martes, 23 de abril de 2013

DISCERNIMIENTO DEL TIEMPO A LA LUZ DE LAS POSTRIMERÍAS

Hay un paso del diván de Goethe que ha dado pasto a muchas cavilaciones, que ha sido glosado por los estudiosos de su obra y refundido casi en aforismo, y que podría versificarse a nuestro modo así:
Quien no sepa rendir cuenta
de tres milenios de historia
no salió de la placenta,
gira, no más, como noria. 
(Wer nicht von dreitausend Jahren / sich weiss Rechenschaft zu geben, / bleib in Dunkel unerfahren / mag von Tag zu Tage leben). 

donde el alemán expresa esa confianza de cuño humanista en el conocimiento erudito de la historia a los fines de hacerse intérprete fidedigno de los tiempos que corren. Una paráfrasis lo bastante concisa arrojaría algo como: «el que no sabe de historia vive al día, como los bueyes».

Desconocemos si fue ocurrencia de Josef Holzner o de su traductor al castellano, o bien si éste citó de memoria y mal los versos de Goethe, dejando colárseles un rastro de esa perícopa de la Segunda de Pedro (II Pe. 3, 8) alusiva a la paciencia y a la presciencia divinas, pero el caso es que en la lección castellana de Holzner (según la edición de EL MUNDO DE SAN PABLO, Rialp, Madrid, 1951) se cita el pasaje goethiano como «aquel para quien, mirando con los ojos del espíritu, no signifique lo mismo un día que tres mil años, no podrá comprender el presente, y el futuro será realmente para él un libro cerrado con siete sellos». Acá ya hay una apelación a la eternidad como forma y vigor oculto del devenir temporal.

Para el cristiano, cualquiera sea su estado, hay algo que, por gracia de Dios, está más al alcance que la erudición histórica, y que permite dirigir una mirada más aguileña sobre el presente que la que encarecía el poeta alemán. Y eso sí que acertó Holzner a proponerlo, y atribuyamos a esta feliz certeza su presunta errata al citar los versos ajenos: «para quien no conoce el íntimo carácter esjatológico y finito que llevan impresas todas las cosas, la historia y el cosmos, el presente es también un enigma indescifrable». Es muy valorable el cabal conocimiento de la historia, pero más excelente es advertir la orientación de los sucesos, contemplarlos bañados en esa luz que les da Aquel que será la única lumbrera «cuando no haya más sol ni luna». Podría alguien quizás argüir: me basta mantener viva la esperanza en los bienes futuros; no necesito una intelección del presente para alcanzar la vida eterna. Pero esto sería lo mismo que querer hacer letrina del sombrero y pasto de los guantes pues, ¿para qué si no nos han sido dadas nuestras facultades y la realidad objetiva en la que reflejarlas?

Las cosas marchan sin pausa hacia el fin: es una especie de "ley de la gravitación histórica". Y que el movimiento no es lineal, sino más bien helicoidal, y que el ritmo de la marcha en hélice no es uniforme, sino hecho de aceleraciones y desaceleraciones, parece casi evidente por sí: la sola consideración del papel que cabe a la libertad en el desenvolvimiento de la historia hace perfectamente admisible que ésta se prolongue. Pero su prolongación no es indefinida: en tanto Señor de la Historia, a la historia, como al mar, Dios le ha fijado un límite.

Si la justipreciación del tiempo presente depende entonces de la atención dirigida al común fin temporal, es comprensible que sea el olvido culpable de éste el que le arranca al Señor la imprecación de Lc. 12, 56: ¡Hipócritas!, sabéis apreciar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿y cómo no comprendéis el tiempo presente? Reconocer en la forma de las nubes o en la dirección del viento la tormenta perveniente y mantenerse ciego a la destinación última de todo lo creado y, con ello, al sentido de lo que se actualiza en el tiempo es, sin dudas, atributo del psychikós ánthroopos que describe San Pablo, del hombre distraído en las causas segundas y aisladas. El hombre contemporáneo, cautivo de la técnica, no hace sino agravar este desconcierto respecto al sentido de las cosas.

A salvo la proposición «Si comprehendis non est Deus», reverentes ante el designio insondable del Altísimo, que puede recrear la historia desde sus propias ruinas y reimpulsar el rumbo espiralado hacia simas aún no alcanzadas, no merezcamos los cristianos el dicterio que el Señor aplica a quienes no comprenden siquiera el tiempo que transitan. No hagamos, por la mayor honra del Triple Nombre en el que fuimos bautizados, como aquellos que insisten en llamar "primavera" al desquicio disciplinario y doctrinal en el que viven sumergidos de consuno los pastores mercenarios y sus greyes. Como mons. Piero Marini, aquel viejo maestro de ceremonias de Juan Pablo II que osó afirmar hace unos días -entre otras declaraciones, favorables al reconocimiento de derechos civiles a las uniones sodomíticas- que, con el cambio de Papa, «se respira un aire fresco, una vuelta a la primavera y a la esperanza. Hasta ahora habíamos respirado aguas de pantano», en elíptico insulto a Benedicto XVI. Y aun: «con Francisco se hablan sólo cosas positivas»: casi una involuntaria circunlocución para aludir a la campaña de los medios por ensalzar -por contraste con el anterior- el pontificado Bergoglio, en el que desaparecieron de la Iglesia, y como mágicamente, los escándalos.

Botticelli - La primavera

O como el estulto eloquio con el que mons. Armando Bucciol regaló a los fieles en la misa celebrada en el Santuario Nacional de Aparecida, en Brasil, el pasado 18 de abril. Recordando los cincuenta años de la constitución Sacrosanctum Concilium, primero de los documentos manados por el Vaticano II, atribuyó a ésta -y con grosero error, inspirado acaso por una entusiástica valoración de los cambios sucesivos- el haber promovido el cese «del latín, del canto gregoriano y otras expresiones ligadas a una historia gloriosa y significativa, pero que no hablan más a los tiempos de hoy». 

Misa en Aparecida. La decoración, estrambótica como la que más, quiere representar en esos dieciséis
mamotretos apilados los otros tantos documentos del Concilio Vaticano II, de siempre fideísta recordación.


Mientras todos compran y venden, comen y beben, llevemos dignamente el luto, sabedores de que nos aguarda una Fiesta que no se mide con parámetros mundanos. Arietes del cambio a todo trance, aparte de neutralizar el carácter agonístico de la Iglesia -confundiéndola, en babosa entidad, con el mundo- estos pastores contribuyen a que la tradición eclesiástica se haga tan oculta como para demandar penosa excavación para traerla a la luz del día, tanto como para ver aplicado aquí el apotegma de Goethe. Pero el sentido último de su deserción lo aporta el cuadro de la «apostasía de la verdad» de la que habla el Catecismo de la Iglesia en alusión a los tiempos últimos. Lo ilustran las palabras con las que la Iglesia de Laodicea se congratula, ciega ante el Juicio inminente: «yo soy rico, yo me he enriquecido, a mí no me falta nada». Lo aclara el dogma de la Segunda Venida de Cristo, que vendrá como el ladrón, a medianoche, cuando no encuentre fe sobre la tierra.