jueves, 16 de junio de 2016

A BEBER SU PROPIA MEDICINA

En esta pesadilla de gángsters en que viene a zozobrar el relato kirchnerista, con un funcionario de primera línea lanzando sus bolsos con millones de dólares termosellados por encima de la tapia de un convento amigo, Francisco queda inevitablemente salpicado. No sólo por haber degradado durante estos tres últimos años el ministerio petrino al comportarse, entre otras zafiedades, como un vulgar propagandista del reciente criminal gobierno de su país, sino por el papel que le cupo al mando de la Iglesia argentina durante aquellos años de desfalco a titánica escala. En efecto, si la obra pública fue el inverecundo ítem, la matriz de los más caudalosos latrocinios de que se tenga memoria en nuestras esquilmadas latitudes, Bergoglio coincidía en ser el arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina justo en los años en que el Estado nacional se servía financiar la costosa restauración de la iglesia de San Ignacio, en pleno centro porteño, y la basílica de Luján.

Raros estos contubernios entre la Iglesia y el Estado en tiempos en que el laicismo ya lo invadió todo, cuando la doctrina católica ya no inspira a las leyes ni es objeto de la menor atención por parte de los políticos en sus impíos programas de rigor. Entente que se perpetúa en la noche misma de la fuga, cuando de enterrar dólares se trata en el jardín de unas ancianas monjitas. Como en los llamados «siglos de hierro», pero con el aditamento poco agradable de una jerga marxistizante, tenemos ahora una Jerarquía ávida de acumular poder a cualquier precio, enroscada con los poderes mundanos en los asuntos menos inocentes.

Ahora quizás se comprende -o, al menos, se conjetura con alguna aproximación- porqué Bergoglio, siempre tan celoso de la oportunidad y tan ágil para las adaptaciones de última hora, sigue tan atado a los figurines de un gobierno ya concluso, porqué se obstina en apoyar una causa perdida. Peor para esta ralea de politicastros, si es cierto -como parece- que el favor de Francisco pronto se trueca en calamidades. Puede dar fe de ello, entre muchos otros de una larga lista, el presidente ecuatoriano: no terminaba de estrecharle la mano al pontífice en la Santa Sede el pasado mes de abril cuando su nación empezaba a sufrir uno de los terremotos más terribles de su historia.

Se impone, con todo, recordar el alcance del reciente motu proprio francisquista (Come una madre amorevole), en el que se establece una nueva normativa para la destitución de los obispos en los casos en que "a través de negligencia, han cometido u omitido actos que han causado un grave daño a los demás, ya sea con respecto a las personas físicas, o con respecto a la propia comunidad". Pese a que algunos ingenuos quisieron ver en esto el principio de la necesaria depuración de aquellos prelados encubridores de presbíteros incursos en casos de abuso sexual, los más perspicaces reconocieron aquí un paso más en la estalinización de la Iglesia, el camino expedito a una purga de todo aquel elemento sospechoso por refractario a la demolición ordenada en vestes blancas por Bergoglio: bastará con imputarle fácilmente al obispo algún descuido en asuntos de orden patrimonial de la diócesis para así dar con él y con su fama en el fango irremontable. Es de temer que la celeridad -en éste como en otros órdenes del gobierno de la Iglesia- se deba, como reza el Apocalipsis, a que "queda poco tiempo".

Pero a Bergoglio habría que darle a beber su propia medicina, si esto fuera posible. Y reprocharle cuánto su connivencia con los delincuentes que saquearon las arcas de su nación «causa un grave daño a los demás» --pecado de escándalo, que le dicen-- y que es su deber, ya que le gusta descender al llano de la política, dar cuenta de cómo se manejaron los presupuestos de obra pública volcados a templos de su jurisdicción cuando era ordinario de Buenos Aires, para que no se siga maliciando que su amistad con estos hampones se funda en turbios negocios comunes. Bastará traer a colación el caso de quien fuera su inmediato subordinado, el entonces Provicario General de su arquidiócesis monseñor Eduardo García, quien en 2008 les arrebató literalmente un convento a las Hermanas de la Santa Casa de Ejercicios sin que esto le impidiera seguir "haciendo carrera". O el de aquel párroco elevado a la dignidad episcopal por su exclusivo intermedio, luego de que fuera señalado su adulterio con una feligresa a instancias del propio marido injuriado, que pocos meses después de entrevistarse con Bergoglio para pedirle que le hiciera justicia murió de una penosa enfermedad. Memorable es también la apoteosis que le organizó Bergoglio al entonces obispo de Merlo-Moreno, monseñor Bargalló, destituido por haber viajado al Caribe con otra mujer casada a expensas de los fondos de Cáritas, que él mismo y con tal pericia administraba. Ni siquiera el ahora parco Pepe de la Achicoria dejó de referirse al entonces cardenal como a «una plaga de Egipto para la Iglesia argentina, o las siete juntas», en un artículo publicado en setiembre de 2010 y eliminado de la web cuando cambiaron los vientos, pero que otros sitios se ocuparon de archivar por su elocuente valor testimonial. Pues, como se dice allí con entera veracidad, «Bergoglio no ha sido sólo una calamidad para su arzobispado sino que ha extendido su maléfica influencia a toda la nación sobre cuya Iglesia impera para perdición de las almas».

Si no bastara con la ingente cosecha de actos y dichos perniciosos con que cuenta en su haber a lo largo de su tenebroso pontificado, suficiente a solicitar a gritos una saludable remoción, podría aplicarse retroactividad a las normas de su reciente motu proprio y despojarlo en el acto de la dignidad que tuvo en nuestras orillas antes de su impensado y definitivo ascenso. Que vuelva a sus probetas el ambicioso perito químico, y que la Iglesia se vea libre de las aguas de sangre, de la invasión de ranas, de los piojos, de las moscas, de las pestes y las úlceras, del granizo, las langostas, las tinieblas y la muerte de sus hijos.