por Dardo Juan Calderón
SANTA JUANA DE ARCO, Reina, Virgen y Mártir. Primer estudio documental en español a la luz de sus procesos. MARIE DE LA SAGESSE SEQUEIROS SJM. Ed. Katejon, 2018.
El mes de mayo me deparó dos grandes alegrías, el libro del Padre Calderón -“El Reino de Dios”- y éste que reseñamos. Parientes cercanos ambos, pues tratan desde dos perspectivas distintas un mismo tema. El primero es una lección teológica sobre la política, y el segundo es la encarnación de esta misma teología política en la maravillosa Doncella de Francia. Sumo a ello que al presente lo fui leyendo casi siguiendo los mismos días de su “pasión” y teniendo fresco el otro, encontrando en las respuestas de la Santa la más elevada doctrina política, coincidente en un todo con las del actual teólogo y el Magisterio de la Iglesia, sobre todo el surgido de los Papas del Siglo XIX y principios del XX, que, curiosamente, fueron grandes devotos de Santa Juana, la canonizaron y la tuvieron muy presente para sus enseñanzas. Ellos hicieron la doctrina como fruto del estudio minucioso y la contemplación y en ello teniendo que salvar no pocos obstáculos dialécticos, siendo que de la Santa manaba esta misma doctrina como de manantial puro, por inspiración Divina, pero no como autómata, sino por intermedio de la preciosa inteligencia de esta dulce iletrada que se preñaba de sabiduría en un acto de perfecta obediencia y humildad.
He leído este libro sobre Santa Juana ahora sorprendido por su sabiduría, y una vez más conteniendo en mis ojos las lágrimas y en mi corazón la furia que me provocaron las apasionadas páginas de la buena monja. Si uno es católico, tratar a Juana desde cualquier costado, aún desde el más frío documentalismo, no produce menos que duplicar el enamoramiento por Ella y el deseo impotente de desandar la historia para besar el suelo que pisó, para por fin morir por ella contra los muros de Orleáns. Pero no es eso lo que nos toca, y debemos –con esta gran ayuda bibliográfica- sacar de la Santa toda esa sabiduría.
Hablar de análisis documental y de “pasión” a un mismo tiempo parece un tanto sorprendente, pero no son otros los sentimientos que embargan a la autora en este prolijísimo trabajo, que desborda en todas sus páginas el adusto subtítulo de “estudio documental” para ser una encendida defensa ante todos los tribunales que enfrentó Juana y a la que le fue siempre negada toda defensa. Impedida la autora por su sexo de imaginarse blandiendo la espada, y recurriendo a la toga que alguna vez colgó, vuelve sobre los siglos para sentarse a Su lado como abogada defensora y arremeter contra los inicuos jueces poniendo en la banca una enorme pila de documentos probatorios, meticulosamente ordenados para una exposición clara y contundente, no dejando lugar a dudas de la inocencia tanto por la fuerza de dicha documentación, como por la diafanidad jurídica de su lógica interpretativa. La exposición de tan voluminosa documentación sistematizada casi con primor en este libro, no nos deja perdernos en el bosque de papeles (y en las miles de trampas cazabobos) que pusieron los letrados con la multiplicación infinita de fojas (puestas sin duda para amedrentar futuras revisiones) y, por el contrario, nos conduce con un ritmo vivaz sorteando los laberintos trazados por el enemigo y convirtiéndolos en avenidas de claridad para un juicio certero. En esto, el trabajo no es simplemente la reproducción de documentos, sino que hay una pericia en la “defensa” muy valorable en la autora para exponerla de forma convincente y concluyente.
Pero no sólo se trata este libro de lo dicho, pues vuelta la Hermana Marie de su repaso histórico con todo aquel bagaje documental y con mucha audacia, intenta un “Recurso de Revisión” al proceso de Canonización de la Santa al que reputa insuficiente (sin usar esta palabra) y al que enfrenta no desde un espíritu lúdico o devoto, sino que evidencia una voluntad férrea de intentarlo efectivamente en los hechos y el derecho. Y esta es la clave jurídica o abogadil que debemos remarcar y tener en cuenta; no es sólo un ejercicio de revisar una causa histórica, sino que hay una voluntad y una pasión actual de reabrirla. La causa de Juana que lleva más de cinco siglos, amenaza con ser continuada.
