miércoles, 23 de octubre de 2013

LA FE O EL CAOS

De lo que se trata ya, según parece -y admitidas las mitologías contra la Revelación, para no ofender el pluralismo- es de proponer un recorrido inverso al que Hesíodo describe en su Teogonía, y hacer que todas las cosas vuelvan al caos. Ya que la posibilidad de un redditus ad nihilo escapa a la industria e ingenio de los hombres, no será poco restituir todo cuanto se pueda ad chao, cumpliendo así la acariciada ofensa contra la omnipotencia y el designio creador y ordenador de Dios.

Tal objetivo se consuma a instancias de sucesivos golpes maestros, fiándose de que los hechos consumados son más que hechos para la impresionable percepción de nuestros contemporáneos, adscriptos (al menos desde el evolucionismo, o mejor aun desde Hegel) a todas las fábulas fatalistas, de amplia difusión. Los hechos consumados son otras tantas epifanías, son signos de una voluntad tan caprichosa e indoblegable como la de los olímpicos; los hechos consumados no admiten réplica: en su sola evidencia estriba la razón última de su credibilidad, ya que se debe "ver para creer", y el nuestro es mundo de fenómenos.

Y ahí están los hechos, para quien quiera comprobarlos: una Iglesia de contornos cada vez más difusos, nada que ver con el hortus conclusus, fons signatus del Cantar de los Cantares, ni con la Jerusalem descendida del cielo, con doce puertas y doce fundamentos y la medida bien notoria de su muralla. ¿Que se trata de un símbolo numérico de la totalidad? Totalidad, sí, pero no "identidad de los opuestos"; riqueza insondable del ser, que no caos. Y con los nombres de los doce apóstoles del Cordero en cada fundamento (nota bene: la integridad de la fe transmitida por los Doce, sin mermas ni adiciones. Y esto es también una totalidad).

Dikê, diosa de la justicia, honrada en la segunda mayor
basílica católica del mundo.
El hecho ya incontrovertible es la Iglesia confundida con el mundo, en una progresiva asimilación que lleva ya varias décadas y que parece alcanzar su clímax en nuestros días. Por citar sólo un ejemplo entre millares: que se haga ingresar al santuario mariano de Aparecida, en Brasil, a una imagen de bulto representativa de la diosa griega Dikê, y esto durante la mismísima Novena a la Patrona y con la condescendencia alegre del arzobispo, el obispo auxiliar y el rector, es -y perdónese la repetición- una abominación y escándalo de bulto (ver aquí). Que sobre ninguno de estos desertores caiga la condigna sanción canónica tampoco ha de sorprender mucho en esta hora, habituadas las dos o tres últimas generaciones de católicos a convivir con novedades y traiciones. Sistemáticamente mancilladas tantas diócesis y seminarios de todo el mundo, faltaba acaso un último bastión que abatir, después de que el post-concilio lo picara de viruelas: el Trono de la unidad y la doctrina. Hoc opus, hic labor.

Según consta en otras palabras en la carta abierta al Papa que cobró difusión por estos días, el entonces cardenal Bergoglio supo lucirse en sucesivos congresos hemisféricos de "teología" periférica, en esas latitudes en las que el rigor especulativo resulta no menos excepcional que el avistaje de la aurora boreal o de la mítica ciudad de los Césares. El ámbito más promisorio, al cabo, para la expansión de un modernismo de cuño tropical: una emulación tardía y pintoresca, entre mosquitos y vistosas cacatúas, de las tesis agnóstico-naturalistas condenadas antaño por los pontífices y brotadas en aquel entonces en la enjuta tierra europea.

¿Cuál es el -digamos- "común denominador" de este magma pseudo-teológico que suscita simposios continentales, comprometiendo antes a la industria editorial, a la hotelería y la sponsorización que a la inteligencia de la fe, y que acabó por ser -si debemos dar crédito a los testimonios como el apuntado más arriba- el trampolín de Bergoglio hacia el solio petrino devenido, por la renuncia de su predecesor, locus desertus? Posiblemente deba responderse: la «teología del anuncio», del kerygma, acuciada ésta por colmo por la agresiva campaña proselitista de las sectas protestantes en la América ex-hispana. El caso es que el acento puesto sobre el «anuncio» con prescindencia de todo auxilio racional, de la necesaria concordia entre fe y razón, de los motivos de credibilidad que la Iglesia siempre sostuvo como obligados «preámbulos de la fe», no ha servido sino a desnaturalizar la misma fe, promoviendo un emotivismo que nada tiene de católico y mucho sí de caótico. Fideísmo de pura estampa protestante, reacio a las intermediaciones que la Iglesia siempre supuso obligadas en la relación del alma con Dios (y, entre ellas, la identidad histórico-cultural). Las consecuencias de este viraje suicida son ya crudamente transparentes en la locuela del Obispo de Roma, que -y sin aparente mella del kerygma-,  luego de confirmar a judíos, musulmanes y animistas en sus respectivas creencias, pasa a fustigar elíptica pero furiosamente a los católicos que aún guardan la fe de sus ancestros. Lo exponen Gnocchi y Palmaro, felizmente vueltos a la carga con nuevo artículo, revisando algunos de los epítetos que Francisco les prodigó recientemente a quienes parecen ser ya sus únicos enemigos:

No pasa homilía, no pasa entrevista, no pasa baño de multitud en el cual el papa no encoja los hombros ante una fe que se objetiva en la rigurosa relación con la razón. Nomina nuda tenemus: parece éste el mensaje de Francisco, el mismo del franciscano Guillermo de Occam [...] La fe no busca más un intelecto al que considera inhábil para conocer verazmente, productor de objetivaciones que corren el riesgo de volverse un obstáculo en el encuentro con Cristo. 
La instrumentalización del Nazareno para otros fines, se sabe, es un problema antiguo. El cardenal Giacomo Biffi denunció tiempo atrás que «Jesús se ha convertido en un pretexto que los cristianos usan para hablar de otra cosa». Hace decenios que esta «otra cosa» está representada por ecologismo, promoción de la legalidad, ecumenismo mediático, lucha contra las narco-mafias, protección de la selva amazónica y otras amenidades. Todo a despecho de la doctrina moral, de la bioética, del rigor litúrgico y doctrinal. Con el riesgo de encontrarse en presencia de un Cristo sin doctrina y sin verdad, un personaje bueno para todas las estaciones, un contenedor para ser rellenado con cuanto desee cualquier consumidor de la religión «hágala usted mismo». 
De lo que se deduce cuán sorprendente e irracional resulta, en tanto que extraño a la historia de la Iglesia, que aquel que hoy eleva preguntas y objeciones doctrinales sea tachado de rígido, moralista, eticista, sin bondad. Una acusación que, bien vistas las cosas, podría ser transferida a papas del pasado reciente. Paulo VI,  en 1968, escribe la encíclica Humanae vitae para confirmar la condena moral de la anticoncepción: un rígido eticista sin bondad. Juan Pablo II redactó en 1995 una suma de la bioética en la Evangelium vitae: pero haciendo así demuestra insistir en tesis duras y difíciles, que alejan a los hombres de la Iglesia en lugar de acercarlos. Benedicto XVI explica al Bundestag, en un memorable discurso, que cuando las leyes civiles contradicen la ley natural no son más leyes sino sólo simulacros a los que se les debe desobediencia: un intolerante que cierra la puerta de la Iglesia en el rostro del Estado laico y se va con la llave en el bolsillo.
Pero el artificio dialéctico que transforma a cuantos quieren defender la doctrina católica en fariseos despiadados, faltos de un corazón que palpita por el Cristo herido y crucificado, es débil. Jesús no invita a los fariseos a irse porque profesan una fe equivocada, sino a ser los primeros en observar la ley. Mientras que aquí parece más apropiado decir que el objetivo final, aparte del juicio temerario sobre la intimidad de la conciencia, resulte el principio mismo, reputado como obstáculo en el diálogo con el mundo.  
Llevado hacia el perímetro de la iglesia, todo esto produce un catolicismo sin doctrina, emotivo, empático, pneumático [...] Una religión que, en la incapacidad de dar respuestas, impone con prepotencia dudas y preguntas y alumbra un catolicismo que "sabe que no sabe", de gusto prearistotélico. Acá dentro se encuentran las coordenadas del encuentro con el mundo moderno, del que salen pelotones de católicos que no creen en el Credo porque no lo conocen, pero acuden presurosos a la plaza San Pedro o a Copacabana.
De ahí que resulten despreciados los usos y observancias de la Iglesia como norma de fe, y que esta última acabe por ser redefinida como un subjetivo «encuentro» con el Redentor, por el que toda institución dimanada de la apostolicidad de la Iglesia quedaría librada a la obsolescencia. No otra cosa hicieron hace cien años los modernistas con el concepto de «Revelación», trocándolo en ridícula "experiencia personal" de la Divinidad. Es, por enésima vez, la desconfianza -de raíz protestante- hacia toda manifestación objetiva del culto.

La misma confusión que induce a la oposición inexistente entre fe y razón, entre recta doctrina y misericordia, es la que introduce un hiato insalvable entre la oración vocal, prescrita, que aun los más empinados maestros de la mística aconsejaban no abandonar, y la «oración» a secas, en seguimiento de la cual habría que desechar la primera. ¡Y después se nos corre con la monserga de un cristianismo inclusivo!
Una fe hipodoctrinal, resuelta en un simple encuentro, acaba por ver en el aspecto formal de la Iglesia un obstáculo a la propia manifestación. Y sería difícil demostrar que el papa Bergoglio, desde la tarde misma de su elección, no haya evidenciado con las palabras y los hechos su aversión a la forma y a la formalidad. De acá desciende la distinción entre el "decir oraciones" y el "rezar", que es mucho más que un calembour porque pone en discusión la armonía entre lex orandi y lex credendi.
Pero es necesaria la disciplina, es necesaria la ascesis que el actual pontífice se saltea a pie ligero, dirigiéndose demasiado pronto a la mística. «Aquel que deja de rezar con regularidad», escribe el cardenal Newman en un sermón sobre la oración de 1829, «pierde el medio principal para recordar que la vida espiritual es obediencia al Legislador, no un simple sentimiento o gusto».
Suena impiadoso el juicio de quien desprecia el "decir oraciones" sin imaginar que, en el fondo de estas fórmulas de las que nadie puede cambiar una tilde, está quien ve las llagas de Cristo y alcanza quizás a tocarlas y besarlas. En aquellas palabras consideradas piedra de tropiezo de una fe verdadera se encuentra encerrada, en cambio, una sabiduría que abre al sentido más profundo de los instantes terribles que toda creatura tendrá que vivir en el umbral del último respiro. Son ritmos celestes que encantan al alma y la arrancan al mundo, y la nutren con aquel anticipo de vida sobrenatural que es la ceremonia.