viernes, 28 de junio de 2013

LA DOCTRINA CATÓLICA Y EL PAPA FLAUTISTA

Tal como en el salmo 28 se nos canta que «el Señor descorteza las selvas» y «descuaja los cedros del Líbano», así, en obsequio a la integridad de la fe, que no puede sufrir mengua ni retoques, y a instancias de la Providencia «que siempre obra» (Io. 5, 17), así esperamos que cuanto ensombrece la doctrina enseñada por el Divino Maestro -todo ese matorral de errores ya consagrados por doquier, junto al falso prestigio de sus difusores, a quienes una propaganda bien rentada les presta estatura de coníferas- habrá de ser arrancado de cuajo cuando Él mismo lo disponga. Si algo debe decirse de la herejía y del error es que no tienen porvenir. El príncipe de este mundo ya ha sido juzgado.

No obstante esta certeza sea alentadora, horroriza comprobar los estragos causados por una deficiente formación doctrinal. A modo de ejemplo, y a propósito de una opinión aún hoy bastante extendida en muchos católicos, que pretende que los dolores padecidos por el Redentor en la cruz sólo pudieron ser sobrellevados a causa de su naturaleza divina -como si la sagrada humanidad del Verbo no hubiese sufrido las afrentas, los azotes y los clavos- ya Chesterton decía que muchos cristianos actuales profesan el monofisismo sin percatarse de ello. Mismo argumento cabe respecto de cien otros puntos de doctrina: el veneno de docetistas, pelagianos, maniqueos, y cuanta otra fauna herética haya entorpecido la difusión de la verdadera fe en los primeros tiempos de la Iglesia, hoy copa las mientes de no pocos bautizados, e inficiona cátedras y publicaciones.

Esta tirria a la doctrina, a la que san Pablo se refirió en la Segunda a Timoteo (4, 3) como propia de los hombres de los novísimos, «que tendrán una apariencia de piedad, negando empero la virtud de la que ésta dimana» (3, 5), acaba por restringir  la misión que Jesús encomendó a los suyos antes de su Ascención en un mero «ite» sin el consecuente «docete», como lo exhibe esa evangelización sin contenido cierto hoy tan en auge. De lo que se trata es de emular el río de Heráclito, que siempre corre sin ser nunca el mismo. Ya san Pío X tuvo ocasión de deplorar, en días asaz menos dramáticos que los nuestros, el que «entre los cristianos de nuestros días son muchísimos los que viven en una extrema ignorancia de las cosas que deben saberse para alcanzar la eterna salvación (...), y cuando decimos entre los cristianos no entendemos solamente la plebe o las personas de estamento inferior, disculpables acaso porque, sujetos a servidumbre, apenas tienen ocio como para pensar en sí mismos y en lo que les conviene: sino que -y sobre todo- a aquellos que, aun no faltándoles ingenio ni cultura, mientras son muy conocedores de las cosas profanas, viven despreocupados y como al azar en orden a la religión» (Encíclica Acerbo Nimis, sobre la enseñanza del catecismo). Queda rotundamente afirmada la necesidad de alcanzar un saber de salvación.

Pero hete aquí que, para estupor incluso de los seres inanimados -de las columnas de Bernini, si cabe, e incluso de las paredes del albergue Santa Marta, que nonunca hubiesen creído asistir a unas tales profericiones-, llega un papa que desprecia expresamente la necesidad de la recta doctrina, el carácter unívoco de los términos que la componen, y que contrapone arbitrariamente a la ciencia sacra con el gobierno pastoral. Que les bufa a los "restauracionistas" de usos y creencias bimilenarios. Que no deja de herir los oídos por los que la fe hubo alguna vez entrado, con ocurrencias de esas que antaño hubiesen merecido -de parte de algún pontífice sin remilgos- temible censura toda en ringlera, como decirlas «temerarias, escandalosas, mal sonantes, próximas a la herejía, infundadas y de todo punto perniciosas».