Un recurso de revisión -en nuestra jerga- exige que haya –entre otras cosas– un “hecho nuevo” que modifique necesariamente el totum fáctico que ocupó la etapa de conocimiento de un juicio, y que en principio, hace suponer que otra hubiera sido la decisión si se hubiera tenido en consideración esta novedad. Y esto, este hecho nuevo, surge de las investigaciones del Coronel Boulanger, posteriores a la canonización y a las que la autora accede. Y es sin duda y en toda la línea un “hecho nuevo”, aún para los que creímos saber todo lo que concernía a la Santa. Esta investigación prueba fehacientemente que SANTA JUANA NUNCA ABJURÓ, lo que no es poco, desde su valor histórico en principio, desde la valoración psicológica del personaje en segundo lugar, y “probablemente” frente al juicio de canonización. Asimismo y probado que esta supuesta abjuración fue un fraude de los jueces y funcionarios eclesiásticos implicados, tanto en el juicio condenatorio, como (¡y esto es lo peor!) mantenida en el mismo juicio de rehabilitación, nos cambia completamente la ponderación no sólo de Juana, sino de aquellos infames jueces que si eran dignos de desprecio ayer, hoy sobrepasan esa medida, pues su maldad calculada pudo penetrar con mancha la rehabilitación y, quizás, la canonización. El “desmonte” de esta operación fraudulenta pergeñada por los miembros de la Sorbona está eficientemente probada por la autora, repito, con los elementos que otros aportan, pero con una eficacia que es de ella, pues sabemos los abogados que las profusiones documentales suelen ser una “contra” para los litigios si quienes los esgrimen no logran una exposición y concatenación clara de los mismos.
Ese hecho de la abjuración -o mejor, “acto jurídico”- que creímos muchos hasta ahora propio de la humana condición de la Doncella torturada, y que adoramos por ser parte de su Pasión, resulta que no fue así, que Juana fue firme y valiente a pesar del duro castigo y hasta el final, y nos muestran una nueva Juana. Es indispensable leerlo.
Provoca en la autora la intención revisionista el hecho de que Juana fue canonizada bajo el estricto título de Virgen, y para ella esto es una deficiencia, ya que debió además ser declarada Mártir y Reina, y en abundancia, ser considerada entre los Doctores de la Iglesia. Además solicita una condenación de los fraudulentos jueces. No se anda con chiquitas.
Veamos si nos convence.
El que la Santa resulta “docta” en materia de Teología Política me resulta más que evidente después de la lectura que les menciono al principio, al punto que sus dichos y hechos resultan más que útiles para fundar con carácter de “definición segura” muchos puntos controvertidos en esta materia, y está por demás señalado este aserto en la obra fundándolo en las citas de varios Santos Papas de la Iglesia, citas que encontrarán hacia el final del libro. Fue en gran parte el genio y figura de Juana el que inspira el renacimiento y fortalecimiento de la Doctrina Política de la Iglesia ocurrida fundamentalmente con los Papas del siglo XIX. Hay además una razón providencial, señalada por San Pio X (quién tenía una imagen de la Santa en su escritorio), por cuanto el enorme retardo en la canonización producido por el resquemor político (resquemor que igualmente hizo que los mismos Papas acallaran durante todos esos siglos la más clara doctrina política frente a la presión de los estados “católicos”, asunto que trata el P. Calderón), recién se puede coronar una vez que Roma se enfrenta cara a cara con el Estado Apóstata y Anticristiano y, rotos los compromisos y cesados los cálculos políticos, ambas, la Doctrina y la Santa, surgen a la luz y la Gloria. (Estas son las ventajas de “libertad y claridad” que señalaba Thibon, de ya no tener de nuestro lado al “Gran Animal”).
¿Resultan ambas reivindicaciones anacrónicas, ahora que no hay nación alguna dispuesta a escuchar esta enseñanza ni seguir este santo ejemplo? Ya contestamos este argumento con el P. Calderón, sabiendo que la Providencia es Sabia, y nos reafirma la urgente actualidad de la figura de la Santa la publicación de estas dos obras “inspiradas” en personas de vidas consagradas.
Por el resto, objetemos. Y muchos dirán… ¿Para qué objetar?... Toda afirmación que no merezca alguna objeción, es que no ha sido ponderada. No se preocupen, se trata de un litigio, y del otro lado no hay solamente una angelical “hermanita”, que bien se ve a la “leona” cuando defiende.
La intención de declararla “Reina”, más allá de la justificación del entusiasmo y del principio estratégico jurídico de que hay que pedir más de lo que se pretende obtener, nos resulta contradictoria. Entiendo que la “clienta” se hubiera opuesto firmemente a esta pretensión de coronarla. De hecho la autora no la funda suficientemente. Cada lector hará su juicio.
¿Mártir? Aunque parezca evidente no lo es tanto, y la misma autora con honestidad y sin traicionar a los nobles contradictores de esta petición, nos trae algunas razones para confrontar y a las que pretende rebatir. Juana fue el “cordero” expiatorio de una reyerta dinástica entre católicos, y no fue llevada al cadalso por su fe, sino porque su santidad implicaba una significación legitimadora de uno de los bandos. Fue llevada para ser humillada y con eso deslegitimar al Delfín. No se impugnaba la Verdad, sino una consecuencia política. Pero el lector es libre de juzgar. Hay otra razón bastante sólida que no se tiene en cuenta: la Canonización es un acto del Magisterio Infalible, ¿puede no ser suficiente, es decir, errar por defecto o insuficiencia? ¿Había en el tribunal de canonización todavía razones para mermar la gloria de la Poucelle? Está el descubrimiento del Cnel. Boulanger, de primer orden para nosotros los hombres y que pone a la Santa en un lugar inédito hasta el momento, pero… ¿no lo tuvo en cuenta el Espíritu Santo?
