Raros estos contubernios entre la Iglesia y el Estado en tiempos en que el laicismo ya lo invadió todo, cuando la doctrina católica ya no inspira a las leyes ni es objeto de la menor atención por parte de los políticos en sus impíos programas de rigor. Entente que se perpetúa en la noche misma de la fuga, cuando de enterrar dólares se trata en el jardín de unas ancianas monjitas. Como en los llamados «siglos de hierro», pero con el aditamento poco agradable de una jerga marxistizante, tenemos ahora una Jerarquía ávida de acumular poder a cualquier precio, enroscada con los poderes mundanos en los asuntos menos inocentes.
Ahora quizás se comprende -o, al menos, se conjetura con alguna aproximación- porqué Bergoglio, siempre tan celoso de la oportunidad y tan ágil para las adaptaciones de última hora, sigue tan atado a los figurines de un gobierno ya concluso, porqué se obstina en apoyar una causa perdida. Peor para esta ralea de politicastros, si es cierto -como parece- que el favor de Francisco pronto se trueca en calamidades. Puede dar fe de ello, entre muchos otros de una larga lista, el presidente ecuatoriano: no terminaba de estrecharle la mano al pontífice en la Santa Sede el pasado mes de abril cuando su nación empezaba a sufrir uno de los terremotos más terribles de su historia.
Se impone, con todo, recordar el alcance del reciente motu proprio francisquista (Come una madre amorevole), en el que se establece una nueva normativa para la destitución de los obispos en los casos en que "a través de negligencia, han cometido u omitido actos que han causado un grave daño a los demás, ya sea con respecto a las personas físicas, o con respecto a la propia comunidad". Pese a que algunos ingenuos quisieron ver en esto el principio de la necesaria depuración de aquellos prelados encubridores de presbíteros incursos en casos de abuso sexual, los más perspicaces reconocieron aquí un paso más en la estalinización de la Iglesia, el camino expedito a una purga de todo aquel elemento sospechoso por refractario a la demolición ordenada en vestes blancas por Bergoglio: bastará con imputarle fácilmente al obispo algún descuido en asuntos de orden patrimonial de la diócesis para así dar con él y con su fama en el fango irremontable. Es de temer que la celeridad -en éste como en otros órdenes del gobierno de la Iglesia- se deba, como reza el Apocalipsis, a que "queda poco tiempo".

Si no bastara con la ingente cosecha de actos y dichos perniciosos con que cuenta en su haber a lo largo de su tenebroso pontificado, suficiente a solicitar a gritos una saludable remoción, podría aplicarse retroactividad a las normas de su reciente motu proprio y despojarlo en el acto de la dignidad que tuvo en nuestras orillas antes de su impensado y definitivo ascenso. Que vuelva a sus probetas el ambicioso perito químico, y que la Iglesia se vea libre de las aguas de sangre, de la invasión de ranas, de los piojos, de las moscas, de las pestes y las úlceras, del granizo, las langostas, las tinieblas y la muerte de sus hijos.