Que aquella norma próxima de fe «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus» venga siendo sistemáticamente despreciada desde la más humilde parroquia hasta los dicasterios, es cosa que ya nos habíamos malamente resignado a admitir. Que el contagio le llegue ya al Sumo Pontífice, que la preferencia del último cónclave haya sido tan infalible en este punto... ¡qué va! Rogábamos, tras la salida de Benedicto, por un papa imposible, de la estirpe de los Píos o los Gregorios. Mucho es de temer nos hayan empaquetado un draconígena, uno del gremio y del riñón de ese cardenalato impresentable casi en pleno. Parece desesperado referirlo en este trance, pero hay fundadas razones exegéticas para temer que aquella fiera ascendente de la tierra, parecida a un cordero y de la que el autor sagrado señala que «loquebatur sicut draco» (Ap. 13, 11) sea nada menos que un papa, y el último de la serie. ¿Y qué es "hablar (un papa) como un dragón" sino adulterar, emponzoñar deliberadamente la doctrina?

Entrevistado poco ha, un sacerdote italiano de quien ofrecimos los fragmentos de un valiente texto de denuncia contra un influyente obispo de su país, acertó a decir que «creo que por ahora el Sumo Pontífice rehuye las definiciones. Teniendo que definirlo de algún modo, lo llamaría un enigma. Me explico: fuera de algunos pensamientos recurrentes, como los pobres y la pobreza (...), nadie ha entendido todavía lo que realmente piensa, y en consecuencia qué pretende hacer y de qué manera lo hará. Todo esto es profundamente desestabilizador y quizás todo menos casual, sino más bien deliberado, seguramente en vista de un bien supremo que por ahora no podemos ni siquiera imaginar» (http://www.conciliovaticanosecondo.it/articoli/i-primi-cento-giorni-di-governo-di-papa-francesco/#more-1027). Lo del enigma podemos compartirlo: lo mejor que se puede decir de Bergoglio es a la vez lo peor, y es que, pese a sus quince años como primado de la Argentina, ni sus compatriotas lo conocemos. Es decir: no hemos podido descifrar su carácter, aunque sus obras -los efectos de su paso- hayan sido bien patentes. Tanto como una catástrofe. Lo segundo, lo del bien superior inimaginable, es cosa que sólo de Dios esperamos: no queremos hacer de nuestra piedad para con la institución del pontífice una especie de pietismo. Si vamos al caso, aun el bien supremo de la Parusía debe verse precedido por convulsiones espantosas, por la apostasía orbital y la manifestación del Inicuo.

«Quizás el Sumo Pontífice Francisco esté haciendo el juego del flautista de Hamelin. Esta célebre fábula es conocida pero vale la pena resumirla: un hombre con una flauta se presenta en la ciudad y promete desinfectarla. Apenas el flautista empieza a tocar, todos los ratones quedan encantados por su música, salen al descubierto de sus madrigueras y se ponen a seguirlo. El flautista los conduce hasta la aguas del Weser, donde los ratones mueren ahogados lanzándose uno tras otro en este río». Y acá también podremos coincidir en parte, dejando el resto para más ver. Que el pífano de Francisco no suena muy católico, para halago de los oídos del montón -incluidos los enemigos de Cristo- es cosa que consta, y mucho. Desde el primer día de su pontificado, masones, progresistas, la judería más recalcitrante, para no hablar de los medios de prensa y de las masas sensibleras sujetas a manipulación, todos dieron sus más manifiestos parabienes, y aunque los más prominentes de entre ellos no necesitaron salir de sus cuevas (que ya el mundo lo tienen en una palma) sí aceptaron otorgarle a Francisco, como a otro Rey Momo, el priorato de la hora. El último en acudir a los aplausos fue -como gráficamente lo reseña un medio vecino- ese abominable terrorista de guante blanco conocido como Adolfo Pérez Esquivel, quien después del encuentro con el papa se solazó denigrando a la evangelización española de América y a los predecesores de Bergoglio, todo en uno.

Falta el Papa. 
No sabríamos decir si al papa le cabe mejor el sayo del flautista de Hamelin o el del encantador de serpientes. Ni vemos cómo pueda hacer para ahogar a los ratones en el Weser, o en el Tíber, salvo ahogándose con ellos, tan estrecho el contubernio que los une. Es sabido, por lo demás, que cuando falta el gato -y en este caso, la doctrina, la enseñanza categórica manada de la Cátedra de Pedro- los ratones bailan.