martes, 10 de abril de 2018

DE LA SANTIDAD ORDINARIA Y LA CÁTEDRA TABERNARIA

Seamos optimistas por una vez: de la vulgaridad extrema de sus más recientes enunciados quizás pueda deducirse -¡Dios así lo quiera!- la no muy remota conclusión del ciclo modernista. Es cierto que no cabía esperar un apogeo, estrictamente hablando, de unas tesis (resistámonos, como Bergoglio, a hablar de «doctrina») que hunden sus raíces en el abismo, en ese vacío poblado por demonios y réprobos y que proporciona mala sustancia nutricia a todas ellas. Pero también cumple distinguir entre la presentación más o menos "filosófica" de esas tesis, como les cupo a los Loisy y a los Blondel, y el torpísimo exabrupto, la explícita declaración de apostasía y de memez, todo en uno, como vienen destilándola algunos prominentes lenguaraces.

Convengamos, antes de seguir, que nuestro optimismo sólo tiene por objeto una directa intervención divina sobre esta Iglesia que se ha vuelto irreconocible por sustitución, y no ya la espera asaz cándida de que unos pocos cardenales hastiados tomen las medidas canónicas de rigor para salir del atolladero que supone este pontificado. Situamos el indicio de esa inminente divina intervención, aparte del quietista apocamiento de los prelados (que, cuando combaten los desafueros en auge, lo hacen con los textos del Vaticano II en la mano), en la banalización extrema de los postulados modernistas, que parecen con esto haber agotado sus recursos persuasivos de antaño para acabar girando sobre sí mismos en una locuela bochornosa y simiesca. Y como, según memorable enseñanza de Marechal, de los laberintos "se sale por arriba", elevaremos los ojos hacia los montes, ad orientem, presintiendo, cuando todo parezca perdido, la irrupción del único auxilio posible.

Cuando leemos en Rahner, v..g., que «para tener el valor de mantener una relación inmediata con Dios [...] se necesita evidentemente algo más que una toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana», podemos columbrar el anti-intelectualismo del autor, al par que el desprecio del asentimiento religioso como fundamento de la relación del alma con Dios, pero el ataque contra la razón y la fe se desenvuelve todavía muy en las sombras y muy en el umbral, sin que consten a ojos vistas todas las consecuencias del planteo. Cuando Francisco, en cambio, en su documento más reciente, la emprende contra toda certidumbre intelectual y contra todo propósito de vida virtuosa fundado en la enseñanza de la Iglesia, valiéndose para ello de términos manoteados a disgusto en alguna historia eclesiástica repasada entre bostezos en sus remotos años de semiasnario (gnosticismo, pelagianismo, passim), lo que comprobamos es ya el desembozo, la explícita declaración de guerra al Magisterio y, si acaso, a aquel que la Escritura llama el «resto fiel», los que «guardan los mandamientos de Dios y el testimonio de Jesús» (Ap 14,12). Resulta francamente aterrador comprobar cuánto este hombre gusta atribuir las buenas obras a malas intenciones.

No nos detengamos, entonces, en la perenne inoportunidad de los epítetos: Bergoglio llama «pelagianos» a quienes se esmeran en vivir cristianamente, por mucho que éstos cifren en el auxilio de la gracia la consecución de sus buenos propósitos. Llama «gnósticos» a aquellos que profesan la fe de la Iglesia en toda su integridad, una fe que reconoce un fundamento racional y que no admite le sea escamoteado ninguno de sus artículos, a riesgo de sucumbir en deformaciones de carácter precisamente gnóstico, selectivo y delirante -los mismos que ventila Francisco a toda hora. Mañana el arlequín de blanco llamará peces a las aves y manjar a la carroña, y nos servirá su nueva ocurrencia escrita como prueba inequívoca del carácter irreparablemente pedestre de su modernismo de bodegón, acumulando, de paso, todo un repertorio de insultos para sus contradictores.

No reparemos tampoco en sus reveladoras antipatías, como aquella recusación más que habitual que este insomne activista de la carrera al poder hace de la vida consagrada: «muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada sólo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así» (GE, 14) «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio» (GE, 26). Estamos suficientemente advertidos por la vasta experiencia de los siglos acerca de cuánto fue siempre odiado y perseguido el monacato por los enemigos de la Iglesia, que veían en él algo así como la quintaesencia de nuestra santa religión: testigo la rapiña de los conventos después de consumada la fractura protestante, renovada luego en los tiempos de la Revolución francesa, bajo la República española, etc. «En la historia eclesiástica [...] la vida religiosa constituye un patrón infalible para medir el nivel espiritual del pueblo. Bien lo han sentido todos los que combaten a la Iglesia como institución. En todas las herejías modernas y en todos los movimientos antieclesiásticos, un punto esencial del programa ha sido la guerra a los conventos. Y dentro de la Iglesia misma, las corrientes hostiles a la vida claustral han conducido siempre a callejones sin salida, cuando no a la apostasía» (Ludwig Hertling, Historia de la Iglesia).

