martes, 24 de julio de 2018

ESE ABORTO DE MAFALDA

Sorprende el poco tino de tantos que se enrolan en el lado bueno de esta guerra, optando por medios notoriamente inadecuados para dar eficaz pelea. En lo relativo al aborto (lo que se extiende a cualquier otra avanzada del misterio de iniquidad), será siempre menester recordar que «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los aires» (Ef 6,12). Sólo esto enfoca debidamente el ámbito y el alcance de la cuestión.

Este inconcebible olvido hizo que algunos activistas pro-vida tomaran a Mafalda, personaje de una tira cómica argentina cuya primera difusión data de los tardíos años '60, como portavoz del descontento con la política filicida. Pero ahí nomás salió Quino, el creador del personaje, aduciendo que «se han difundido imágenes de Mafalda con el pañuelo azul que simboliza la oposición a la ley de interrupción voluntaria del embarazo (sic). No la he autorizado, no refleja mi posición y solicito sea removida. Siempre he acompañado las causas de derechos humanos en general, y la de los derechos humanos de las mujeres en particular, a quienes les deseo suerte en sus reivindicaciones».

A Mafalda se le podrá reconocer, si mucho, algún acierto en la configuración de los rasgos de sus personajes; una discreta comicidad sin cumbres; algunos pocos episodios, en suma, susceptibles de impresionar de momento las retinas y de quedar por algún tiempo en el depósito fugaz de la memoria. Pero Mafalda es la expresión más elocuente del prosaísmo humorístico -que es como decir, de la sustitución del humor por cualquiera de sus analogados menores. Porque si es cierto que el auténtico humor es capaz de "hacer reír y llorar a un tiempo", como lo han señalado quienes estudiaron su peculiar complexión, y en el humor centellea un algo de inaudito e inefable, Mafalda, con su estrecha circunscripción al temario y el talante de las clases medias urbanas, semiletradas a instancias de la escuela de Sarmiento (que, al decir de Anzoátegui, sustituyó definitivamente entre nosotros la cultura por la mera "instrucción"), con sus niños burgueses al nacer, de sienes canas (como los vio Hesíodo), preocupados por el desarme mundial y el conflicto árabe-israelí, por la guerra de Vietnam y las hambrunas en Biafra, Mafalda, decimos, con el muy codificable elenco de sus filias y sus fobias, incapaz de cotejar las pamplinas de la prensa con un ejemplar más dilatado y robusto de realidad, inhábil para romper nunca las costuras de su contexto social e histórico por una como "salida en alto" (eso es humor), Mafalda es el sujeto menos indicado para llevar avante una embestida contrarrevolucionaria: cuanto más, para terminar de consagrar los temas más caros a la mojigatería progre. Que se la tengan los abortistas, están en todo su derecho. Quizás los nuestros, escarmentados esta vez pero siempre infectados del silencioso tifus liberal, convoquen próximamente a la causa al gato Fritz.

Lo otro que salta a la consideración es ese tardío pronunciamiento de un vejete como Quino (86), que podría haber al menos insinuado en los tiempos de auge de la criatura de su invención alguna candorosa benevolencia hacia las escabechinas de inocentes. ¿A qué viene ahora, con la Parca a punto de darle alcance, a tomar tan explícito partido por la peor de las causas? Esto merece un desarrollo del que nos contentaremos con dar apenas los primeros pasos.

Si la llamada «Escuela de Frankfurt» ha sido la gran propiciadora de la revolución cultural para nuestros tiempos (revolución cultural lo fue también la Ilustración, que culminó en la sanguinaria revolución política de 1789, y Dostoievski no deja de señalar el fermento demoníaco actuante entre los usos y las modas de las clases cultivadas de su nación varias décadas antes del bolchevismo), a las premisas de aquéllos, suficientemente inoculadas entre quienes estaban en condiciones de prestarles oído, debían seguirles sus obligadas consecuencias. Que son tantísimas: desde el funesto hábito de las mujeres que ya no se distinguen de los hombres al vestir hasta la auto-lesión indeleble por medio del tatuaje, que evoca las yerras de esclavos (es muy de sospechar quién el amo que insta tales homenajes). Hasta en sus resonancias se nos antoja notar en los nombres asociados de Adorno & Marcuse una firma abocada a la fabricación de bombas de relojería.

La revolución les entró por los poros, como un juego inocuo, y coquetearon con los Beatles (como Quino) porque sus canciones eran pegadizas y exaltaban la libertad. Hoy sacrifican niños a Moloch. Porque en la concepción movilista de las cosas late una precariedad siempre insatisfecha, «un agua que vuelve a dar sed» una vez bebida, y que muestra su rostro horrendo recién al final de la jornada. Las doctrinas que niegan la determinación del ser y lo que hay de inmutable en las leyes que rigen todo lo que existe, acaban deduciendo siempre nuevas y más escabrosas consecuencias de su pésimo error de perspectiva.

 Ahí está el gobierno de maleantes que durante doce largos y expoliados años se abstuvieron al menos de dar este paso. ¿Dejaron entonces de hacerlo por mera "prudencia política", porque no era el momento oportuno? Puede ser, aunque no es menos probable que ahora lo hagan arrastrados como por un ímpetu ciego latente en su infame cosmovisión, que los vuelve capaces de adentrarse cada día un poco más en el abismo. Tanto, que para explicitar sus intenciones necesitaron asociarse en esto con quien funge como su principal enemigo político, con quien ahora confluyen en idéntica orgía de sangre. Que Dios los maldiga.