viernes, 12 de octubre de 2018

PARA UN ÁLBUM DE FIGURITAS DEL APOCALIPSIS

Cardenal Ouellet,
guardián de la honorabilidad de Babilonia
Damos por supuesto que no pocos lectores habrán leído la vergonzante réplica del cardenal Ouellet a monseñor Viganò en la que aquél confirma involuntariamente los cargos allegados por el ex-nuncio, al paso que la emprende en una defensa frenética y estentórea del Jefe  -la que alcanza su culmen cuando tilda nada menos que de "blasfemo" a su destinatario por haber arrojado dudas sobre la fe de Bergoglio. Pese a la ordinariez de su estilo, esta misiva representa una obra cumbre en el tesón servil con el que tantos clérigos paridos por los miasmas conciliares se esmeran en servir a los más decididos demoledores de la Iglesia. Lo hacen a título de obediencia, reos de conmovedores malentendidos que los llevan a reclamar silencio a quien denuncia las impías maquinaciones del tótem (perdón, del Papa), sin nunca alegar la menor pena por la putrefacción en curso. 

Conviene echar un vistazo a la trayectoria del purpurado tal como nos la ofrece un sitio italiano, que nos informa que el canadiense
ha sido siempre incluido entre los "moderados", los "conservadores": en pocas palabras, es un ratzingeriano de acero. Es partidario de las prácticas devocionales tradicionales como la Adoración Eucarística y es un amante del canto gregoriano. El ardid de confiarle el ataque a Viganò es, por lo tanto, muy hábil, digno de un jesuita consumado y avezado a las intrigas. Viganò no tenía que ser atacado por un progresista, por un hombre estrechamente vinculado al entourage del obispo de Roma, sino por un buen conservador amante de las liturgias elegantes.
Licenciado en filosofía y teología, otrora profesor y rector de seminario,
el 3 de marzo de 2001, gracias a ese pedigrí, es nombrado secretario del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, sucediendo al cardenal Walter Kasper, futuro gran elector de Bergoglio, presidente del mismo dicasterio. Recibe la ordenación episcopal del Papa Juan Pablo II y del Cardenal Giovanni Battista Re. El 15 de noviembre de 2002, el Papa Juan Pablo II lo nombra Arzobispo Metropolitano de Québec y Primado de Canadá. Québec, antaño tierra de exiliados franceses archicatólicos huidos de las persecuciones jacobinas, en los últimos años se ha convertido en una de las regiones más descristianizadas y laicistas del mundo. Juan Pablo II trata por ello de frenar la deriva secularista a través de un obispo de ortodoxia probada. Nombrado cardenal en 2003, se habló de él como de un posible candidato en los cónclaves de 2005 y 2013.
En 2010 el Papa Benedicto XVI lo llama de regreso a Roma. Ouellet abandona Québec en condiciones desastrosas y es nombrado Prefecto de la Congregación para los Obispos, sucediendo al cardenal Giovanni Battista Re, quien renunció debido a haber alcanzado  el límite de edad. También es nombrado presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, donde se reunirá con el poderoso arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, quien, hecho Papa, lo confirmará en su papel de Curia.
Sin embargo, el Papa no tardará en manifestar su molestia y su distancia respecto de Ouellet. Hace dos años, el Journal de Montreal denunció el ostracismo de Bergoglio respecto del Prefecto de la Congregación de los Obispos. Según el periódico, el Papa Francisco habría rechazado repetidamente las propuestas de nombramientos episcopales hechas por Ouellet. Una especie de desconfianza manifiesta hacia su colaborador. En particular -explicaba el periódico canadiense-, Bergoglio ignoraba sus elecciones, prefiriendo a otros candidatos rigurosamente progresistas. Uno de los momentos de mayor tensión entre el papa y Ouellet ocurrió con la elección de sedes episcopales como Madrid, Sydney y especialmente Chicago, donde Bergoglio quiso imponer a Blaise Cupich, conocido por sostener la comunión para los divorciados re-casados y para las parejas homosexuales, y por ser gran enemigo de los movimientos pro-vida.
Hace dos años, ante estas tensiones, se habló insistentemente de la remoción de Ouellet. Luego no se hizo más nada. Evidentemente, el obispo de Québec agachó la cabeza, aceptó la humillación pública que lo ve reducido al rango de yes-man, y ahora, a menos de un año de los 75 de la edad que prevé canónicamente la renuncia y la jubilación, hélo aquí asumiendo este papel de "Gendarme del Pontífice", un papel perfecto para un viejo conservador. 
Descripción ésta que, en todos sus pormenores y pormayores, nos ilustra acerca de un tipo indisociable de la vasta obra de sustitución de la Iglesia por su simio: se trata, como podrá adivinar el avisado lector, del conservador, aquel personaje que, aunque no se haga él mismo reo de la extrema corrupción moral de su entorno más o menos próximo (que es como el sello del apóstata en funciones), no admite mejor expediente que el de echar un púdico velo de silencio sobre la inmensa maquinaria del crimen, que se sirve de su mutismo como de un eficaz combustible. El conservador es, pues, un encubridor de segundo grado, movido a menudo por buenas intenciones -de esas que impiden el juicio recto y adoquinan los caminos del infierno-, pero un encubridor al fin, partícipe necesario en la equívoca legitimación del desorden revolucionario, ya que lo refuerza con la adhesión de un elemento en apariencia intachable. Es el hombre de las síntesis imposibles, el que propugna la continuidad entre tradición y ruptura, aquel para quien la universalidad católica (kat'holon) está a un paso de confundirse con el panfilismo. No por nada otro conservador, ratzingeriano de estricta observancia y él también candidato en el cónclave de 2013, el cardenal Scola, acabó patrocinando la instalación de mezquitas en la ciudad ambrosiana.

Pacatos del demonio que creen obrar como Sem y Jafet cuando acudían a cubrir las vergüenzas de su padre, no se percatan de que aquí no hay un superior ebrio por inadvertencia, sino uno de aquellos de quienes el Señor nos avisó, que «notando que el amo tarda en volver, comienza a golpear a siervos y siervas, a comer y a beber y embriagarse» (Lc 12, 45), con inocultable quebranto de la sociedad santa puesta en sus homicidas manos. Tanto como para obrar el trasiego de la Iglesia en su contraria, «engañando, si fuera posible, aun a los mismos elegidos».

Si la epidemia sodomítica, signo elocuente como el que más, no es capaz de despertar a estos macilentos hombres de Iglesia, será que sólo lo hará posible la deflagración de Babilonia con ellos mismos entre sus muros. Pues, ¿qué son esas impurísimas fanfarrias ejecutadas por tanto curial marica sobre la necrópolis vaticana, sobre el ara de tantos mártires y aun del Príncipe de los Apóstoles allí enterrados, sino un «embriagarse de la sangre de los santos y de los mártires» aquella «gran ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto»? Si Dios mismo conmina: «sal de ella, pueblo mío, para que no seas solidario de sus pecados y no participes de sus plagas» (Ap 18, 4), esto es porque Su pueblo mora efectivamente entre los muros de esa ciudad que adelanta a su ruina, y se le advierte lo mismo que otrora a Lot y a Moisés. Hay un desierto aparejado para quienes no se resignan a a un destino de perros mudos y falderos: que el Señor pronuncie el Effetá en los oídos de éstos, y los salve.