Como abogado siempre aconsejo no “revisionar” una sentencia que nos hizo justicia, aunque parezca poca, porque puede ser peor. Pero en este caso el resultado está aquilatado de forma irreversible por el fallo Infalible, y… si no se puede venir a menos… ¿se puede ir a más? El asunto queda para los Teólogos, ya no llego. Entiendo que nada obsta a que se agreguen nuevos atributos, pero en este caso, ya habían sido ponderados.
¿Nos queda corto el que Juana fuera solamente “Virgen”? Malos tiempos en que algo así pueda ocurrir. Pues no hay bajo los Cielos (y aun por sobre los ángeles) título más enorme. Habría que ahondar en que la calidad Virginal aumenta y concluye con la calidad doctoral; influye, y no poco, en la inteligencia y sabiduría de las cosas celestes. Esto lo saben bien los vírgenes… y los muy pecadores.
Pero estas objeciones hacen en gran parte a lo interesante del libro y el lector tomará partido.
Ahora… hay “críticas”. Unas pocas.
Se cargan las tintas sobre el Rey Carlos VII, lo que es un lugar común de las hagiografías y que es contradicho por la Santa que lo defiende en el mismo proceso como un “buen cristiano” y aconsejable político, y sabemos por la autora que Juana no era de servir compromisos que no respondieran a la estricta y simple verdad; si lo dijo, es porque era así. Se dirá de él que es un “pusilánime”, dudoso y otras linduras, todas ecos de la difamación borgoñona y de la endeble figura física que poseía. Era “flaco” y patizambo; sin embargo combatió con fiereza, fue muy culto, tuvo once hijos y ¡hasta una amante! (tiempo después). Fue un buen Rey y abrochó eficazmente el asunto “inglés” rescatando lo borgoñón, no permitiendo una amplificación interna del conflicto. Muy valiente antes y después de la intervención de Juana en múltiples batallas, los franceses deben estar contentos con él. Tuvo una infancia difícil, con un padre loco y una madre liviana que hasta puso en duda su generación legítima. En fin, tuvo una gracia especial que fue a la misma vez su problema, se encontró a su lado con un milagro y una Santa, y nunca pudo comprenderlo del todo (como nosotros mismos hasta hoy), y el común de los mortales no estamos a la altura de esas circunstancias. Hizo todo lo que pudo hacer dentro de una actividad razonable, prudente, y hasta audaz. Denigrar al Rey es denigrar la misión de Juana y no hay razones para ello. ¿Que a todos nos hubiera gustado que sea más heroico y haya entrado a la Sorbona a caballo cortando cabezas? Sí, pero eso no lo hace un político. Ni lo debe hacer. Sabemos que los intelectuales son una miseria y los jueces otra peor, pero la política se hace con lo que se tiene. El Rey “abandona” a Juana a la misma vez que la abandonan sus voces (y no se puede hablar de un verdadero abandono, sino de razones de estado frente a circunstancias poco oportunas y hasta impedientes para salvarla), el “camino”, o “via crucis” de Juana ya excedía la voluntad de los hombres – que volvían a ser librados a su propia suerte- y entraba en el misterio del Bautismo de Sangre. (Esto lo pondera debidamente Mark Twain que, curiosamente, no ha sido tenido en cuenta en este trabajo).
Lo dicho merece un párrafo para el lector, que proviene de la experiencia. En sus páginas nos parecerá que todos esos personajes de la más granada intelectualidad y judicatura clerical francesa (a la que la autora con femenina furia quiere condenar) de aquella Francia aún católica, resultan espantosamente malvados. Y no es así. Estos personajes siempre han sido y son así. La impugnación de la fraguada abjuración descubierta por Boulanger y seguida por la autora, por momentos parece basarse en una exagerada malicia, pero sin embargo ¡resultan tan reconocibles las maniobras para los que hemos transitado parecidos espacios de poder! Los jueces hacen esas cosas todos los días y los intelectuales de igual forma, ambos sirviendo al poder de turno pero protegiéndose del próximo. Lo que produce la diferencia –como en el proceso de Cristo- es la “total inocencia” del chivo expiatorio, que rara vez se da. En nuestra vida extrañamente encontramos inocencias totales y absolutas, y cuando alguien es usado de cabeza de turco nos decimos que si no por esa, será por otras, pero la injuria nunca es tan grave. El problema de todos estos “funcionarios” es encontrarse con uno “sin mancha alguna”, ya que esta condición - de un hombre santo - lo saca de la jurisdicción humana que estará siempre predestinada a errar en asuntos de pureza y sólo acierta por aproximación en la bruma de la torpeza. La Hermana Marie nos dibuja esta desesperación en el tribunal que, confiado en encontrar una u otra cosa reprochable en el reo durante el proceso –como siempre ocurre– hacia el final y cobrando cada vez más conciencia de la pureza del accionar de la Poucelle, ya imposibilitados de recular frente al compromiso contraído con el poder -pero no desestimando un cambio de patrón- recurren al fraude probatorio y la falsificación documental hundiéndose en un abismo de conciencia. En eso se centra el drama de unos y otros y es relatado y expuesto de manera magistral por la abogada defensora.
