sábado, 3 de enero de 2015

EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS


Sufre ostensible olvido la  conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús, celebrada un poco al desgaire en todo el orbe (neo)católico, siendo que es Nombre que entraña el más hondo de los significados y la más fecunda de las fuerzas. Pues Dios, que con el poder de su Palabra creó el cielo y la tierra con todas sus criaturas, y que es sustancialmente esta misma Palabra que eternamente pronuncia, le dio al hombre (como analogado inferior y como destello, pero como prenda de su rara dignidad) el uso de la palabra y el poder de nombrar las cosas casi desde el mismo instante en que lo puso en el Edén (Gn 2,19).

Si el hombre le puso el nombre a todas las cosas y elige incluso el nombre de sus hijos, a Jesús fue el ángel quien le puso el nombre desde su concepción. Y así como en virtud de la unión hipostática de su Hijo proclamamos con toda justicia a María como Madre de Dios, del mismo modo, por la indisoluble unión de las naturalezas divina y humana en la persona del Salvador, vige para su Santo Nombre aquel segundo mandato del Decálogo tan taimadamente contrariado por los difusores de las nuevas teologías, capaces de apelar de continuo al Nombre de Jesús como a subterfugio y garante para sus extravíos. Los acompañan, en el horrísono coro de sus profanaciones, los sectarios de todas esas sectas que se dicen cristianas surgidas muy al margen de la Iglesia, no menos que las manipuladoras industrias editorial, del espectáculo, etc., ganosas siempre de falsificar sin tregua, de permutar sin pausa las más necesarias certezas. No extraña, pues, que la ponzoñosa flexión de las nociones de «misericordia», «obediencia», entre otras, obtenga su triste audacia de esta inicial tergiversación.

El nombre re-presenta, hace presente lo que se nombra. De ahí que la litánica repetición del solo Nombre de Jesús, sin añadiduras -o, a lo más, con alguna breve súplica de tanto en tanto- constituyese la oración predilecta de  los monjes orientales en lejanas edades, reconocida su eficacia para suscitar más vivamente la presencia de Dios. Este Nombre, ante el cual toda rodilla se dobla y que Pedro proclamó «el único que nos ha sido dado bajo el cielo a los hombres para salvarnos» (Act 4,12), significa en la lengua de los hebreos precisamente que «Dios salva», fórmula que por sí sola basta para recordar, al reparo de todo devaneo antropocéntrico, que el hombre necesita ser salvo, y que sólo Dios puede alcanzarle la salvación. Mucho más correcta que aquella imprecisa definición que hace del hombre «la única criatura que Dios ha querido por sí misma» o «por sí mismo», según la ulterior ambigüedad de las traducciones (Gaudium et spes, 24,3), nos despierta al sentido de una dignidad que es todo menos que autónoma y que, perdida de hecho por el pecado, requiere restablecerse por la exclusiva referencia al Salvador.

El exquisito quiasmo acuñado por san Bernardo, que hace del Nombre de Jesús «mel in ore, in aure melos», traduce algo de ese inefable gusto que el Señor infunde a quienes buscan su rostro por la invocación de su Nombre. El mismo que inspiró a san Bernardino de Siena esa efusiva honra que los bienaventurados han sabido dar a Dios, para mayor exaltación de la facultad del habla:

    ¡Oh Nombre glorioso, Nombre regalado, Nombre amoroso y santo!    Por ti las culpas se borran, los enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los atribulados y tentados se robustecen, y se sienten gozosos todos.    Tú eres la honra de los creyentes, Tú el maestro de los predicadores, Tú la fuerza de los que trabajan, Tú el valor de los débiles.    Con el fuego de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos, crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas contemplativas se extasían; por ti todos los bienaventurados del cielo son glorificados.