Rociad, cielos, desde lo Alto;
nubes, llovednos al Justo,
que, saciados de disgusto
en viña tan devastada,
¿dónde hincar ya la mirada
que no sea para susto?
¡Cede, Oriente, el paso augusto
al Vencedor de esta nada!
Ora que tantos se ufanan
de vivir sin ley ni Dios,
nos dejasteis solos, Vos
que erais la nuestra compaña.
Veis que el mundo más se ensaña
flagelándonos empós.
¡Traedlo, nubes, que ya nos
pena una pena tamaña!
Rociadlo, cielos, aprisa,
que nos le niegan los mismos
ministros de parasismos
que nos debieran el pasto.
Llovedlo, que no hay abasto
de ácimos, sí de sismos,
y en par en par los abismos
se abrieron. Y es hondo y vasto
el roquedal al que invita
la progenie de Iscariota,
e irremontable y remota
su caída y mala paga.
¡Ya no tardéis, que naufraga
desnortada la galeota!
Venid, Señor, gota a gota
o como rayo que apaga
la luenga noche y aciaga
en gloria imprevista, ignota.
Fray Benjamín de la Segunda Venida
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