Pero volvamos a las críticas. Fácilmente entendemos el drama joánico como un asunto de ingleses contra franceses, unos malos y otros buenos, y en ello explotamos en una algarabía pro-francesa. La disputa no era tan así, pues la cuestión era dinástica y las nacionalidades no tenían tanta resonancia en aquellos tiempos, de hecho en ambos bandos guerrearon varias nacionalidades, y varias victorias logró el Delfín con los escoceses y españoles, mientras del otro lado se confundían ingleses y franceses. Los franceses podrán jactarse de haber tenido a Dios de su parte, pero fueron ellos mismos –revisen los apellidos– los que la llevaron a la hoguera (Boulanger acusa sin más, del fraude y la inquina, a la muy parisense Sorbona que jugaba en ello su prestigio). Francia tiene la gracia y tiene el baldón. ¿Fue Francia la niña de los ojos de Dios? ¿La Francia que ya con el mismo Delfín coronado iniciaría el galicanismo eclesiástico? Que prontamente traicionaría a la Cristiandad con el turco y que iniciaría un derrotero de traición revolucionaria en unos siglos… ¿Fue Juana para Francia, o… Juana para la Iglesia? Quienes sacarán de Ella el sumo de su gracia serán unos Papas italianos. No es tan evidente un Dios del lado de Francia, como el de un Dios del lado de Su Iglesia, quizá pisando un plato de la balanza de fuerzas para equilibrar la Cristiandad y dar una lección eterna. Dice Benedicto XV en ocasión de su beatificación: “Esto no sucede sin un secreto designio del cielo en una época en que los gobernantes no quieren reconocer el reinado de cristo”. (Pag. 393)
Encontramos en el libro un entusiasmo por la “predestinación” de Francia hacia una misión terrena providencial (mismo error suele producirse con las revelaciones de Fátima al respecto de otras naciones, cuando lejos de haber predestinaciones, hay claras admoniciones que prevén la traición), y aceptamos con simpatía el jugar con una posible “Segunda Venida de la Santa” en estos términos. Pero la historia es otra. No es en la historia de los hombres que buscamos su significado, sino en la historia de Su Reino, de Su Iglesia. La misión de Juana no tiene tanta significación en aquel momento histórico, aunque resulte espectacular, y aunque parezca que Dios salvaba a Francia de los ingleses (pues tampoco esto es tan así, el cambio de dinastía podía significar una preponderancia, con la nueva casa reinante, tanto del elemento nacional inglés con un Bedford, como del francés con los borgoñones. Carlos V –o I- de España, era un “alemán”, y terminó siendo el más español de los monarcas) como lo tiene en el momento de su Canonización para la Iglesia universal, y esto se produce en el siglo XIX, el siglo masón, en el que Francia está a la cabeza de la Revolución en el mundo.
Si es por hacer juegos, sí veo en Francia una nueva Juana, enfrentada/o contra toda la curia, condenada/o –excomulgado- por mantener Roma compromisos humanos y evitando lo doctrinario -por un parecido Cauchón y parecidas Universidades- y luego rehabilitada/o, pero dejando en la rehabilitación, con astucia, a salvo a los injustos condenadores; que resultaban ser los mismos unos y otros, como aquella vez, y por parecidas o idénticas razones. ¡Ya salió el lefebvrista, dirán! Sí, pero concedan en que este Obispo ya se inscribe en un misterio de intervención divina en tiempos de apostasía de la Iglesia, y que los parecidos no son tan caprichosos, siendo que en este último el carácter de “francés” carece de gran significación. Y no crean que me quejo de ninguna de las dos rehabilitaciones, Dios escribe recto en renglones torcidos. Bastaría para afirmar el parecido una canonización de Mons. Lefebvre dentro de quinientos años.
Vamos a lo final. La autora zanja con felicidad el problema de Juana “condenada por la Iglesia”. La Sorbona salvó esta contradicción con una rehabilitación producida por sus mismos jueces, al inculparla de una debilidad a la acusada que los indujo a errar sobre su malicia, y que llevó a equivocación al Tribunal “inocente”. Maniobra perfecta de leguleyos que servía a todos los intereses políticos en juego; sí, fue un error, pero producido por la misma Juana. Ahora que sabemos que no hubo tal cosa, y que los jueces fraguaron esta “culpa”, entonces volvemos a enfrentar el problema de la “contradicción de la Iglesia” en toda su dimensión.
