Es una obviedad decir que la unidad debe realizarse sin alterar la doctrina de la fe, de la que la Iglesia no es dueña sino depositaria: iota unum aut unus apex non praeteribit. La unidad depende del retorno (reditus) de los separados al seno de la Iglesia, que no a una amalgama meramente política alcanzada a costa de la renuncia, por parte de la Iglesia, a alguna de las verdades que le han sido confiadas por su Fundador. Más a la oración ingente de los fieles se encomienda esta santa causa, que no a la diplomacia demasiado humana de algunos estrategas de la reunificación a todo trance.
En esto, como en tantos otros respectos, el magisterio controvertido del Vaticano II dejó una señal de confusión con aquello de que «la Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica» (Lumen Gentium, 8), quedando allí comprometida la pura identidad y la exclusiva continuidad de la Iglesia católica con la sociedad fundada por Cristo. Confusión que, de la letra de los documentos, fue volcándose poco a poco en la praxis, tanto que hoy muchos eminentes hombres de Iglesia parecen llevar a mal la invalorable gracia de la elección, así como, picados de ese panfilismo que todo lo corroe, quisieran neutralizar el extra Ecclesia nulla est salus con la recurrencia toda protestante -y mucho menos comprometedora- a una presunta «Iglesia invisible».
Una estampa de lo mismo la ofrecieron la semana pasada el papa Francisco y el patriarca copto Tawadros II. Mientras aquél insiste en despojarse de todos los ornamentos propios de su ministerio, casi como si lo avergonzaran la estola y la tiara, el visitante egipciano echó mano de cuanto atuendo señalara su particularísima dignidad. El visitante parecía el primado, y a él le cupo nada menos que impartir la bendición a los presentes, mientras Francisco, uno más entre todos, la recibía en silencio, como aquella vez de su presentación en la loggia de San Pedro, cuando se inclinó ante la multitud pidiendo que orase por él.
Véanse, para mayor horror, estas imágenes que alguien se tomó el trabajo de compilar para cotejar el sentido de la dignidad del culto en la segunda mayor basílica católica del mundo (Aparecida, en San Pablo, Brasil) y la correspondiente segunda mayor iglesia ortodoxa.
No diremos palabra de la música, de la apostura de los celebrantes y los fieles, de la ambientación: se comentan solos. Nótese, como para cifrar en un gesto decisivo la magnitud del desmadre, la ostensión de la Biblia a partir del minuto 6' 00''. Alguien suspirará aliviado porque no era el Santísimo el exhibido en esas pantomimas.
Hasta hace unos pocos años, diez o quince, estas cosas sólo podían permitírselas los ridículos tele-predicadores evangélicos, peste de nuestras azotadas latitudes. Ahora la fantochada ingresó al culto católico, tanto que ya no se distingue de aquel de sus pares protestantoides. Y esto no puede deberse a una meteórica declinación de fuerzas de la fe, a una degradación de la sensibilidad cumplida a la velocidad del relámpago. La celeridad del proceso descendente exige unos responsables directos, que conspiran en las sombras para envilecer a la Iglesia desde sus mismas entrañas. Son los mismos a los que nos referíamos al principio, al decir que estarían dispuestos a renunciar a las verdades de fe que las iglesias de Oriente no reconocen, siempre y cuando -claro está- que estos staretz no nos exijan un mayor decoro en lo tocante a la liturgia.
Triste pero cierto estamos asistiendo a la entronización de la superstición y el jolgorio en la Iglesia como forma oficial de culto, reemplazando el incruento sacrificio del Altar por la alegre conmemoración de la última cena. Como señalaba San Pio X el protestantismo como el compendio de todas la herejas, hoy esta ganando consenso en el catolicismo y ya dejamos de combatir herejías para buscar lo que nos une y de hecho esto es EL ERROR.
ResponderEliminarExcelente articulo, lo compartimos en nuestra página para darles difusión.
Saludos en Cristo y María
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