lunes, 16 de septiembre de 2013

LO CORTÉS QUE QUITA LO VALIENTE

El dialoguismo ebrio al que la Iglesia parece haberse encomendado sin reservas necesitaba aún encontrar su más indecorosa expresión, tanto como la más amplia radiación imaginable: cometido que suponía conquistar el Trono para tronar, desde allí, los aperturismos más increíbles. Hacía falta un papa querendón y zalamero, uno que, a la zaga de la Nostra Aetate y la Dignitatis Humanae, se resolviera a promover una teología de nuevo cuño que, por la exaltación frenética del diálogo, llegara incluso a bendecir a aquel al que Eva se prestó con la serpiente.

Ya se sabe que para los «inquisidores de signo inverso» la certeza es arrogancia, y la doctrina católica debe imitar la técnica otrora practicada por el impresionismo pictórico: contornos difusos, líneas vagas. S. S. Francisculus -lo llamaremos así en honor a la nimiedad de su enseñanza y a la familiaridad que quiere inspirar a todos, reclamando a los muchachotes que lo traten del tú, como a un igual- vino a ser el ungido por ese destino devorador de toda majestad, que ahora se ceba a grandes bocados con aquella institución que constituía la única garantía cierta de una victoria sobre las fuerzas disolventes del acaso, el único refugio indemne a los agravios de la naturaleza y la necesidad, la plaza fuerte ante los asaltos del tiempo y el espacio.

Un luengo artículo aparte merecería la judeofilia de Bergoglio. En el último que aquí publicamos, hicimos mención de la carta pública que S. S. Francisculus remitió a Eugenio Scalfari, director del diario italiano La Repubblica, en el que -junto a los miramientos dispensados a los más empedernidos ateos, representados por el propio Scalfari- no faltan las sólitas lambidas a la Sinagoga. Grave es que el Papa, en su enésimo conato de diálogo con los enemigos de Cristo, se haya prestado a un intercambio con alguien para quien, al decir de Francesco Colafemmina «no existen ni Dios ni el pecado. Pero que tienta al Papa, y quiere inducirlo por mera cortesía verbal -y a través de un juego de insincera apertura a sus respuestas- a afirmar que sí, que la misericordia de Dios perdona siempre (...) No es una ovejita perdida, sino un pecador convicto, un ateo animado sólo por una insensata hybris», a cuyo «jueguito soberbio y autorreferencial» el Papa no tuvo el valor de sustraerse. Sí lo hizo en su momento Benedicto, provocado de continuo por este venenoso agitador antiteísta a un diálogo imposible que aquél supo rechazar con su silencio.

Pues bien, otra de las probadas debilidades de Bergoglio han sido los de la medialuna, mucho más honrados por él que los cristianos masacrados allí donde arrecia el satánico odio musulmán: de estos recentísimos y admirables mártires, en rigor, no dijo aún ni mu. Como sea que a veces, siquiera para descansar de sus pesadas tareas, los aplaudidores de rigor se toman su momento de reposo, y en medio de ese saludable silencio hasta puede ocurrir el prodigio de que un sacerdote se decida a poner blanco sobre negro, así lo hizo el padre Guy Pagès, de la arquidiócesis de París, en una carta abierta al Papa que no tiene desperdicio. Traducimos, de su versión al italiano, algunos de sus fragmentos más significativos:

Saludando con «gran placer» a los musulmanes con ocasión del Ramadam, tiempo empleado para «el ayuno, la oración y la limosna», Ud. parece ignorar que el ayuno del Ramadam es tal que «el gasto medio de una familia que lo practica aumenta en un 30 %», que la limosna musulmana está destinada sólo a los musulmanes menesterosos y que la oración musulmana consiste en rechazar cinco veces al día la fe en la Trinidad y en Jesucristo, pidiendo la gracia de no seguir el camino de los extraviados, o sea, de los cristianos... Por lo demás, durante el Ramadam la criminalidad se incrementa de manera vertiginosa. ¿Hay en estas prácticas algún motivo posible de elogio?
