sábado, 25 de mayo de 2013

UN PAPA MACANUDO

Macanudo, en la patria del papa Bergoglio, vale familiarmente por «agradable, simpático», o bien «amable». Por una rara fortuna léxica no le bastó a este vocablo ser objeto de uno, sino de varios sucesivos sentidos traslaticios, lo que hizo del mismo un ejemplar movedizo, instable hasta el día de hoy. Algunos creen que el argentinismo macana, por «mentira», se deriva del apellido de un escocés Mc Cann que, dueño de una pulpería en plena pampa en el remoto y telúrico siglo XIX, se prodigaba en cuentos extraordinarios, inverosímiles, mientras les escanciaba el aguardiente a los paisanos. Macanear pasó pronto por «mentir, decir embustes», y quizás porque en las soledades camperas de aquellos años fue siempre bienvenido el cantor y el cuentahistorias, de macanero a macanudo se cumplió una transición insensible y laudatoria, y así macanudo quedó por «afable». No tardó en aplicarse, más allá de las personas, incluso a objetos inanimados, y con nueva acomodación semántica: todavía recuerdo al Toto, viejo peón rural de mis pagos que se refería a cierta hachita como "macanuda" por su buen filo y maleabilidad.

Digresiones aparte, es evidente el peligro que no pocos señalaron de que el de Francisco devenga un "pontificado virtual", amañado por la prensa, en el que las palabras y acciones bienvenidas a la sensibilidad contemporánea sean reproducidas sin descanso, presentando a Bergoglio como "el Papa del cambio" y otras vacuidades, mientras sus enseñanzas más afines al auténtico espíritu cristiano son diligentemente escamoteadas al voraz público orbital. Así, por ejemplo, las alusiones reiteradas al demonio como "príncipe de este mundo" y como causante del odio y persecución a Cristo y a su Iglesia, o a la verdad como objeto de escepticismo en nuestros días, pero cuyo encuentro es capaz de elevar y salvar al hombre, no son de las que los diarios destacan gustosos en sus titulares. Ni aquel rechazo bien sentado a los teologastros que pretenden presentar la persona de Cristo en términos meramente humanos, como a un gran predicador o a un sabio, llamándolos «intelectuales sin talento, eticistas sin bondad. Y de belleza ni hablemos, porque no entienden nada» (vid. http://www.linkiesta.it/chiesa-ideologia).

Loquimini nobis placentia. De Francisco vienen, en cambio, triunfalmente señaladas otras aseveraciones, a saber: «quiero una Iglesia pobre»; «la Iglesia debe salir de sí misma, hacia las periferias existenciales» o «debemos tender puentes y no construir muros». Últimamente, se les agregó la afirmación groseramente aperturista de que, con su sangre, el Señor redimió incluso a los ateos, hecha por colmo en el curso de una alocución en la que se precisó que el «matar en nombre de Dios» es una «blasfemia» (sin acabar de precisar si el destinatario de sus dichos era el fundamentalismo musulmán o los gloriosos cruzados de la Tierra Santa, o si ambos a una, igualados).

Hacía falta que las tesis modernistas alcanzaran a ser pronunciadas por boca de papa para que los enemigos seculares de la Redención reportasen un notorio triunfo. Sabemos que ese triunfo es, a la postre, su mismísima derrota, pues «el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado». Pero midiéndolo desde las llanuras cismortales se dirían grandes los logros, así como inequívocamente cuajadas las aspiraciones de aquella Alta Venta de los Carbonarios, que hace ya casi doscientos años formuló su tenebroso programa, conocido por el entonces papa Gregorio XVI y posteriormente publicado por Pío IX en 1860: «el trabajo que vamos a emprender no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año; puede durar varios años, acaso un siglo. Lo que debemos buscar y esperar, como los judíos esperan al Mesías, es un papa según nuestras necesidades. Para destrozar la roca sobre la que Dios construyó su Iglesia tenemos el dedo meñique del sucesor de Pedro comprometido en la conjura».

Presentar insistentemente al papa como agradable y simpático, como bien avenido con la civilización moderna, como un filántropo y hasta como un bufón capaz de echar por la borda las enojosas prescripciones de la Iglesia, su ardua moral y sus escandalosas verdades ultraterrenas para alcanzar una risueña alianza con todos -enemigos de la Iglesia incluidos- es el evidente designio de la publicística de Babel. Allí está, para nuestra exhortación, el célebre relato de Soloviev, que presenta al Anticristo como «el gran espiritualista, asceta y amigo de los hombres», lleno de «supremas manifestaciones de continencia, abnegación y activa disposición de ayuda», en una perversa imitatio Christi mirante a la auto-elevación del hombre. «Tal santidad aparente ha de tomarse en sentido muy estricto. No se trata aquí de una capa que "palia", sino de un hábito general que desciende y se adentra hasta el campo de la ética, que casi necesariamente ha de aparecer como una santidad real en un mundo al que ya le resulta extraño el sentido originario, óntico y cúltico de ese concepto» (J. Pieper, Über das Ende der Zeit). 


Horroriza comprobar que el papa acepta este juego que le ofrecen. Sus antecedentes en la Argentina, por lo demás, no son para nada auspiciosos. A la vez que desconcierta notar el contrapunto que le hace a esta presentación edulcorada su feliz recurrencia -siempre soslayada por los medios- a las máximas de siempre de la Iglesia. Y no podemos dejar de parar mientes en aquella hipótesis del padre Meinvielle, que ponía a un mismo papa al frente de una ventura Iglesia gnóstica de la publicidad («con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un pontífice de actitudes ambiguas») y de la Iglesia del silencio, objeto ésta sí de las promesas divinas.