadie podrá discutir la paradoja de que, pese a la penicilina y a la previsión social -y pese a la fábula del evolucionismo histórico-los tiempos modernos han devuelto la problematicidad de la supervivencia a instancias quizás no vistas desde el paleolítico.

En este clima de presiones a que se ve sometida una Iglesia siempre más pródiga en sus concesiones al mundo, la Relatio finalis del Sínodo reincide en todos los vicios de la jerga conciliar, conciliadora, equidistante -si esto fuera posible- de la herejía y la ortodoxia, con ese bable ni frío ni caliente que caracteriza al magisterio escrito desde el último concilio. Lo advierte sin dificultades la misma prensa secular: «sólo una virtuosa alquimia conceptual, muy propia de la tradición vaticana, densa en equilibrios y sutilezas, permitió conciliar posturas conservadoras y reformistas a veces muy alejadas [...] Hubo un intento deliberado de redactar un texto integrador y políticamente correcto, que fuera aceptado por todos los sectores, a sabiendas que de que podría contener demasiada vaguedad y ambigüedad. Pero fue el precio a pagar por el acuerdo» (debiendo aclararse a los legos que por esa «virtuosa alquimia conceptual, muy propia de la tradición vaticana» debe entenderse la neoparla más bien propia de una tradición reciente, fundada en una ruptura con el depósito ucrónico de la Verdad para ceder al compromiso con el tiempo). De resultas, se dio la paradoja de que unos y otros (herejes contumaces y conservadores) celebraran como propia una victoria exigua cuando, de hecho, el Sínodo no ha sido sino un jalón más en la ya interminable pasión de la Iglesia.

Porque aunque no se aprobaran por escrito las bienaventuranzas de la pederastia -como era de temer en vista de la efebofilia de tanto perito sinodal- ni se instara al menos a elevar a la poligamia a sacramento, lo cierto es que se sometió a discusión lo indiscutible, lográndose concertar en un recinto común los defensores de la remanente moral católica con sus opugnadores para tener que escuchar, entre otras historias ofrecidas como edificantes, la de un niño sacrílego que trozó la hostia consagrada en el momento de recibirla en comunión para dársela a comer a su padre y su madre, separados en nueva unión. Y aunque Kasper y sus mil demonios no lograran hacer consagrar por escrito una fórmula visiblemente herética, en el Sínodo debió escucharse a un prelado que pedía a la Iglesia que, pese a la voluntad de su Divino Fundador respecto de la institución conyugal, imitara la misericordia de Moisés, que concedió el libelo de repudio; y a otro, invitado especialmente por Francisco, alegar sin rubor que aunque quienes comulgan «sean divorciados vueltos a casar, homosexuales, esposas de hogares polígamos… son hermanos y hermanas de Jesús, por lo tanto son nuestra familia, [pues] la Eucaristía es el alimento de aquellos que están en camino para formar el Cuerpo de Cristo». Acierta en esto Francisco con lo de las nuevas resonancias que habría adquirido la palabra «familia» en esta turbia sazón.

Por lo demás, y como fue oportunamente notado en otro lugar, la decisión de delegar en cada obispo la potestad de decidir «caso por caso» en lo relativo al acceso a los sacramentos de parte de los amancebados supone un triunfo del más rancio espíritu farisaico, casuista, espigador moroso de los detalles, pese a la clamorosa interdicción que Francisco lanza de continuo contra aquellos a quienes califica como «fariseos». Y que acá, como en la cacareada «sinodalidad», que es el nuevo nombre de la herejía conciliarista condenada en el V Concilio de Letrán y en la Auctorem fidei, de Pío VI (con insistencia en la «conversión del papado», ya apuntada en la Evangelii gaudium, o en la autoridad doctrinal concedida a las Conferencias episcopales, mamarracheada en la Laudato Si'), se acaba por herir eficazmente al pastor, con el resultado inevitable de la dispersión de las ovejas, es decir: el fin de la catolicidad o universalidad, de la unidad en la fe, que depende de Pedro como de su regla próxima. Estaríamos en la demencial situación en la que el primado se ejercería despóticamente para disolver su autoridad, tal como desde el comienzo de este pontificado lo previó De Mattei, confirmando, según el programa de los ideólogos comprometidos en la obra, «el pasaje de una visión jurídica de la Iglesia, basada en el criterio de jurisdicción, a una concepción sacramental, basada en la idea de comunión», que haría del papado «un primado de "honor" o de "amor", pero no de gobierno y de jurisdicción de la Iglesia».

Quizás ésta -más que el finiquito de la enseñanza moral católica acerca de la familia- sea la perla del Sínodo. O, para mejor decir, quizás esté por instrumentalizarse esta vera y propia herejía, que servirá de motor a todas las otras aún en suspenso, contrabandeadas por la inestimable pericia de los obispos juramentados al nuevo credo. Francisco habrá logrado plasmar una Iglesia -si Dios no lo detiene- a imagen de aquel pollo descabezado que causó furor en los años cincuenta del pasado siglo, alimentado por el esófago y con su cabeza flotando en un frasco de formol, para hacer las delicias del público.





Un espectáculo del que se gloriaría la moderna profanidad, enemiga insoluble de la constitución pétrea, firme, de la Iglesia, cuyo lastimoso sucedáneo, guillotinado motu proprio, subsistirá gracias al favor de los césares, dadores del maíz con leche a trueque del infamante show.

Es de esperar que, antes de que se verifique semejante desafuero, haya al menos tres o cuatro cardenales que lancen el ansiado anatema contra Bergoglio, y la Iglesia Católica, ya sin los templos pero con la fe, se vea purificada y libre de toda la escoria que gravó su misión específica por estas décadas.