Como dije, la “abogada” demuestra todas las irregularidades procesales y jurisdiccionales, sumadas al hecho que sus jueces ya estaban en voluntad cismática con Roma, más la negativa –nulificante del proceso- de la apelación a Roma oportunamente hecha por la Santa que impidió el conocimiento de la causa por el Tribunal Supremo (el Papa).
¿Dónde estaba la Iglesia? ¿De qué lado? Y esta pregunta es hoy más acuciante que ayer ¿Dónde está la Iglesia, que excomulga santos y canoniza infames? De manos de una cita del P. Castellani, la Hermana hace luz; dice el buen Cura compatriota: “la Iglesia estaba en Juana”. Y, en efecto, sirve también para hoy: la Iglesia está en sus Santos, siempre; el problema es saber verlos.
Entonces, no hay tal contradicción, no fue la Iglesia quien condenó a la Santa, sino unos malos “hombres de iglesia” como Ella bien los llama. La Iglesia es quien la canoniza, por moción de un Papa beato y la firme convicción de otro Santo.
Sin embargo… ¡ay de los buenos abogados! (que tienen que ganar las causas). La autora hacia el final del libro nos trae dentro de su defensa una cita del Papa Francisco, quien, con su proverbial confusión nos dice al pasar, en una homilía, que Juana fue “juzgada con la Palabra de Dios, contra la Palabra de Dios” (pag. 427), ¡y la festeja!
Ella misma nos ha dicho y fundado que esto no es así. Y la frase es en sí misma una de las acostumbradas blasfemias de este “hombre de iglesia”, que si aun haciendo fuerza puede interpretarse como una “paradoja” literaria (más del tipo de las de Arjona que de las de Chesterton), pero no cuando ambas referencias al Verbo Divino están puestas con mayúsculas. Es evidente en dicha sentencia la intención ideológica deconstructiva del Magisterio, exponiendo en el caso de Santa Juana una contradicción de nada menos que la “Palabra de Dios” consigo misma.
¿Acusamos a la monja de coincidir con esta falacia? Jamás. Pero dijimos antes, y remarcamos, que su trabajo hace presumir con fuerza una voluntad de “reabrir” el proceso. Y los abogados nos tentamos de congraciarnos con los posibles jueces que siempre son deficientes. Aun cuando el compromiso siga siendo con la Verdad, no lo es con toda la honestidad de los medios (algo sabemos de eso).
Al final del libro nos trae la autora una imperdible y jugosa entrevista al Dr. Jacques Trémolet de Villers, el que señala como abogado -más allá de los aciertos maravillosos de la propia defensa de Juana- ciertas “torpezas defensivas”: no concedió en la adulación a los Jueces y se dio el gusto de desautorizarlos y avergonzarlos hasta con ironías, cosa que es pecado mortal para un abogado. Y la autora debió mantener este tono valiente aún en defecto de sus posibilidades de éxito.
La recomendación de la lectura del libro es enfática, pero la voluntad que adivino de revisionar la causa no la acompaño ni la recomiendo. Puede resultar -en buena intención y exceso de emoción- una duda que se clava sobre un acto de Magisterio Infalible que, como ella misma demuestra en las citas, hizo una prolija ponderación de todas las cosas y, por último, el previsible tribunal de esta revisión es bastante peor que el que la condenó.
El mes de mayo me deparó dos grandes alegrías, el libro del Padre Calderón -“El Reino de Dios”- y éste que reseñamos. Parientes cercanos ambos, pues tratan desde dos perspectivas distintas un mismo tema. El primero es una lección teológica sobre la política, y el segundo es la encarnación de esta misma teología política en la maravillosa Doncella de Francia. Sumo a ello que al presente lo fui leyendo casi siguiendo los mismos días de su “pasión” y teniendo fresco el otro, encontrando en las respuestas de la Santa la más elevada doctrina política, coincidente en un todo con las del actual teólogo y el Magisterio de la Iglesia, sobre todo el surgido de los Papas del Siglo XIX y principios del XX, que, curiosamente, fueron grandes devotos de Santa Juana, la canonizaron y la tuvieron muy presente para sus enseñanzas. Ellos hicieron la doctrina como fruto del estudio minucioso y la contemplación y en ello teniendo que salvar no pocos obstáculos dialécticos, siendo que de la Santa manaba esta misma doctrina como de manantial puro, por inspiración Divina, pero no como autómata, sino por intermedio de la preciosa inteligencia de esta dulce iletrada que se preñaba de sabiduría en un acto de perfecta obediencia y humildad.
He leído este libro sobre Santa Juana ahora sorprendido por su sabiduría, y una vez más conteniendo en mis ojos las lágrimas y en mi corazón la furia que me provocaron las apasionadas páginas de la buena monja. Si uno es católico, tratar a Juana desde cualquier costado, aún desde el más frío documentalismo, no produce menos que duplicar el enamoramiento por Ella y el deseo impotente de desandar la historia para besar el suelo que pisó, para por fin morir por ella contra los muros de Orleáns. Pero no es eso lo que nos toca, y debemos –con esta gran ayuda bibliográfica- sacar de la Santa toda esa sabiduría.