Ni hará falta destacar la ausencia, en un documento que pretende tratar de la santidad, de toda alusión a la expiación de los pecados. A lo sumo se distingue el pecado -con equívoco recurrente- de la "corrupción espiritual" (cfr. §165), como si no supusieran una y la misma cosa. Y se insta al galimatías de las "nuevas conversiones" a las que el Señor nos invita (§17) en lugar de abordar la perentoria urgencia de la conversión sin más. No se habla ni por acaso de la ardua santificación póstuma de las almas destinadas al Purgatorio, ni de la Iglesia como «comunión de los santos», ni de los méritos de unas almas en favor de otras como cosa constitutiva de este organismo sobrenatural que Cristo estableció para toda la eternidad y que ya triunfa en el Cielo, donde quienes nos precedieron interceden por nosotros.

En cambio, tenemos las lecciones de la vida cotidiana, con la vecina que debe aprender a no murmurar de los otros mientras pesa los tomates y la lechuga en el mercado (§16); a las muchas formas de bullying que dañan la autoestima ajena (nota al §117); al cuidado que nos merecen las personas que duermen al raso, que no deben ser confundidas con las bolsas de residuos (§98); a la acogida indiscriminada a los inmigrantes, así vengan degollando (§102 ss.). En este auténtico vademécum del buen burgués del tercer milenio, el Santo Padre se cuida muy bien de distinguir la virtuosa humillación, que recomienda, de aquel «espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfil sin energía» (§122) que puede parecérsele en ocasiones. Como también corre a aclararnos que cuando habla del buen humor de los santos (y trae a cuento a santo Tomás Moro, a san Vicente de Paúl y a san Felipe Neri), «no estoy hablando de la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy» (§128). El Escoto, en esto de las distinciones formales, no lleva tan apropiadamente el alias de doctor subtilis.

Y luego vierte la farragosa cornucopia de nimiedades sin la cual Bergoglio no sería Bergoglio, ni se podría decir de sus ghostwriters (Tucho et al.) que son muy dignos de él. Allí no faltan el vocativo melindroso ni el sensiblero lugar archicomún de los libros de autoayuda: «deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible» (§15); «tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da» (§23); «déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu» (§24), etc. Es realmente agotador. Giros denodados en el vacío, puras nulidades que tendrían que bastar para advertir a los responsables de la Librería Editorial Vaticana acerca de la conveniente edición de los próximos documentos de Francisco, con portadas que adviertan al público respecto del contenido de estos pasquines, tales como



o bien




La santidad ordinaria que propone Francisco, si es por atenernos a su mentor, tiene mucho más de ordinario que de santo. Ávido por sumergir toda excelencia en el limo de sus plebeyas preferencias, Bergoglio agota las posibilidades del principio de inmanencia exponiéndolo en el colmo de su precariedad. Sería auspicioso que, a partir de él, ya nadie pueda decirse persuadido por la filosofía moderna. Éstos son sus últimos e insuperables frutos.

Avanzada la primavera, en nuestros pueblitos rurales suelen sufrirse los ardores cutáneos que provoca el bicho quemador o "gata peluda", hylesia nigricans, oruga que se descuelga de los árboles como un bombardeo tan silencioso como eficaz. La gente teme el contacto de esta plaga, y avista las copas de los fresnos con comprensible desconfianza, esquivándolos con visible esmero. Es ciertamente penoso que debamos reservar idéntico recelo hacia la cátedra de Pedro, ocupada por uno que arroja parejas viscosidades candentes sobre la universa tierra. Nos queda la espera del juicio de Aquel que, sentado en un trono más alto que el pastor insensato anunciado por Zacarías (11, 15ss.), «más bien fantasma de pastor, que desampara la grey», acabe, según las palabras del profeta, por herirlo «en el brazo y en su ojo derecho», dando fin a estos interminables tiempos de prueba. Será un «cállate» ineludible, más efectivo que cualquier anatema pronunciado hasta la fecha, al que le seguirá, Dios mediante, la música de los ángeles y los redimidos.