sábado, 15 de noviembre de 2014

LA CONTRAIGLESIA Y EL ANTICRISTO (II y III)

II

La santa aversión de la Iglesia Católica al plan satánico encuentra su antítesis en la aversión impía de la contraiglesia a la obra de la Redención. Y la Simia Dei sabe muy bien que debe utilizar -pervirtiendo su fin- los mismos medios que la Iglesia para lograr su propósito, si no de derrotar a Dios -algo impensable de lo cual ella es, con todo, consciente- al menos de condenación para el mayor número de aquellos que Él ha redimido con Su Sangre. Y de profanación de Cristo en sus Especies Eucarísticas, en las cuales Él se halla prisionero, expuesto a los escupitajos y a los ultrajes como cuando fue atado a la columna y azotado por los verdugos.

Sólo puede ser comprendido desde esta óptica aquello que León XIII escribió en su exorcismo: enemigos llenos de astucia han colmado de oprobios y amarguras a la Iglesia, esposa del Cordero inmaculado, y sobre sus bienes más sagrados han puesto sus manos criminales. Aun en este lugar sagrado, donde fue establecida la Sede de Pedro y la cátedra de la Verdad que debe iluminar al mundo, han elevado el abominable trono de su impiedad con el designio inicuo de herir al Pastor y dispersar al rebaño.

Hoy asistimos a esta serie de amarguras, a esta embriaguez de ajenjo, mientras en Roma se asientan inexplicablemente dos Papas, para escándalo de los justos y aplauso de los impíos. Un Papa renunciatario que sigue residiendo en la Alma Urbe vestido como Papa, y otro Papa reacio a ser llamado tal, que depuso muchas de las insignias de su dignidad específica, pero que utiliza el poder papal y el ascendente mediático del que goza para formular afirmaciones en marcado contraste con aquel Depositum Fidei que él debiera, por el contrario, defender y custodiar. Uno calla tímidamente, apareciendo en circunstancias oficiales, casi haciéndose garante de su propio homólogo: ambos reducidos a su mitad, el primero, por haber abdicado al gobierno pero no al nombre, y el otro, que teoriza desviaciones doctrinales inconcebibles, hablando sin freno y sin coherencia para el deleite de los enemigos de Cristo. Un desdoblamiento irreverente contra  la praxis milenaria de la Iglesia y contra el mandato divino: diarcas de una potestad que, por esa misma razón, resulta desacreditada, empobrecida y humillada ante el mundo. Asistimos -desconcertados los unos, desaforadamente entusiastas los otros- a la paradoja de una casi sedevacancia justo en el momento en el que, Papas, hay dos. Las palabras de la beata Catalina Emmerich a propósito de los dos Papas y de las dos Iglesias hubiesen resultado increíbles hasta hace apenas dos años, y nos involucran en esta universal confusión a nuestro pesar.

Y en estos días nos enteramos, gracias a la denuncia de Antonio Socci y por el silencio cómplice de la Curia y de los Cardenales, que en lo secreto del Cónclave se habrían cumplido abusos y gestiones tales como para afectar la validez de la elección de Bergoglio, después de las anomalías no menores en la abdicación de su predecesor. Sin embargo, estas revelaciones no hieren en lo más mínimo el descaro del jerarca argentino, tan ansioso por complacer al mundo cuanto hábil para deshacerse de cualquier voz disidente: desde los fastidiosos Franciscanos de la Inmaculada a los varios Prelados más o menos refractarios al nuevo curso, como Piacenza, Burke, Cañizares y muchos otros menos conocidos.

Reina la confusión: prerrogativa de todo lo que viene del Demonio. Y la señal inequívoca de que en toda esta sucesión de novedades inauditas y de desorientación doctrinal, moral, disciplinaria y espiritual no hay nada de bueno, nada de santo, nada de católico. Dios ama el orden, la armonía del silencio, el recogimiento, la claridad inconfundible de Su Palabra, palabra del Padre que ama a Sus hijos y los quiere salvos sin engaños, sin trampas, sin equívocos.