Hablar de análisis documental y de “pasión” a un mismo tiempo parece un tanto sorprendente, pero no son otros los sentimientos que embargan a la autora en este prolijísimo trabajo, que desborda en todas sus páginas el adusto subtítulo de “estudio documental” para ser una encendida defensa ante todos los tribunales que enfrentó Juana y a la que le fue siempre negada toda defensa. Impedida la autora por su sexo de imaginarse blandiendo la espada, y recurriendo a la toga que alguna vez colgó, vuelve sobre los siglos para sentarse a Su lado como abogada defensora y arremeter contra los inicuos jueces poniendo en la banca una enorme pila de documentos probatorios, meticulosamente ordenados para una exposición clara y contundente, no dejando lugar a dudas de la inocencia tanto por la fuerza de dicha documentación, como por la diafanidad jurídica de su lógica interpretativa. La exposición de tan voluminosa documentación sistematizada casi con primor en este libro, no nos deja perdernos en el bosque de papeles (y en las miles de trampas cazabobos) que pusieron los letrados con la multiplicación infinita de fojas (puestas sin duda para amedrentar futuras revisiones) y, por el contrario, nos conduce con un ritmo vivaz sorteando los laberintos trazados por el enemigo y convirtiéndolos en avenidas de claridad para un juicio certero. En esto, el trabajo no es simplemente la reproducción de documentos, sino que hay una pericia en la “defensa” muy valorable en la autora para exponerla de forma convincente y concluyente.
Pero no sólo se trata este libro de lo dicho, pues vuelta la Hermana Marie de su repaso histórico con todo aquel bagaje documental y con mucha audacia, intenta un “Recurso de Revisión” al proceso de Canonización de la Santa al que reputa insuficiente (sin usar esta palabra) y al que enfrenta no desde un espíritu lúdico o devoto, sino que evidencia una voluntad férrea de intentarlo efectivamente en los hechos y el derecho. Y esta es la clave jurídica o abogadil que debemos remarcar y tener en cuenta; no es sólo un ejercicio de revisar una causa histórica, sino que hay una voluntad y una pasión actual de reabrirla. La causa de Juana que lleva más de cinco siglos, amenaza con ser continuada.
Un recurso de revisión -en nuestra jerga- exige que haya –entre otras cosas– un “hecho nuevo” que modifique necesariamente el totum fáctico que ocupó la etapa de conocimiento de un juicio, y que en principio, hace suponer que otra hubiera sido la decisión si se hubiera tenido en consideración esta novedad. Y esto, este hecho nuevo, surge de las investigaciones del Coronel Boulanger, posteriores a la canonización y a las que la autora accede. Y es sin duda y en toda la línea un “hecho nuevo”, aún para los que creímos saber todo lo que concernía a la Santa. Esta investigación prueba fehacientemente que SANTA JUANA NUNCA ABJURÓ, lo que no es poco, desde su valor histórico en principio, desde la valoración psicológica del personaje en segundo lugar, y “probablemente” frente al juicio de canonización. Asimismo y probado que esta supuesta abjuración fue un fraude de los jueces y funcionarios eclesiásticos implicados, tanto en el juicio condenatorio, como (¡y esto es lo peor!) mantenida en el mismo juicio de rehabilitación, nos cambia completamente la ponderación no sólo de Juana, sino de aquellos infames jueces que si eran dignos de desprecio ayer, hoy sobrepasan esa medida, pues su maldad calculada pudo penetrar con mancha la rehabilitación y, quizás, la canonización. El “desmonte” de esta operación fraudulenta pergeñada por los miembros de la Sorbona está eficientemente probada por la autora, repito, con los elementos que otros aportan, pero con una eficacia que es de ella, pues sabemos los abogados que las profusiones documentales suelen ser una “contra” para los litigios si quienes los esgrimen no logran una exposición y concatenación clara de los mismos.
Ese hecho de la abjuración -o mejor, “acto jurídico”- que creímos muchos hasta ahora propio de la humana condición de la Doncella torturada, y que adoramos por ser parte de su Pasión, resulta que no fue así, que Juana fue firme y valiente a pesar del duro castigo y hasta el final, y nos muestran una nueva Juana. Es indispensable leerlo.
Provoca en la autora la intención revisionista el hecho de que Juana fue canonizada bajo el estricto título de Virgen, y para ella esto es una deficiencia, ya que debió además ser declarada Mártir y Reina, y en abundancia, ser considerada entre los Doctores de la Iglesia. Además solicita una condenación de los fraudulentos jueces. No se anda con chiquitas.
Veamos si nos convence.
Primera representación gráfica de la Santa, en un códice contemporáneo |
¿Resultan ambas reivindicaciones anacrónicas, ahora que no hay nación alguna dispuesta a escuchar esta enseñanza ni seguir este santo ejemplo? Ya contestamos este argumento con el P. Calderón, sabiendo que la Providencia es Sabia, y nos reafirma la urgente actualidad de la figura de la Santa la publicación de estas dos obras “inspiradas” en personas de vidas consagradas.
