Hasta no hace mucho tiempo se instaba al cristiano a mantener viva la atención a las postrimerías, y en el catecismo de cualquier palurdo constaban -así ordenadas porque ofrecidas a la meditación en este orden- las cuatro realidades últimas: muerte, juicio, infierno y gloria. Descontada la mundana reluctancia a detenerse en tan ásperos pensamientos, lo que desconsuela es comprobar que buena parte de quienes aún osan llamarse cristianos compartan con el mundo esa misma aprensión y su consiguiente amnesia. Tan alejada, tan escampada la auténtica conciencia cristiana del clima mental de nuestros contemporáneos, resulta que para consolidar el depositum fidei, para coincidir en las certezas de fe con nuestros abuelos, tenemos que hacernos casi como arqueólogos.
Si esta atención a los novísimos es universalmente necesaria -en tiempos y lugares, y en los sujetos por éstos condicionados-, no lo es menos cuando cunden en tropel las señales de un hondo resquebrajamiento en la vida del espíritu, tanto como para comprometer en su irresistible contagio incluso a la Iglesia, al punto de hacer temer -si no nos sostuviera la promesa de su perduración hasta la consumación de los tiempos, brotada de los labios del Señor- que pronto sobrevendría su indecoroso fin. O bien, con términos tomados de la filosofía de la naturaleza, que se vería sometida a un «cambio sustancial», como ocurre toda vez que a un mismo soporte material le corresponde una decisiva sustitución formal. No otra cosa sugiere el espectáculo de los templos entregados a múltiples formas de tribalismo o de simple y voluntario mal gusto, o los capelos cardenalicios coronando unas calvas que ya no parecen albergar el menor asentimiento a las verdades de siempre, aquellas por las que los mártires ofrendaron su sangre.
Es comprensible que el mundo no simpatice con la consideración de los novísimos, y que tanto la mención del fin personal como del desenlace esjatológico le causen un escozor irreparable. Esto es perfectamente admisible, porque el mundo se sitúa por definición en una dimensión naturalista, sin esperanza de tránsito a una vida ulterior y sobreeminente. Nada le es más disonante, entonces, que la alusión al «fin de los tiempos»: el tiempo se sucede porque las cosas siguen viniendo a la existencia, porque -tal como acertó a expresarlo san Agustín- Dios creó, junto con los seres, el tiempo, ambos a una. El mundo, sordo a la noticia del Evangelio, no puede sino interpretar el fin de la sucesión temporal como «aniquilación» -tan mutuamente implicados están el tiempo y las criaturas-, desconocedor de que la potentia ad nonesse es impropia del orden creatural. Tiene una razón su rechazo: la naturaleza aborrece el vacío.
Lo incomprensible es que la Iglesia no recuerde que ese «fin de los tiempos» no supone la imposible reducción de los seres a la nada sino la restauración, en el eterno refrigerio sabático, de todo cuanto debía salvarse en el drama temporal. Este olvido no es más que el fruto de aquel trasiego del "principio de inmanencia" (propio de la Ilustración y de la Revolución) a recipiente cristiano, trasvase que fue estudiado con amplitud por no pocos autores: entre nosotros, por Calderón Bouchet. Recientemente Gherardini supo señalar las sucesivas etapas de esa infestación, que de la asimilación católica de la dialéctica hegeliana -a instancias del modernismo condenado en su momento por san Pío X-, llega pronto a asumir la tesis del «primado de la conciencia» a lo Husserl, con la consecuencia inevitable de la autoadoración. Siempre dentro de los lindes del naturalismo, y de la ley divina considerada implícitamente -según el patrón kantiano- como heteronomía, era comprensible que la cuestión de las postrimerías se volviese ardua y comprometedora.
Por eso las masas de bautizados no se percatan de que la dimisión de un papa es una señal estremecedora, tal como lo es la coexistencia de hecho de dos papas y la abrupta deposición que el segundo -y reinante- hace de los símbolos de su potestad. En momentos luctuosos de entenebrecimiento de la doctrina, con el consiguiente desmedro de la disciplina hasta el escándalo -que, en ocasiones, supone graves delitos penales- y la pérdida de la auctoritas y el testimonio, fastidia la renovada convocatoria a eventos del tipo "Jornada Mundial de la Juventud" y similares, no menos que la adhesión que la más fétida prensa le prodiga al neopontífice. Y uno se pregunta si de veras no estamos cruzando la frontera esjatológica.
Excelente, lo reprodujimos en nuestro blog: http://nacionalismo-catolico-juan-bautista.blogspot.com.ar/2013/04/oportunidad-del-tratado-de-los-novisimos.html
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