sábado, 28 de diciembre de 2013

MAGISTERIO MORTAL

Hay un entretenimiento (sin dudas cruel) al que se aplican nuestros paisanos en estas tórridas y húmedas noches del verano austral, y consiste en arrojar las colillas encendidas de los cigarrillos a los sapos que se concitan a la caza de bichos bajo el farol de la vereda, a la entrada del boliche. Se trata de una especie de cacería pasiva, en la que más cuenta la ingenuidad de la víctima que la destreza del cazador. El sapo, en efecto, persuadido tal vez de hallarse ante luciérnaga, engulle agradecido lo que pronto será su perdición.

Algo así ocurre con la feligresía entusiasta que sorbe las perlas de doctrina que Francisco le lanza con notorio cálculo y diseño. Y no se tenga lo de sapos por alegoría remota, inapropiada: si algo ha logrado tanta anfibología diseminada en el magisterio post-conciliar es crear anfibios, esto es, seres cuyo elemento vital es doble, seres -digamos- de tierra y agua a la vez. Es lo que cabalmente ocurrió: si, en virtud del desenvolvimiento arrollador de ese proceso llamado "secularización" parecía correrse el albur de que un abismo infranqueable se abriera entre Iglesia y mundo, no faltaron operarios solícitos que se ocuparon en llenar el hueco, prohijando a una generación de neo-cristianos de doble morada, bilingües, ambidextros. Averroes tuvo así sus personeros en la ya secular puja contra el tomismo, y el zigzagueo y el bamboleo vinieron a ser el modo correcto de andar. En esa constante marcha pendular y simultánea entre Evangelio y siglo, con un pie aquí y el otro allá (tan propio de órdenes surgidas en este especial contexto de época, como el Opus Dei), con tan rendida concesión a las tesis del "doble principio" derivantes en un improbable "doble servicio" (nemo potest duobus dominis servire, Mt 6, 24), el equilibrio psíquico ha venido a menudo a menos, y el Evangelio -al que se termina prestando una adhesión meramente emocional, sin soporte en la inteligencia- mudó en fraseología sin sustancia.

Sólo la astucia del demonio podía valerse de asociar dos cosas tan contrapuestas como la atávica devoción al Pontífice (reforzada en el último siglo y medio por la proclamación solemne del dogma de la infalibilidad) y el culto de la personalidad, tal como ha sido éste explotado por el star system. Aprovechando lo que ambas tienen de análogo, de coincidencia si apenas tangencial y aparente, se alcanzó una colusión genial que no excluye el "factor sorpresa", con el resultado visible de la adhesión histérica de las masas al Papa en la más completa abstracción del contenido concreto de su enseñanza. El «caso Francisco», precedido por una escalada de "popularidad" que afectó a los dos pontificados precedentes (con las JMJ, la cobertura mediática de los más nimios asuntos del Papa, el cotillón alusivo y, finalmente, el twitter) acaba por significar, no sin ironía, la demolición del papado por las vías más imprevistas, justo cuando la figura pública del Papa alcanza la cresta de la ola de la popularidad.

La demolición del papado por vía, de todas, la menos sospechada: a instancias del mismísimo Papa. Que, apenas elegido, emprendió una tenaz guerra de nervios contra todo aquel que, conservándose católico, aún tenga «oídos para oír» el menoscabo de la doctrina, y ojos para horrorizarse ante la ruina abrupta de todos los símbolos denotativos de esa Monarquía de raigambre celestial a la que la persona del Papa debería servir, y de la que no le es lícito servirse. Que no deja pasar la ocasión (sean discursos, homilías o entrevistas gustosamente concedidas) para introducir una o varias locuciones de esas sobre las que, antaño, hubiese pesado anatema: cuando no por heréticas, al menos por «temerarias, escandalosas, ofensivas a los oídos píos». ¡Y prorrumpen de los labios mismos del pontífice!


Hasta los guardias suizos guardaron una mayor compostura
que el Papa durante la bendición Urbi et Orbi

Mundo al revés en el que vinimos a parar, éste es el balance sucinto que nos deja este año, ya que se acostumbra para estas fechas hacer los balances. Año que, a poco comenzar, nos deparó la bomba de la renuncia de Benedicto, a la que el todavía cardenal Bergoglio saludó como a «gesto revolucionario» y que el canadiense cardenal Ouellet (¡y éste es uno de los que se tenían por más potables entre los papables!) acaba de calificar como «la novedad más grande en la historia de la Iglesia» (sic!), que nos obliga a «estar muy agradecidos al papa Benedicto XVI por haber abierto este horizonte y por hacer posible esta novedad del papa Francisco».

Año que, para concluir, a la zaga del magisterio demasiado ordinario -quasi stridor horribilis- del jesuita entronizado, nos ofrece con ocasión de la Navidad un discurso de lo más insulso que haya salido de un sucesor de Pedro, un centón de alusiones al deseo de paz entre las naciones (con especial referencia a Siria, República Centroafricana, Sudán, Palestina, Irak, Congo, Nigeria, Cuerno de África) y al drama de las emigraciones, la trata de personas, los desastres naturales, etc., dejando apenas lugar para alguna que otra arrastrada mención -y flaca de toda consideración que toque al Misterio- al Nacimiento de Cristo. Lo mismo se diga del discurso inspirado por la evocación de los Santos Inocentes: «no es posible que todavía haya injusticias como las que sucedían hace 2000 años (...) Hay que respetar las vidas, y más las de los niños (...) Tenemos que hacer un mundo como el que nos dijo Jesús que hiciéramos», logorrea cuyo estribillo versó sobre los niños muertos en conflictos bélicos, omitiendo cuidadosamente toda alusión a los niños masacrados por las prácticas abortivas. Ya lo dijo Francisco alguna vez: no creo necesario insistir sobre ciertos temas.

Bien lo anticipó el padre Julio Meinvielle al tratar del mysterium iniquitatis de que se habla en II Thess. 2, 7: «el misterio de iniquidad consiste precisamente en que el "Aparato publicitado de la Iglesia" que debía servir para llevar las almas a Jesucristo, sirve en cambio para perderlas y esclavizarlas al demonio. Aquí está el "misterio de perversidad": que la sal se corrompa y deje de salar (Mt 5, 13)». Es el trueque del contenido sobrenatural y revelado de la fe por otro de carácter estrechamente naturalista, tal como desde hace más de cien años lo viene preconizando el modernismo. Vale decir: puchos encendidos para los sapos.