Por el resto, objetemos. Y muchos dirán… ¿Para qué objetar?... Toda afirmación que no merezca alguna objeción, es que no ha sido ponderada. No se preocupen, se trata de un litigio, y del otro lado no hay solamente una angelical “hermanita”, que bien se ve a la “leona” cuando defiende.
La intención de declararla “Reina”, más allá de la justificación del entusiasmo y del principio estratégico jurídico de que hay que pedir más de lo que se pretende obtener, nos resulta contradictoria. Entiendo que la “clienta” se hubiera opuesto firmemente a esta pretensión de coronarla. De hecho la autora no la funda suficientemente. Cada lector hará su juicio.
¿Mártir? Aunque parezca evidente no lo es tanto, y la misma autora con honestidad y sin traicionar a los nobles contradictores de esta petición, nos trae algunas razones para confrontar y a las que pretende rebatir. Juana fue el “cordero” expiatorio de una reyerta dinástica entre católicos, y no fue llevada al cadalso por su fe, sino porque su santidad implicaba una significación legitimadora de uno de los bandos. Fue llevada para ser humillada y con eso deslegitimar al Delfín. No se impugnaba la Verdad, sino una consecuencia política. Pero el lector es libre de juzgar. Hay otra razón bastante sólida que no se tiene en cuenta: la Canonización es un acto del Magisterio Infalible, ¿puede no ser suficiente, es decir, errar por defecto o insuficiencia? ¿Había en el tribunal de canonización todavía razones para mermar la gloria de la Poucelle? Está el descubrimiento del Cnel. Boulanger, de primer orden para nosotros los hombres y que pone a la Santa en un lugar inédito hasta el momento, pero… ¿no lo tuvo en cuenta el Espíritu Santo?
Como abogado siempre aconsejo no “revisionar” una sentencia que nos hizo justicia, aunque parezca poca, porque puede ser peor. Pero en este caso el resultado está aquilatado de forma irreversible por el fallo Infalible, y… si no se puede venir a menos… ¿se puede ir a más? El asunto queda para los Teólogos, ya no llego. Entiendo que nada obsta a que se agreguen nuevos atributos, pero en este caso, ya habían sido ponderados.
¿Nos queda corto el que Juana fuera solamente “Virgen”? Malos tiempos en que algo así pueda ocurrir. Pues no hay bajo los Cielos (y aun por sobre los ángeles) título más enorme. Habría que ahondar en que la calidad Virginal aumenta y concluye con la calidad doctoral; influye, y no poco, en la inteligencia y sabiduría de las cosas celestes. Esto lo saben bien los vírgenes… y los muy pecadores.
Pero estas objeciones hacen en gran parte a lo interesante del libro y el lector tomará partido.
Ahora… hay “críticas”. Unas pocas.
Se cargan las tintas sobre el Rey Carlos VII, lo que es un lugar común de las hagiografías y que es contradicho por la Santa que lo defiende en el mismo proceso como un “buen cristiano” y aconsejable político, y sabemos por la autora que Juana no era de servir compromisos que no respondieran a la estricta y simple verdad; si lo dijo, es porque era así. Se dirá de él que es un “pusilánime”, dudoso y otras linduras, todas ecos de la difamación borgoñona y de la endeble figura física que poseía. Era “flaco” y patizambo; sin embargo combatió con fiereza, fue muy culto, tuvo once hijos y ¡hasta una amante! (tiempo después). Fue un buen Rey y abrochó eficazmente el asunto “inglés” rescatando lo borgoñón, no permitiendo una amplificación interna del conflicto. Muy valiente antes y después de la intervención de Juana en múltiples batallas, los franceses deben estar contentos con él. Tuvo una infancia difícil, con un padre loco y una madre liviana que hasta puso en duda su generación legítima. En fin, tuvo una gracia especial que fue a la misma vez su problema, se encontró a su lado con un milagro y una Santa, y nunca pudo comprenderlo del todo (como nosotros mismos hasta hoy), y el común de los mortales no estamos a la altura de esas circunstancias. Hizo todo lo que pudo hacer dentro de una actividad razonable, prudente, y hasta audaz. Denigrar al Rey es denigrar la misión de Juana y no hay razones para ello. ¿Que a todos nos hubiera gustado que sea más heroico y haya entrado a la Sorbona a caballo cortando cabezas? Sí, pero eso no lo hace un político. Ni lo debe hacer. Sabemos que los intelectuales son una miseria y los jueces otra peor, pero la política se hace con lo que se tiene. El Rey “abandona” a Juana a la misma vez que la abandonan sus voces (y no se puede hablar de un verdadero abandono, sino de razones de estado frente a circunstancias poco oportunas y hasta impedientes para salvarla), el “camino”, o “via crucis” de Juana ya excedía la voluntad de los hombres – que volvían a ser librados a su propia suerte- y entraba en el misterio del Bautismo de Sangre. (Esto lo pondera debidamente Mark Twain que, curiosamente, no ha sido tenido en cuenta en este trabajo).
