lunes, 20 de mayo de 2013

UN PAPA BERRETA

Importa comenzar aclarando, para los lectores no argentinos de este espacio, que berreta es voz tomada del lunfardo, esa jerga resultante de la contaminación del castellano nativo con el italiano traído por la más numerosa de las colectividades inmigratorias a fines del siglo XIX y comienzos del XX en la Argentina. El entonces cardenal arzobispo Jorge Bergoglio supo volver, tal como la cierva a los hontanares que le son más gratos, a este pintoresco depósito idiomático de los bajos fondos, engarzándole muy a menudo a su magisterio, y sin la menor intención irónica, uno que otro aljófar de estos -que por lo palmario diríase un berrueco- tomado de la próvida cantera "lunfa".

Se supone que berreta proviene del italiano «beretta», es decir, gorra (de etimología común a «birrete»), que era la prenda que vestían en sus cabezas los hombres de las las clases subalternas en contraposición a los sombreros de copa, en uso entre los atildados porteños de sociedad de cien años atrás. De allí que «berreta», por extensión, aluda a lo ordinario, a lo propio de la plebe, a lo que es de calidad inferior.

Salva reverentia, que si hay algo que necesitamos los sufridos fieles es un papa con todas las cuatro letras (y al papado queremos defenderlo, si es menester, con el arma que Dios ponga en nuestras manos, y de buen grado haríamos el guardia suizo, y aun el gruñón mastín si fuera por guardar la integridad del pontífice), no se puede callar el estupor ante la ringlera de nimiedades que el papa reinante se obstina en agregar a su discurso, especialmente en sus improvisadas homilías matutinas -al menos, según lo que resulta de la transcripción que hacen de las mismas los amanuenses electrónicos, que es posible le poden no pocas chuscadas. La caída en el ejercicio del munus docendi respecto del pontificado precedente -y quizás de muchos, y aun de los 265 precedentes- es tan evidente como dramática, lo que constituye un dato más (y no menor) para reconocer una como «nivelación del papado», análoga a la que la modernidad viene operando compulsivamente para con todo aquello que presente una excelencia resultante de una previa ordenación jerárquica, de un orden.

Nutrido ramillete podría hacerse con algunas de las flores que Francisco va dejando a su paso: desde la exhortación a "ir contracorriente", sin mayor especificación, hasta lo de los "católicos melancólicos con cara de ajíes en vinagre"; desde la instancia a "construir puentes y no muros" al pedido de "ser pastores con olor a oveja". Últimamente no tuvo empacho en afirmar, entre lamentables citas de un midrash rabínico, tan espantosamente malsonante en boca de un papa y tan en consonancia con su habitual melindre judaizante, que «la Iglesia siempre entró en las desviaciones, en las sectas, en las herejías, cuando se puso demasiado seria».

Los últimos pontificados fueron ya ostensiblemente suaves a la hora de señalar el error. Respecto de aquellos documentos papales que no le ahorraban a las doctrinas heréticas sometidas a denuncia, hasta hace todavía menos de un siglo, la calificación de pestíferas o de ponzoñosas, se ha ido prefiriendo una morigeración que a menudo parece querer soslayar los peligros de los errores modernos, no comprometiéndose en su deixis, a la vez que se suele eludir, o casi, el sic sic non non que debe caracterizar el habla de los seguidores de Cristo. Con todo, se guardó siempre un tono y un nivel discursivo lo suficientemente docto como para no hacer manar del papado un tufo tabernario. Con Bergoglio se evidencia un verdadero salto en este último sentido, con anacolutos y solecismos a profusión entre diversos dichos amasados como para contentar a las tribunas con un lenguaje reconocible, como el de un papa de los nuestros.

Así lo padece el autor del blogue opportuneimportune que, advirtiendo oportunamente que «después de banalidades tales como El trabajo ennoblece al hombre, o bien La Iglesia debe ser pobre, creemos poder formular alguna previsión en atención a las próximas perlas de sapiencia de Bergoglio, que encontrarán seguramente perfecta expresión en el eloquio límpido y cultísimo que señala al Obispo de Roma». Y ofrece el plausible florilegio anticipado, con entre otras piezas: «ya no hay más medias estaciones», «se estaba mejor cuando se estaba peor», «el amor siempre vence», «lo importante es quererse bien», «yo soy uno que (sic) la libertad es la primera cosa», «mejor un buen laico que un mal cura», «el papa es un hombre como nosotros», «somos todos hermanos». Dígasenos si no son dignas de S.S. Franciscus P.P.

Si nuestros días pudieran parir a un Dante, en la elocución del Neopapa tendría vasto asunto como para un remozado De vulgari eloquentia, entendiendo ya la nota «vulgar» no como lo hacía el florentino, que trataba del romance italiano, sino como ordinaria, plebeya. Y León Bloy lo tendría para una refundición de su Exégesis de los lugares comunes, donde hace estribar aquella perícopa paulina «nuestra conversación está en los cielos» en la mera meteorología, en los comentarios habituales sobre la lluvia que se espera o el fresco que arrecia.

Sin dejar de ceñirnos al discurso sobre el lunfardismo papal, creemos premioso señalar el peligro -¡que el Señor no permita!- de que en el mal y adocenado gusto de Francisco pueda hallarse, junto al papa berreta, el tanto o más nocivo chantapufi.