Su carta de Ud. afirma que debemos tener estima por los musulmanes y «sobre todo por sus líderes religiosos», pero no se dice a título de qué. ¿Qué es el Islam para un cristiano si, desde el momento en que niega al Padre y al Hijo (I Jo. 2, 22) se presenta como uno de los más poderosos Anticristos existentes, en número y en violencia (Ap. 20, 7- 10)? ¿Cómo podemos estimar sea a Cristo, sea a aquello que se Le opone?
¿Qué tipo de «paralelos» alcanza a encontrar entre «la dimensión de la familia y de la sociedad musulmana» y «la fe y la práctica cristiana», desde el mismo momento en que el estado de la familia musulmana prevé la poligamia (Corán 4, 3, 33, 49; 52, 59), el divorcio (Corán 2, 230), la inferioridad ontológica y jurídica de las mujeres (Corán 4, 38; 2, 282; 4, 11), la posibilidad, para el marido, de pegarle a su esposa (Corán 4, 34), etc.? ¿Qué analogías puede haber entre la sociedad musulmana, construida para la gloria del Único y que, de hecho, no puede tolerar la alteridad ni la libertad ni, en consecuencia, distinguir las esferas religiosa y espiritual del resto? «Entre nosotros y vosotros habrá enemistad y odio por siempre, hasta que no creáis en el único Allah» (Corán 60, 4). ¿Qué analogías con la sociedad cristiana, construida para la gloria de Dios Uno y Trino que promueve el respeto de las legítimas diferencias? Por «paralelo», ¿no habría que comprender, más bien que aquello que no se asemeja pero se aproxima, aquello otro que no se acerca en absoluto? ¿No resulta sólo en este caso evidentemente clara su declaración? 
Usted propone a sus interlocutores reflexionar acerca de la «promoción del respeto recíproco a través de la educación», sugiriendo que ellos comparten con Usted los mismos valores de humanidad, de «respeto recíproco». Pero no es éste el caso. Para un musulmán, no es la naturaleza humana la que sirve de referencia, ni tampoco el bien cognoscible de la razón: el hombre y su bien no son aquello a lo que apela el Corán. El Corán enseña a los musulmanes que los cristianos, en tanto cristianos, «son impureza» (Corán 9, 28), «lo peor de la Creación» (Corán 98, 6), «los más viles de entre los animales» (Corán 8, 22; cfr. 8, 55). Porque el Islam es la verdadera religión (Corán 2, 208; 3, 19, 85) que dominará a todas las otras para erradicarlas por completo (Corán 2, 193); aquellos que no son musulmanes sólo pueden ser perversos y malditos (Corán 3, 10, 82, 110; 4, 48, 56, 76, 91; 7, 44 ; 9, 17,34; 11, 14; 13, 15, 33; 14.30 , 16,28-9; 18, 103-6; 21, 98; 22, 19-22, 55; 25, 21; 33, 64; 40, 63; 48,13); que los musulmanes deben combatir constantemente (Corán 61, 4,10-2; 8, 40; 2, 193) con el engaño (Corán 3, 54; 4, 142; 8, 30; 86,16), el terror (Corán 3,151; 8, 12, 60; 33, 26; 59, 2) y todo tipo de penas (Corán 5, 33; 8, 65; 9, 9, 29, 12; 25, 77), tales como la decapitación (Corán 8, 12; 47, 4) o la crucifixión (Corán 5, 33), para eliminarlos (Corán 2, 193; 8, 39; 9, 5, 111, 123; 47, 4) y finalmente destruirlos (Corán 2, 191; 4, 89, 91; 6, 45; 9, 5, 30, 36, 73; 33, 60-2: 66, 9). «¡Oh, vosotros que creéis! ¡Combatid a muerte a los incrédulos que están junto a vosotros, y que hallen en vosotros crueldad!» (Corán 9, 124). «¡Que Allah los maldiga!» (Corán, 9, 30 cfr. 31, 51; 4, 48)...
