jueves, 19 de noviembre de 2015

SOBRE LA FE Y SUS SUCEDÁNEOS

Si hubo una treta sobremanera exitosa entre las que el Maligno supo urdir para menoscabo de la fe, cuéntese la sustitución del concepto «fe» por un símil desleído del mismo. Rigurosamente afín a cuantos otros propiciaron los novatores con vistas a una refundición del catolicismo, el contrabando conceptual supo dejar en pie gran parte de las fórmulas para alterar su contenido implícito, llenándolas de hojarasca y serrín. Si la resurrección pasa a ser una metáfora y los milagros otras tantas hipérboles piadosas, queda claro que la fe -condición para admitir la resurrección, los milagros, la vida del mundo futuro y cuantas verdades constituyen su objeto propio- requerirá también una oportuna re-semantización.

Y acá se reveló en toda su fecundidad (si puede atribuirse fecundidad al error y a la herejía) la acepción luterana de «fe», retomada luego en buena medida por los modernistas combatidos por San Pío X: la de un impulso fiducial que hace reposar al alma -o al ánimo- en una especie de certidumbre emotiva. La fe pasa a entenderse, entonces, como una adhesión sensible que no requiere de preámbulos, ni disposiciones previas, ni exigencias ulteriores, que no pide la mortificación del propio criterio y la aceptación incondicional de un depósito transmitido por una autoridad delegada desde arriba.

La teología supo oportunamente distinguir los cinco elementos que concurren en la producción del acto de fe: 1- el motivo, que es la autoridad de Dios que revela; 2- el objeto, que son las verdades reveladas; 3- la gracia preveniente, que inspira a nuestras facultades, entre ellas: 4- la voluntad imperante, que mueve a 5- el intelecto, que bajo el imperio de la voluntad y el influjo de la gracia, acaba por prestar su asentimiento (Ad. Tanquerey, Synopsis theologiae dogmaticae). [Vale aclarar que la voluntad puede decirse imperante porque, aunque el entendimiento, por razón de sus operaciones específicas (=conocimiento del ser) sea más excelente que aquélla, a la que precede en estas mismas operaciones, las prerrogativas de ésta se explican por la supereminencia de su objeto: la voluntad, en efecto, se adhiere siempre a aquello que se le representa bajo la especie de bien; el intelecto, en cambio, persigue el mero conocer, independientemente de la nota de «malo» o «bueno» que pueda caberle a su objeto. De aquí que, alcanzada por la inteligencia una sumarísima noción de Dios como «bien», la voluntad, bajo la moción de la gracia, empuje a aquélla a adentrarse más y más en el conocimiento de ese bien. Por esto puede hablarse de voluntad «imperante»].

En la nueva acepción de «fe», si acaso queda en pie la voluntad, y ésta aislada en sí misma. A menudo, incluso, limitada a la «voluntad inferior o apetitiva» (voluntas ut natura), que ya no informada por la razón como «voluntad intelectiva» (voluntas ut ratio). La fe deja de ser, según el conocido axioma, la virtud que ofrece a los hombres, para ser creídas, aquellas verdades que la razón no puede alcanzar en sus rebuscas: más bien pasa a ser una adhesión arbitraria, informe, que, en el mejor de los casos -cuando admite una cierta guía de la razón- pasa a identificar su objeto con otros tantos objetos de la razón, incluyendo a Dios mismo en tanto objeto de conocimiento racional. Cuando no haya mero fideísmo, entonces, se tratará a lo más de la increíble confusión de fe con deísmo: un Dios que se afirma en algunos de sus atributos, tales como la razón puede reconocerlos (omnipotencia, inteligencia rectora, etc.) con el añadido -menos obvio para el conocimiento natural- de la «misericordia», entendida ya como salvoconducto universal para soslayar la ley.

No extrañan entonces esos rimbombantes títulos de los diarios («multitudinaria manifestación de fe» y similares) para referirse a lo que no es sino una especie degradada de folklore: procesiones encabezadas por un cura popular y de prédica balbuciente al aroma de los chorizos que se asan y con el estrépito de las guitarras mal ejecutadas -y ejecutadas incluso en Misa por el propio celebrante. Cualquiera de nuestros antepasados que se levantara de la tumba para asistir a estas bullangueras romerías las tendría por cualquier cosa, menos por actos de culto. En verdad, la historia de la Iglesia discente que emerge del Concilio (que es como decir: la de una catástrofe amenizada por el absurdo) puede asimilarse a esos terneritos de granja que, atados por una soga a su respectiva estaca y luego de acabar de beber su ración de leche del balde, buscan con avidez el otro extremo de la soga para sorber del mismo como si se tratara del pezón materno. Cándidamente convencidos, beben y beben del cabo que no les surte ni una gota, prolongando en falso la complacida lactación.

La comparación no es extremosa: cuando el hombre decae, hay que ir a buscar entre las bestias el más fiel retrato de su hábitos. Por lo demás, la sola irrupción en escena, en tan comprometida sazón, de un pontífice más ordinario que piojo de chancho, capaz -entre mil otras lindezas- de declararse incompetente para juzgar si una luterana puede comulgar el Cuerpo del Señor en una Misa católica, es suficientemente ilustrativo del desquicio, sin necesidad de ulteriores glosas. Ésta es la clase de sujeto que encarna la que podría llamarse, por asimilación, la «regla próxima» de la nueva fe -esto es, del caos que se ha fomentado con indudable éxito.

Así, la apostasía real encuentra un notable subterfugio para demorarse en la tierra que hollamos sin revelarse en todo su horror, y la operación de transgénesis eclesiástica se cumple sin sustitución de conceptos, sólo por su resignificación. A la zaga de la «fe» vendrán los "carismas", los "consuelos de la fe", toda la batería de fuegos fatuos que aplacarán la angurria emotiva de los feligreses de la nueva religión del corazón antes de dejarlos definitivamente vacíos. Porque la fe -que es, en rigor, una empresa de armas- ha sido tomada como un recreo informal. De manera de permitirle encontrar al Hijo del hombre, cuando venga, algo sí de fe sobre la tierra: la fe de timadores y timados.