Ahora está claro que en la confusión reina Satanás, tan adverso al silencio cuanto acostumbrado se halla a los gritos de desesperación de los condenados, a quienes inflige, por cuenta de la Justicia divina, el suplicio eterno. Es comprensible que aquel estrépito infernal sea la figura que señala también su momentáneo triunfo sobre esta tierra, y su ascenso al poder universal. Análoga confusión se ha introducido también en el Santo de los Santos, donde a la contemplación adorante de la Liturgia Romana le sustituyó el alboroto indecoroso del Novus Horror: la Iglesia de Cristo celebra el culto divino entre las volutas de incienso, mientras la Sinagoga de Satanás adora al hombre deificado con alborotos tribales. Miserable simia Dei; y más miserable que él, miserables aquellos que se arrojan a sus pies para servirlo, no sólo en las instituciones civiles, en los tribunales, en las escuelas, en los bancos, en los hospitales, en los medios de comunicación y en todo ámbito del consorcio civil, sino también desde los púlpitos, desde las cátedras episcopales, desde la Curia romana y, quod Deus avertat, desde el Solio.

Sabemos que estas afirmaciones pueden sonar piis auribus muy fuertes. Pero, ¿cuándo hemos oído jamás a un Papa estigmatizar, como también recuerda con admirable lucidez Alessandro Gnocchi, a los jefes del pueblo, a los malos pastores que cargan sobre los hombros de la gente pesos insoportables que ellos no mueven siquiera con el dedo, no para denunciar la hipocresía de la Sinagoga (con la que él mantiene indecorosas relaciones), sino para condenar a aquellos Obispos que se niegan a malvender la Doctrina y deshojar la Moral para secundar el espíritu mundano y anticristiano del momento presente?

¿Cuándo hemos oído alguna vez a un Papa teorizar la necesidad de cambiar la Ley divina, concediendo a los divorciados acercarse a la Comunión y haciéndolos así añadir, al sacrilegio del vínculo sagrado del Matrimonio, aquel otro horrible del profanar la Santísima Eucaristía y la Confesión? Y a más, ¿podemos apenas concebir a un Papa que se haga responsable de llenar el infierno, después de que sus inmediatos predecesores vaciaron iglesias, seminarios y conventos? El mundo ha cambiado y la Iglesia no puede cerrarse en las supuestas interpretaciones del dogma, delira el Obispo de Roma. Pero hubo un tiempo en el que el mundo fue capaz de cambiar gracias a la Iglesia, en el que Reyes y naciones hincaron la rodilla ante la Cruz de Cristo, en el que las leyes reconocían la Realeza universal de Nuestro Señor. El mundo no cambia sin que haya quien pilotee y dirija los cambios: la contraiglesia conciliar ha cambiado también al mundo, descristianizándolo en pocos años, y ahora Bergoglio finge no saber que la situación actual es el fruto de un goteo continuo de discursos papales, de documentos conciliares, de ejemplos escandalosos, de encuentros ecuménicos, de abrazos impuros con los enemigos de Dios.

Se objetará que Bergoglio no ha cambiado todavía la disciplina católica, o que al final lo único que quiere es aggiornar la pastoral sin cambiar el dogma. Pero, ¿qué pastoral -cuyo objetivo debiera ser el traducir en actos morales la adhesión del intelecto a la doctrina- puede contradecir los presupuestos teóricos de los que debe estar informada y las finalidades para las que existe? Son cosas que desalientan, y que preanuncian desastres mucho más atroces, que van más allá de las más oscuras perspectivas de los profetas de desventuras de la época de Roncalli.

