jueves, 12 de junio de 2014

EL ASALTO CONTRA LA PALABRA

Hay una coincidencia, un rasgo común que salta a nuestra vista de argentinos -preocupante coincidencia, con valor alarmante de síntoma- entre nuestra presidenta y Francisco, el argentino de máxima proyección posible (y por completo insospechada hasta el día mismo de su elección). Se trata de una nota común a dos sujetos que son estrictamente connacionales y contemporáneos entre sí, a más de ocupar entrambos los cargos más eminentes con que la suerte hubiese podido favorecerlos.

Esa nota compartida, que no puede deberse al solo azar, nos obliga a cobrar conciencia de la calamitosa situación de nuestra patria terrena, a la vez que nos impele a pedir perdón en nombre de la nación argentina -a imitación, en esto, de Juan Pablo II y el propio Francisco, tan proclives a entonar el mea culpa de la Iglesia ante los chacales que rondan por devorar sus restos-, perdón al mundo y a la Iglesia universal, decimos, por haberles procurado un daño de tal envergadura en la persona del mismísimo pontífice. Que su condición de argentino de nuestros lares debe de tener algo que ver en sus desatinos.

¿Cuál es esta nota en cuestión? La precisó, como anticipando una patonomía cada vez más válida para nuestras latitudes, aquel célebre desterrado en el desierto:

...pero hacen como los teros
para esconder sus niditos:
en un lao pegan los gritos
y en otro tienen los güevos

                         (Martín Fierro, vv. 2133-36).

Del mismo modo que la hemos escuchado a nuestra infatuada presidenta tronar repetidamente contra los privilegios, siendo ella y sus ministros los principales beneficiarios de un sistema hecho de exacción y rapiña consuetudinarios, y de la misma manera que la hemos notado enfurecida contra los llamados "multimedios", cuando su propio gobierno supo armarse en consecuencia de un aparato propagandístico no menos múltiple, con diarios, canales de televisión y emisoras de radio desembozadamente oficialistas, así lo vemos ahora a Francisco propugnar el lenitivo de la misericordia mientras los suyos desmantelan con saña criminal a una orden religiosa floreciente como la de los Franciscanos de la Inmaculada. Y lo oímos deplorar el carrerismo, al paso que el mismo cunde como nunca entre sus inmediatos subordinados, como en el clamoroso caso de Fabio Fabene, subsecretario para el Sínodo de los Obispos elevado -contra su condición de subsecretario- al rango episcopal, y de Ilson Montanari, «un simple adepto de segunda clase hecho Secretario de la Congregación para los Obispos con el rango de arzobispo (y secretario del Colegio cardenalicio)». Con razón se habla de carreras-relámpago, de nepotismo en su variante rioplatense (i.e.: amiguismo), de simonía y tráfico de influencias, de montañismo curial sin precedentes ni decoro.

Se entienda que no es el gobernar atendiendo al propio pro aquello sobre lo que llamamos la atención: hay un largo historial que da cuenta de este género de atropellos, Roma incluida. Lo que horroriza es la galopante densidad de la falsía, esa sistemática sustitución de la praxis en vigor por su contrafigura verbal. Estrategia injuriosa no sólo por consagrar el encubrimiento, sino aun más por habituar a los incautos a una versión falaz de las virtudes que presuntamente se celebran: así, en el caso del gobierno argentino, la insistente apelación a una "militancia" con ribetes épicos, lanzada por un hato de malandrines sin algún rubor, ha provocado sobre la entera población un daño aún mayor que el económico, arrastrando a muchos a la ruina del engaño, al espejismo moral, a la vez que ha opuesto irremediablemente a aquellos que rechazan la filfa con quienes la consienten.

Que mienta el gobernante para exculparse de sus desaciertos, para disimular sus fracasos, no es cosa nueva. Lo abominable es que se mienta con el fin de raptar conciencias. Esta radicalísima anomia puede adscribirse, en el caso argentino y en extenuante progresión creciente, al cauce histórico determinado sucesivamente por el auge del contrabando en la época mal llamada "colonial", por la capitalidad portuaria, por el maquiavelismo liberal del XIX, por la riada inmigratoria mal convocada y peor organizada, ídem por la migración interna y el fenómeno del peronismo y por el consiguiente y endémico clientelismo político, siendo noto que la política es «la única fábrica que no baja sus cortinas» en tiempos de crisis. Se debe agradecer a Dios, que proveyó numerosos hombres de bien a la urdimbre humana de esta Argentina desastrada, el que no nos hayamos convertido en una pura raza de timadores, según este periplo deformador que como pueblo hemos recorrido. Proyectar los vicios resultantes de este recorrido, de esta contra-paideia histórica así como pueda encarnar en un sujeto exaltado por ese mismo medio, a una instancia tan superior y extralocal (concretamente: al gobierno de la Iglesia en crisis, en tiempos de apostasía global) no puede sino tener efectos devastadores. Es una confluencia como para hacer tambalear a la mismísima cathedra veritatis si el propio Dios no se aviniera a impedirlo.

Es, aunque con una coloratura porteña con inflexión de cocoliche, el drama inherente a la modernidad senil saciada con su propio vómito, que ahora irrumpe con fuerza contra la última de las realidades a demoler, poniéndole antagonistas con nombre y apellido. Entre nosotros lo dijo inmejorablemente fray Mario José Petit de Murat O.P.( «El último progreso de los tiempos modernos: la palabra violada»; ver aquí): cuando existe la resolución inflexible de emplear el verbo humano «en contra del Verbo divino, a costa de desgarrarlo en los nexos con su fuente, analogía y ejemplaridad suprema», lo que debe sobrevenir por fuerza no son sino «obras de maldición, repudiadas por la densidad óntica del universo». Pues lo que hoy sufre la palabra (y con ella el dogma, que es la expresión verbal del misterio) no es la mera deriva etimológica que puede verificarse en el desarrollo de cualquier lengua. «La alteración que hoy padece la palabra es muy distinta; está sujeta a una doble intención que la violenta en el nexo del signo con lo significado». Las canonizaciones hoy en curso no hacen sino evidenciar esa violencia. «El triunfo de la iniquidad moderna, su carcajada final frente al Verbo sangrante consiste en que ha logrado clavar su aguijón en las junturas mismas del concepto con su vocablo».

Siendo la palabra humana «la última perfección de las cosas sensibles», podemos hacernos una idea de la perversión que se ha obrado y se insiste en completar. «¿Habrá almas capaces de hundirse en la noche del silencio; de levantar bajo la desplegada mansión de la Voz, las altas cimas del hombre, las que presencian el Orden? [...] Sólo los capaces de borrar en sus corazones la gritería del mercado con las luces del desierto, tendrán poder contra los demonios que resuelven en vaciedad y blasfemia al mundo moderno. Si ese linaje del Espíritu ya no se levanta desde el bautismo y el llanto de la Iglesia, peor para este siglo: sobrevendrá un silencio de cenizas lívidas durante tiempos únicamente conocidos por el Padre. Luego, la multitud de las aguas que brotan de su Trono encenderá una vez más el alba y, desde hierbas nuevas, ascenderá hasta el corazón del que Es, fue y será, el hilo del canto glorificante: el de la palabra que nombra y ordena en el Verbo las trémulas criaturas de la tierra».