Santo Padre, ¿se puede acaso olvidar, cuando uno se dirige a los musulmanes, que éstos no pueden remitirse a otra cosa que al Corán? Usted apela al «respeto hacia cada persona (...) Antes que nada hacia su vida, hacia la integridad física, hacia su dignidad, con los derechos que le son derivados, hacia su reputación, su patrimonio, su identidad étnica y cultural, sus ideas y sus elecciones políticas». No puede influir sobre las disposiciones dadas por Allah, que son inmutables, y he citado algunas entre ellas. Pero si nosotros respetamos «las ideas ajenas y las elecciones políticas», ¿cómo podemos, entonces, oponernos a la lapidación, a la amputación, y a todo tipo de otras prácticas abominables exigidas por la Sharia? Su bello discurso no puede conmover a los musulmanes, pues éstos no tienen que aprender lecciones de nosotros, que somos «impureza» (Corán 9, 28). Y si a pesar de todo lo aplauden, como han hecho en Italia, es porque la política de la Santa Sede sirve notablemente a sus intereses haciendo pasar su religión como respetable a los ojos del mundo. Lo aplaudirán en tanto sean, como en Italia, una minoría. Pero cuando no lo sean más, ocurrirá lo que ocurre en todos los lugares en los que son mayoría: todo grupo no musulmán tendrá que desaparecer (Corán 9,1; 47, 4; 61, 4; etc.) o pagar la jyzaia para obtener el derecho de sobrevivir (Corán 9, 29). Usted no puede ignorar todo esto, pero ¿cómo puede, escondiéndolo a los ojos del mundo, promover la expansión del Islam ante inocentes o ingenuos engañados de tal guisa? ¿Acaso admite usted los cumplidos que le han sido tributados como signo de la fecundidad de su postura? Entonces Ud. ignora el principio de la takyia que manda besar la mano que el musulmán no puede cortar (Corán 3, 28; 16, 106)? Pero, ¿qué valen tales intercambios de cortesía? ¿No dijo san Pablo: «si busco agradar a los hombres, no seré servidor de Cristo» (Gal 1, 10)? Jesús ha declarado malditos a aquellos que son objeto de veneración de parte de todos (Lc. 6, 26). ¿La misión de la Iglesia es enseñar los buenos modales para vivir en sociedad? ¿Habría muerto san Juan Bautista si hubiera simplemente querido desear una bella fiesta a Herodes? 
Quizás se dirá que no hay comparación con Herodes, porque Herodes vivía en el pecado y que era el deber de un profeta denunciar el pecado. Pero si cada cristiano ha venido a ser un profeta el día de su bautismo, y si el pecado es no creer en Jesús, Hijo de Dios, Salvador (Jo. 16, 9), aquello de lo que precisamente se gloría el Islam, ¿cómo podría el cristiano no denunciar el pecado que es el Islam y llamar a la conversión «en toda ocasión oportuna e inoportuna» (2 Tim. 4, 2)? Desde el mismo momento en que la finalidad del Islam es sustituir al cristianismo, que habría pervertido la revelación del puro monoteísmo con la fe en la Santa Trinidad, y ya que Jesús no es Dios, ni habría muerto ni resucitado, no habría habido Redención y su misión se reduciría a nada, ¿por qué no denunciar al Islam como al impostor preconizado (Mt. 24, 4; 11, 24) y el depredador por excelencia de la Iglesia? En lugar de echar al lobo, la diplomacia vaticana parece preferir alimentarlo con adulaciones, no advirtiendo que éste sólo espera hallarse bien nutrido para hacer lo que hace allí donde se ha vuelto suficientemente fuerte y vigoroso. ¿Hay necesidad de recordar los cristianos mártires de Egipto, Pakistán, y todos los países en los que el Islam tiene el poder? ¿Cómo puede la Santa Sede asumir la responsabilidad de avalar al Islam presentándolo como un cordero, mientras que es un lobo disfrazado de cordero? En Akita, la Virgen María nos advirtió: «el Diablo se introducirá en la Iglesia porque está llena de gente que acepta compromisos».
