lunes, 2 de julio de 2018

ABORTO Y TEODICEA

Tal como ocurrió hace ocho años al promulgarse en la Argentina la ley llamada de "matrimonio igualitario" y el primer casorio de invertidos mutó sorpresivamente en ceremonia fúnebre de resultas de un paro cardíaco sufrido por uno de los "contrayentes", la justicia del Cielo parece haberse manifestado esta vez en relación con la avanzada abortista. Resulta que, en vísperas del tratamiento de la ley del aborto en la cámara de senadores, uno de sus principales impulsores en el Senado fue golpeado por la muerte, del todo impensada y accidental, de su mujer y su único hijo varón por inhalación de monóxido de carbono emanado por una estufa a gas durante el sueño. Parece que la noticia dio lugar a innúmeros comentarios en las redes sociales, destacando los medios masivos que algunos usuarios de las mismas celebraron el caso como ostensión de la justicia divina, lo que habría ocasionado la repulsa de aquellos no suficientemente horrorizados ante la matanza masiva de nonatos.

Aparte del obvio desquicio de la valoración moral en éstos que oscilan entre la mogijatería de ocasión y el aval a las masacres de inocentes, el caso permite reconocer cuánto corran parejas el desprecio de la ley de Dios y la pretensión de negar toda posibilidad de intervención divina en los asuntos de los hombres. Porque es noto que cuando se resiste al Supremo Legislador, se resiste a un tiempo al Sumo Juez. Si en la sociedad tradicional, que busca reflejar la jerarquía y el orden de la Creación, es el rey quien concentra los tres poderes, su desmentida revolucionaria y moderna -opuesta por definición a la reyecía universal de Cristo- no podía menos que minimizar la relevancia simbólica del hecho luctuoso, reduciéndolo a un triste infortunio. En este fétido contexto, el abolicionismo penal y otros trágicos dislates contrarios a la noción misma de justicia vienen a consonar con la sustitución de la Providencia por la fortuna ciega, del designio inteligente por el indescifrable arbitrio y del cosmos por el caos, en una funesta inversión y patulea que la pamplina optimista del progresismo debiera tener a bien examinar.

Cometido del Espíritu Santo sería, en palabras de Cristo, el de «argüir al mundo en lo relativo al pecado, a la justicia y al juicio» (Jo 16,8), donde el juicio señala el discrimen entre el pecado y la justicia, siendo que «el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado» y separado de la gloria que será el salario de los justos. Es del todo inherente a la naturaleza de la gracia, pues, el comunicar luces suficientes como para distinguir el bien del mal y atribuirle a este último la pena que le corresponde. La teodicea, en tanto manifestación del juicio de Dios en las cosas de este mundo, supone por lo mismo la conciencia del pecado y del castigo. Pues aunque «Dios hace salir el sol sobre justos e injustos», no es menos cierto que no demora la justa punición de aquellos que se insolentan contra Su trono.

Los necios se obstinarán siempre en desconocer otra causalidad que no sea aquella que se establece por el solo concurso de las causas segundas, aislándolas de la Causa Prima en la que tienen su fundamento ontológico, y cuando narren el hundimiento del Titanic lo explicarán por la distracción del piloto y la dureza adamantina del iceberg, sin la menor mención de aquella célebre alharaca proferida por el personal del buque con ocasión de zarpar: «ni Dios podría hundirlo». Del mismo modo, si el Señor le concediera aún nuevos capítulos a esta declinante historia universal, sería previsible que las naciones cómplices del descuartizamiento de sus hijos sucumbieran en apenas un par de generaciones al exterminio biológico y a su sustitución por otros pueblos. Una manifestación de la justicia divina comparable con ésta por algún ribete la vemos en el definitivo emplazamiento musulmán en aquellas áreas cristianizadas que, como el litoral mediterráneo por el sur y por el este, luego de caer en la herejía fueron presa fácil del sanguinario conquistador. La historia, maestra de vida, es también maestra de los rigores con los que la justicia de arriba castiga las abominaciones de los hombres.

Pues, como lo recuerda con impecable precisión Garrigou-Lagrange, «tres cosas hace Dios por medio de su Justicia: da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin, premia los méritos y castiga las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora misericordia». Para desgracia de todos, esta verdad antaño conocida se vio oscurecida -sobre todo en lo que trata a su tercer punto- por el formidable eclipse que el modernismo extendió sobre la doctrina católica. Se empezó por cercenar, en el Breviario, aquellos salmos que expresan el juicio de Dios sobre sus enemigos, como aquel final del salmo 109 en que «el Señor amontonará cadáveres y quebrantará cráneos sobre la ancha tierra», o el 62, en que los enemigos del salmista «bajarán a lo profundo de la tierra, serán entregados a la espada y echados como pasto a las raposas», o bien como aquel cántico de Judith (16, 17), que anticipa para los adversarios de su pueblo la venganza del Señor, quien «meterá en su carne fuego y gusanos, y llorarán de dolor eternamente». A los modernos liturgos estas descripciones les deben haber resultado excesivas y hasta fanáticas, desproporcionadas respecto del pecado al que remiten, por más que éste deba calificarse como infinito desde el momento en que ofende a un Dios de majestad y santidad infinitas. Y es que una raza que ha perdido el sentido del honor no comprenderá que el ultraje del honor divino pueda comportar efecto alguno, ni temerá ser barrida y sepultada por sus emisarios cósmicos. Es de este modo como se desalentó la oportuna atrición y se extendió la presunción de salvarse sin méritos (el pecado de Lutero, que constituye uno de los pecados contra el Espíritu Santo), cuando no la más completa incuria para con un Dios siempre celoso de su dignidad.
   
«Los terremotos, huracanes y otros desastres que azotan a culpables e inocentes por igual nunca son un castigo de Dios. Decir lo contrario significa ofender a Dios y al hombre», afirmó sin avergonzarse el predicador pontificio padre Raniero Cantalamessa ante un aquiescente Benedicto XVI el Viernes Santo de 2011, en referencia al entonces reciente sismo sufrido por Japón. Si con este viraje feroz en la doctrina no era suficiente, entonces llegó Francisco para afirmar con rotundidad, con ocasión del terremoto de México en setiembre de 2017, que «yo pienso que a México el diablo lo castiga con mucha bronca porque el diablo no le perdona a México que ella [con "ella" se refiere a la Virgen de Guadalupe] haya mostrado ahí a su Hijo». Es decir: acá el motivo que convoca el castigo no es ya el pecado sino la piedad filial, y quien tiene en sus manos el azote punitivo es el propio Satanás. Suponemos innecesaria toda glosa.

Pero creemos pertinente, contra la perversión de la fe católica alentada por una Jerarquía pasada en masa al otro bando, recordar que el aborto (en la línea del homicidio, del que es una especificación particularmente agravada) se cuenta entre los pecados que, según la Escritura, claman al Cielo. Lo que no aventura precisamente el olvido cómplice de Dios a nuestro respecto. Si la salvación de la patria es al precio de desatar la décima plaga de Egipto sobre los senadores alineados con el "sí", tal como ya sucedió con uno de ellos, desde ya que clamaremos por este escarmiento y lo celebraremos en caso de que el Cielo lo conceda. Pues «la indignación se enciende en mí a causa de esos malvados que abandonan tu Ley. Y tus decretos se han hecho cantos para mí» (Ps 118, 53ss).