Que hay ángeles protectores de las naciones como los hay de los individuos es cosa que está en nuestro acervo religioso, con suficiente fundamento escriturístico en el capítulo X de Daniel, donde se habla de Miguel como del protector de la nación israelita, y donde se hace también alusión al ángel de Persia. A partir de este dato revelado y de las posteriores y fecundas indicaciones paulinas, la angelología tributaria del Areopagita situará en el séptimo coro angélico a los principados como guardianes de las naciones. Que esta lección haya sido olvidada, soterrada bajo múltiples estratos de indiferencia, ignorancia, memez y vacuidad, es consecuencia más que apropiada a tiempos como los que corren, de consumada idolatría de las pasiones y de un desborde de la superbia vitae tal de ignorar el gobierno providencial del universo, del que los ángeles resultan agentes los más eficaces. No menos providencial (hacemos votos) puede resultar la amnesia que a este respecto han demostrado los demoledores de la unidad de España, con el ángel concitado a lidiar, envuelto en piel de toro, contra el antiguo enemigo y sus actuales personeros. Y aunque nos parezca bien poca cosa apelar a la constitución y a la democracia para oponerse adecuadamente a la Revolución, y aunque disuene no poco la presencia de un Vargas Llosa como orador de la salutífera reacción, la convocatoria a «recobrar la sensatez» resulta poco menos que balsámica en estos días que son los de la cosecha de los frutos del solipsismo cultivado a lo largo de toda una era histórica, días del nec plus ultra de la atomización de las sociedades, en los que la autoafirmación confluye con la autodestrucción en paradoja más aparente que real.
Los "rostros" del independentismo. Todos degenerados y, para colmo, anglófonos |