Y  más: aun admitiendo que no se llegara a la concesión de la Comunión para los pecadores públicos, ¿no es acaso éste un hecho hoy ya practicado sin ninguna reserva con el consentimiento del bajo Clero y de una buena parte de los Obispos? La Iglesia niega los sacramentos a quien, con sus propios actos, libre y conscientemente, se pone fuera de la misma, rechazando a Cristo y a Su Ley: divorciados y concubinarios, suicidas, abortistas, comunistas y ateos practicantes, masones, herejes y cismáticos. Ahora bien, ¿no es acaso cierto que a todos ellos -¡a todos!- se los admite a los Sacramentos, les son concedidos funerales religiosos, pueden ser padrinos de Bautismo o testigos de bodas, participan en Misas y celebraciones, y, finalmente, se los invita a intervenir en conferencias católicas o a escribir en revistas y diarios católicos? ¿Qué excomunión se aplica a ellos, si de facto ellos representan a esta altura una parte integrante de la vida de la contraiglesia, desde las parroquias más remotas a los Pontificios Consejos o a las Comisiones Vaticanas, con la aprobación extática de Scalfari y Ravasi?

Hay que recordar que esta praxis no es reciente, y que encuentra su base ideológica en desviaciones que tienen décadas de antigüedad, fruto del Vaticano II: la simple afirmación de la bondad intrínseca de la laicidad del Estado -condenada por el Magisterio Infalible pero aun así afirmada y defendida por Juan Pablo II y Benedicto XVI- implica un reconocimiento del matrimonio civil, que ante Dios no es más que una arrogante réplica laica del Matrimonio Católico, y que contempla asimismo el divorcio como legalmente sancionado por la ley civil. ¿Hemos oído alguna vez aunque sea a un Obispo postconciliar pronunciarse en contra del matrimonio civil, recordando que ello conlleva para los católicos la excomunión latae sententiae, o no hemos más bien escuchado a algunos Prelados afirmar impunemente, y sin ninguna censura vaticana, que esto es preferible a la legalización de las uniones de hecho? ¿No se ha podido leer por estos días la alucinación del Prepósito General de los Jesuitas, que afirmaba haber más amor cristiano en muchas parejas irregulares que en muchas parejas regularmente casadas por iglesia?

No está fuera de lugar mencionar que sería no sólo conveniente, sino incluso obligado poner como ejemplo y paradigma de referencia para los esposos católicos la Sagrada Familia, y no las parejas divorciadas: el hombre tiene necesidad de nobles ideales a los que aspirar, no de escuálidos compromisos o de mezquinas mediocridades. Y aún otro rasgo característico de la contraiglesia: el deseo de considerar siempre y de todos modos a los fieles como indignos de la magnificencia de los ritos, del esplendor del arte cristiano, de las excelsas cumbres de la espiritualidad católica, de las profundidades de la teología, en nombre de una simplicitas calvinista, de un pauperismo de limosna, de una ignorancia que ellos quieren imponer desde lo alto, casi para evitar que se pueda comprender el gran engaño perpetrado desde el Vaticano II en adelante.

En vez de elevar al pobre de la miseria, se anulan por vía de autoridad las riquezas de las que éste se halla privado; en vez de elevar al simple al conocimiento de la Verdad, se banaliza la doctrina y se empobrece la moral; en vez de indicar la santidad heroica, se la disminuye. A la elección del camino real de la Cruz y de la mortificación se prefiere el cómodo sendero de una  falaz alegría autorreferencial. No más Cuaresma: sólo pascuas privadas de sentido. Desde esta óptica, ¿por qué dos esposos tendrían que pedir a Dios que les conceda la Gracia a través de la cual afrontar y superar las pruebas? Si de todos modos se es salvo, y si se salvan también los mahometanos polígamos, ¿por qué vivir el matrimonio como una cruz bendita gracias a la cual se merece el cielo?

