Si el antiguo imperio había arrastrado a los cristianos al circo para hacerlos pasto de las fieras, la Iglesia postconciliar, cumpliendo un designio circular, quiso ser ella misma el circo. Y como todo espectáculo que se precie, éste también tiene sus números congruos: payasos, representados por aquella Jerarquía que gustó estropear su dignidad en público ora con estolas multicolores, ora con narices de
clown; malabaristas y equilibristas consumados, como aquellos clérigos que pretextan su adhesión a la doctrina cristiana pero consienten todos los excesos que, en el orden de la fe y de la moral, cunden bajo su jurisdicción. Ni hace falta recordar cuánto se haya multiplicado en nuestros días el oficio del tragasables.
Se sabía que el malfamado Sínodo sería otro tanto coliseo para triturar a la ortodoxia, una finta de disertaciones y disputas para las que se invocó un presunto clima de parresia, pero que en realidad tendría sus conclusiones ya prescritas antes de empezar. La democracia y el parlamentarismo nos han enseñado a desconfiar; llevados ambos a la Iglesia bajo el alias de «sinodalidad permanente», nos han instado a invocar más a menudo a san Miguel Arcángel.
Porque tras de la acepción hoy instaurada de «sínodo» (como de la de «comunión episcopal» y otras mistificaciones de similar tenor) asoma la cabeza inclemente del tirano, del arribista elevado por la complicidad de sus pares a expensas del criterio de la "selección al revés". La retahíla de detonaciones que se le escucharon a Francisco en los días inmediatamente previos a la apertura del Sínodo confirma -por si no hubiesen bastado los sonoros antecedentes de los Franciscanos de la Inmaculada y de monseñor Livieres- que el papa bonachón recobraría el
triregno depuesto por Paulo VI, pero esta vez para fulminar anatemas contra aquellos «que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (Ap 14,12). No será una licencia literaria apelar a este pasaje de la Escritura tantas veces leído y hoy al fin tan apremiante.
Muy contra Alcuino, que recomendaba enfáticamente:
«no des crédito a quien suele decir "Vox populi, vox Dei",
ya que el alboroto del vulgo se halla siempre a un paso de la locura», Bergoglio restableció esa identidad conculcada por el teólogo carolingio pidiendo al Espíritu Santo «escuchar a Dios y al clamor del pueblo», todo en una. Clamor cuyo contenido debía explicitarse por vía indirecta con las siguientes exhortaciones (y son palabras textuales del Papa, en frenética progresión):
- a la Iglesia, a «no encerrarse en supuestas interpretaciones del dogma», ya que «el mundo ha cambiado»;
- contra los malos pastores, «que cargan sobre los hombros de la gente pesos insoportables que ellos no mueven ni siquiera con un dedo»;
- contra los jefes del pueblo, según los cuales «todo se reduce al cumplimiento de los preceptos creados por su fiebre intelectual y teológica».
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Murillo, Sagrada Familia.
Justo aquella que no está representada en el Sínodo |
Todo adobado por las intervenciones del superior de los jesuitas que, convidado a roznar en la asamblea, distinguió que «puede haber más amor cristiano en una unión irregular que en una pareja casada por la Iglesia», y por la apelación del cardenal Assis a la causa
gay: «lejos de encerrarnos en una mirada legalista, queremos bajar a lo profundo de estas situaciones difíciles para acoger a todos aquellos que están implicados». Al paso que con esa ambigüedad ya tan transitada en las últimas décadas, y que tan magra cosecha evangelizadora reportara, la Segunda Congregación del sínodo sentenció que «el matrimonio es y sigue siendo un sacramento indisoluble; sin embargo, ya que la verdad es Cristo, una Persona, y no un conjunto de reglas, es importante mantener los principios, no obstante cambien las formas concretas de su actuación». Al fin lo sabemos: no se cuestiona la indisolubilidad del matrimonio, simplemente se erigen múltiples y divergentes formas de actuarla. Incluida, tras la abolición de la lógica, la disolución de la sociedad conyugal.
Es demasiado para tan pocos días. Tanto, que Alessandro Gnocchi supo resumir
en un reciente artículo que bajo Francisco «se ha difundido por todo el orbe católico un cierto fastidio liberatorio por cuanto de sacramental y de doctrinal informa el
yugo suave que Jesús promete a sus seguidores [...] Difícilmente el Sínodo extraordinario de la familia tome otros rumbos que aquel de la pastoral abierta a las ganas locas del mundo». Se cumple lo que anuncia el salmo 2º:
los príncipes conspiran contra el Señor y su Ungido: ¡ea, rompamos sus lazos, sacudamos su yugo!, designio expresado inmejorablemente en aquel sueño del Tucho Fernández,
doctor superfluus: la colectivización del individualismo, o bien el "viva la pepa" escanciado a todos los estratos, para que a nadie falte su pasaporte a la Gehenna.
Estamos convencidos de que esta farsa no irá a concluir -según algunos aventuraban- en un montón de documentos irrelevantes, con formulaciones ambiguas y amplio margen para su aplicación pastoral. Que la astucia sea principalísimo entre los atributos del Maligno es cosa innegable, pero no es menos cierto aquello de que "el demonio hace las ollas pero no las tapas". Pudiera dejarse a la Iglesia zozobrar indefinidamente hasta su extinción, si esto fuera posible, y quizás fuera esta la estrategia más conducente a los intereses del enemigo. Pero hay algo que caracteriza al trágico afán de estos prelados infieles: su hipertelia, su incontinencia, digamos un como furor báquico, la ardiente necesidad de patear el tablero al tiempo mismo que acarician la victoria.
Algún doctor sacro enseñó oportunamente que si Satanás hubiese sabido que la crucifixión de Cristo le acarrearía la derrota, no habría inducido a los Sumos Sacerdotes, ni al populacho, ni a Judas ni a Pilatos a intervenir como lo hicieron. Aventuramos, a este respecto, una pronta salida de las ambigüedades ya consuetudinarias a través de una explícita traición al
depositum, rotunda e inequívoca, de parte de los compadres sinodales, lo que servirá para dividir de una buena vez los campos. Así como en el triunfo transitorio del demonio reside su derrota definitiva, este zarpazo con el que la herejía enquistada intentará expulsar a Dios -y de paso quedarse con las temporalidades de la Iglesia- tendrá que constituir, en breve, su más aciago fracaso.