Oh, ciertamente, asociarse al gozo de buenas personas ignorantes de la voluntad de Dios deseándoles un feliz Ramadam no puede parecer una cosa mala en sí misma, exactamente como pensaba san  Pedro cuando justificaba los usos hebraicos...  temeroso de los proto-musulmanes, o sea de los nazarenos hebreos. Pero san Pablo lo corrigió en presencia de todos demostrando que tenía cosas más importantes que hacer que buscar contentar a los falsos hermanos (Gal 24, 11-14; 2 Cor 11, 26; Corán 21, 93; 60, 4, etc.). Si Pablo tiene razón, ¿cómo se puede decir que «no podemos criticar la religión de los otros, sus enseñanzas, sus símbolos y valores»? No queriendo criticar al Islam, su carta justifica también a los obispos que asisten a la ceremonia de colocación de la piedra inaugural de una mezquita. Cuanto ellos hacen es, también en su caso, una cuestión de cortesía en el deseo de complacer a todos y favorecer la paz civil.
Mañana, cuando sus fieles se hagan musulmanes, dirán que fue su obispo quien, en vez de conservarlos en el cristianismo, les indicó el camino haca la mezquita. Y podrán decir la misma cosa respecto a la Santa Sede, ya que habrán aprendido a no pensar la verdad sobre el Islam, sino a honrarlo como a bueno y respetable en sí mismo...
Muchos musulmanes me han expresado su alegría por el hecho de que Ud. honra su religión. ¿Cómo podrán nunca convertirse, si la Iglesia los estimula a practicar el Islam? ¿No favorece todo esto el relativismo religioso por el cual las diferencias entre religiones serían de poca monta, mientras lo importante sería cuanto haya de bueno en el hombre, que se salvaría independientemente de las religiones?
Y aunque amemos al prójimo, cualquiera éste sea, comprendidos los musulmanes en tanto miembros -como nosotros- de la especie humana, querida y amada desde toda la eternidad por Dios y redimida con la Sangre del Cordero sin mancha, Jesús nos ha enseñado a negar todo ligamen humano que se opone a su amor (Mt 12, 46-50; 23, 31; Lc 9, 59-62; 14, 26; Jo 10, 34; 15,25). ¿Con qué fraternidad, pues, se podría llamar «hermanos» a los musulmanes (vea su declaración del 29.03.2013)? ¿Hay una fraternidad que trasciende todas las cosas humanas, entre ellas la de la comunión con Cristo, rechazada por el Islam, y que debiera ser la única importante? 
Su carta hace referencia al testimonio de san Francisco, pero no dice que san Francisco envió frailes para evangelizar Marruecos sabiendo que muy probablemente hubieran sido martirizados, como efectivamente ocurrió. No dice que se empeñó él mismo en evangelizar al sultán Al Malik Al Kamil. La caridad denuncia la mentira y llama a la conversión.
Santísimo Padre, nos resulta muy difícil encontrar en su carta a los musulmanes el eco de la caridad de san Pablo que manda: «no os unáis con los infieles bajo un yugo que no es para vosotros, pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿O cuál comunión entre la luz y las tinieblas? ¿Y qué acuerdo entre Cristo y Belial? ¿O qué relación hay entre el creyente y el infiel?» (2 Cor 6, 14-15), o aquellas del dulce san Juan de no acoger a nadie que rechace la fe católica, de no saludarlo siquiera, bajo pena de participar de sus «malas acciones» (2 Jo 7, 11). Saludando a los musulmanes con ocasión del Ramadam, ¿no se participa de sus obras malvadas?
Santo Padre, Ud. ha leído la carta abierta de Magdi Cristiano Allam, ex musulmán bautizado por Benedicto XVI en 2006, que anunció su alejamiento de la Iglesia a causa de su compromiso con la islamización de Occidente. ¡Esta carta es un terrible trueno en el cielo ante la tibieza y la cobardía de la Iglesia, y tendría que ser un gran aviso para nosotros! 
Santísimo Padre, ya que la diplomacia no está cubierta por el carisma de la infalibilidad y su mensaje a los musulmanes con ocasión del fin del Ramadam no es un acto magisterial, me tomo la libertad de criticarlo abierta y respetuosamente (can. 212 § 3). Seguramente Ud. ha considerado que antes de hablar de «teología» con los musulmanes, era necesario disponer su corazón enseñándoles el deber, sin falta elemental, de respetar a los demás. Quería decirle que nos parece que una tal enseñanza debía ser hecha sin ninguna referencia al Islam, con el fin de evitar cualquier ambigüedad a su respecto. ¿Por qué no con ocasión del Año Nuevo, o en Navidad?