Por supuesto, más allá de las decisiones reales del Sínodo que se celebra en estas semanas, el daño ya está hecho: la opinión pública tuvo su contramagisterio de parte de la prensa, siempre diligente en la difusión del error y en el pilotear ideológicamente a las masas. El magisterio líquido en el que sobresale Bergoglio, habilísimo en la formulación de juicios ambiguos, pero de los cuales los medios ofrecen la interpretación auténtica, que parece perfectamente coherente con la mens del inquilino de Santa Marta. Y no es casualidad que el Sínodo haya sido blindado, en desafío a la tan cacareada parresia, para impedir a los Obispos hacer oír su propia voz católica contra las directrices ultraprogresistas del lobby bergogliano encabezado por el cardenal Kasper, patrocinado también en sus indigestos libelos ad usum delphini.

Claro, es fácil proponer ofertas de fin temporada doctrinales en nombre de una adecuación a las nuevas y complejas realidades del pueblo cristiano, pero ¿quién es el responsable de estos malos hábitos generalizados, si no el Clero? ¿Dónde estaban todos estos Pastores cuando se desertaban las Misas dominicales, cuando los matrimonios católicos mostraban signos de peligrosa disminución, cuando las separaciones y los divorcios se multiplicaban? ¿Dónde estaban cuando las vocaciones menguaban drásticamente, cuando las Órdenes religiosas contaban más defecciones que nuevos profesos? Ah sí, estaban ocupados -absit injuria verbo- en putanear con los reyes, en recibir en audiencia a los masones, judios y perseguidores de los cristianos, en hacer eucaristía, en decidir nombramientos y ascensos en sus camarillas. Y los párrocos que lanzaban señales de alarma eran señalados como fanáticos; aquellos que rechazaban la admisión de los indignos al matrimonio eran amonestados en la Curia y repudiados en público por su Obispo. Marchaba todo bien, tenía que marchar todo bien, incluso contra toda razón: era la formidable primavera conciliar, y quien levantaba dudas era culpable de derrotismo. Era la época en la cual, al igual que otras manifestaciones oceánicas no menos miserables del pasado reciente, nos contentábamos con un Papa que sabía reunir a su alrededor a miles de jóvenes, debiendo luego confiar a los barrenderos la recolección de miles de preservativos dejados por esos jóvenes en los campamentos después de las Jornadas Mundiales de la Juventud, prueba tristísima de la inanidad de aquellos entusiasmantes consensos.




III

Hechas estas consideraciones, es evidente que la contraiglesia no puede hoy negarse a sí misma después de haber extendido las premisas doctrinales de la descomposición moral de la que ella es artífice y principal responsable. Sólo gracias a la Dignitatis Humanae se plasmaron generaciones de católicos vueltos ideológicamente eunucos en la confutación de cualquier error, primero sobre la base de una presunta tolerancia, luego en la plena aceptación de las sectas y, finalmente, en el reconocimiento de un indebido respeto hacia las más absurdas idolatrías: al punto de ver al Vicario de Cristo besar el Corán o hacerse marcar en la frente con la señal de Shiva (Juan Pablo II), y a su digno sucesor recibir la bendición de un exaltado carismático, de un sedicente «obispo» anglicano o de un pastor valdense. Arrodillado o inclinado, humillando ante un hereje la suprema dignidad apostólica que él detenta. Dignidad ya postrada por Paulo VI cuando depuso la tiara, de la que él era sin dudas indigno, pero de la que, sin embargo, Dios le había ceñido la cabeza para que fuese el Vicario, y no el apóstata.

En perfecta armonía con el indiferentismo religioso profesado por el Sanedrín romano, los Estados han hecho propia la tolerancia hacia cualquier culto. Alguien temió entonces que cundiera el riesgo de que, llevado a las extremas consecuencias este principio, se llegara a conferir el derecho de ciudadanía incluso a satanistas -y fue inmediatamente tildado como exagerado. Sirvió para entender, justo por estos días, que la celebración de una misa negra en el Centro Cívico de la ciudad de Oklahoma es perfectamente legal y que la Iglesia no tiene ninguna potestad para intervenir pidiendo la prohibición, dado que el Estado es laico y no quiere meterse en disputas teológicas. Pero bien vistas las cosas, ¿a quién le debemos la abolición de la Religión de Estado en naciones católicas, desde Italia a España, si no a la obra diplomática de Secretarios de Estado y de Nuncios Apostólicos, bajo mandato de los Papas del  postconcilio? ¿De qué se lamentan ciertos Prelados? ¿No querían la libertad de religión? Ahora pueden invitar a Asís, aparte de los adoradores de ídolos, a los servidores del Maligno y los celebrantes de misas negras. Por otro lado, con sólo conocer los rituales de Kiko Argüello o el modo en el que se administra en casi todas las iglesias del orbe la Santa Comunión, no puede dejar de notarse que el sacrilegio de las Especies Eucarísticas está tan presente en los ritos conciliares como en los de los cultos satánicos, con la diferencia de que mientras los satanistas creen en la Presencia Real y la profanan deliberadamente, muchos sacerdotes no creen en la transubstanciación, y no pocas veces consagran inválidamente.

Incluso los venerables ritos de la Iglesia han sido parodiados por la secta conciliar: escuálidas liturgias copiadas casi literalmente de aquellas de los peores herejes, con los altares extirpados, paramentos à la mago Otelma, cánticos profanos, salvajes en danza, contaminaciones paganas. Y como en el culto divino el Rey Sacramentado está en el centro de la adoración, así en el culto conciliar es el hombre el ídolo obsceno celebrado por sus falsos sacerdotes. La Santísima Virgen, los Ángeles, los Santos Apóstoles, los Mártires, los Doctores y los Confesores de la Fe, las Vírgenes y las Viudas de la Liturgia católica han sido sustituidos por nuevos santos conciliares, en un nuevo calendario, como antes lo hicieron otros herejes y luego los revolucionarios de los últimos siglos, al punto de cambiar la toponomástica de nuestras calles y plazas a golpes de calle Mazzini, avenida Garibaldi, plaza Togliatti y paseo Mártires de la Libertad. Simia Dei.

En el fondo de todo esto, la constante es una y sólo una: la perversión de la fe, la pérdida del sentido de lo sagrado, la sustitución de una visión trascendente iluminada por la Gracia por una visión horizontal miserablemente humana que frustra -es más: impide- cualquier impulso espiritual y confina el anhelo de esperanza de la felicidad eterna a un mezquino espejismo de solidaridad y de fraternidad de inspiración revolucionaria, masónica, y de inequívoca matriz luciferina.

En la babel conciliar no se omite eliminar el santo temor de Dios, precisamente porque éste es initium sapientiae, principio de la sabiduría. ¿Qué importa si los divorciados concubinarios profanan la Santísima Eucaristía autorizándolos a comulgar? ¿Qué importa si los delirios del Sínodo causan su condenación, con el placet papal? ¿Qué importa si admitiendo a las celebraciones a herejes y cismáticos se ofende a Dios? ¿Qué importa si llamar hermanos mayores a los deicidas es una afrenta a la Pasión del Salvador? Todo se resuelve horizontalmente, casi como si la divina Majestad no tuviese parte alguna en las decisiones de Sus sedicentes ministros. Pero, ¿quién piensa en la cólera de Dios, en la terrible venganza que están llamando sobre sus cabezas y, ¡ay!, incluso sobre la nuestra? ¿En el castigo que les espera, en tanto pastores infieles, mercenarios y traidores? Para esta contraiglesia todo es bueno, todo es santo, todo es loable mientras no lleve traza alguna de catolicidad. Por eso aman el hedor del rebaño, más que el perfume del divino Pastor, y no se avergüenzan de admitirlo. Es más: ¡los enorgullece!

No sabemos si el Anticristo se sienta ya en Roma, o si otros están preparando aquel Solio para él, tal como el Precursor precedió y preparó al pueblo judío para la venida del Salvador. Pero no podemos simular que la revolución en acto que afecta a los vértices de la Iglesia Católica no tenga nada que ver con lo que la Sagrada Escritura anunció para los últimos tiempos.