Lo dicho merece un párrafo para el lector, que proviene de la experiencia. En sus páginas nos parecerá que todos esos personajes de la más granada intelectualidad y judicatura clerical francesa (a la que la autora con femenina furia quiere condenar) de aquella Francia aún católica, resultan espantosamente malvados. Y no es así. Estos personajes siempre han sido y son así. La impugnación de la fraguada abjuración descubierta por Boulanger y seguida por la autora, por momentos parece basarse en una exagerada malicia, pero sin embargo ¡resultan tan reconocibles las maniobras para los que hemos transitado parecidos espacios de poder! Los jueces hacen esas cosas todos los días y los intelectuales de igual forma, ambos sirviendo al poder de turno pero protegiéndose del próximo. Lo que produce la diferencia –como en el proceso de Cristo- es la “total inocencia” del chivo expiatorio, que rara vez se da. En nuestra vida extrañamente encontramos inocencias totales y absolutas, y cuando alguien es usado de cabeza de turco nos decimos que si no por esa, será por otras, pero la injuria nunca es tan grave. El problema de todos estos “funcionarios” es encontrarse con uno “sin mancha alguna”, ya que esta condición - de un hombre santo - lo saca de la jurisdicción humana que estará siempre predestinada a errar en asuntos de pureza y sólo acierta por aproximación en la bruma de la torpeza. La Hermana Marie nos dibuja esta desesperación en el tribunal que, confiado en encontrar una u otra cosa reprochable en el reo durante el proceso –como siempre ocurre– hacia el final y cobrando cada vez más conciencia de la pureza del accionar de la Poucelle, ya imposibilitados de recular frente al compromiso contraído con el poder -pero no desestimando un cambio de patrón- recurren al fraude probatorio y la falsificación documental hundiéndose en un abismo de conciencia. En eso se centra el drama de unos y otros y es relatado y expuesto de manera magistral por la abogada defensora.
Pero volvamos a las críticas. Fácilmente entendemos el drama joánico como un asunto de ingleses contra franceses, unos malos y otros buenos, y en ello explotamos en una algarabía pro-francesa. La disputa no era tan así, pues la cuestión era dinástica y las nacionalidades no tenían tanta resonancia en aquellos tiempos, de hecho en ambos bandos guerrearon varias nacionalidades, y varias victorias logró el Delfín con los escoceses y españoles, mientras del otro lado se confundían ingleses y franceses. Los franceses podrán jactarse de haber tenido a Dios de su parte, pero fueron ellos mismos –revisen los apellidos– los que la llevaron a la hoguera (Boulanger acusa sin más, del fraude y la inquina, a la muy parisense Sorbona que jugaba en ello su prestigio). Francia tiene la gracia y tiene el baldón. ¿Fue Francia la niña de los ojos de Dios? ¿La Francia que ya con el mismo Delfín coronado iniciaría el galicanismo eclesiástico? Que prontamente traicionaría a la Cristiandad con el turco y que iniciaría un derrotero de traición revolucionaria en unos siglos… ¿Fue Juana para Francia, o… Juana para la Iglesia? Quienes sacarán de Ella el sumo de su gracia serán unos Papas italianos. No es tan evidente un Dios del lado de Francia, como el de un Dios del lado de Su Iglesia, quizá pisando un plato de la balanza de fuerzas para equilibrar la Cristiandad y dar una lección eterna. Dice Benedicto XV en ocasión de su beatificación: “Esto no sucede sin un secreto designio del cielo en una época en que los gobernantes no quieren reconocer el reinado de cristo”. (Pag. 393)
Encontramos en el libro un entusiasmo por la “predestinación” de Francia hacia una misión terrena providencial (mismo error suele producirse con las revelaciones de Fátima al respecto de otras naciones, cuando lejos de haber predestinaciones, hay claras admoniciones que prevén la traición), y aceptamos con simpatía el jugar con una posible “Segunda Venida de la Santa” en estos términos. Pero la historia es otra. No es en la historia de los hombres que buscamos su significado, sino en la historia de Su Reino, de Su Iglesia. La misión de Juana no tiene tanta significación en aquel momento histórico, aunque resulte espectacular, y aunque parezca que Dios salvaba a Francia de los ingleses (pues tampoco esto es tan así, el cambio de dinastía podía significar una preponderancia, con la nueva casa reinante, tanto del elemento nacional inglés con un Bedford, como del francés con los borgoñones. Carlos V –o I- de España, era un “alemán”, y terminó siendo el más español de los monarcas) como lo tiene en el momento de su Canonización para la Iglesia universal, y esto se produce en el siglo XIX, el siglo masón, en el que Francia está a la cabeza de la Revolución en el mundo.
Si es por hacer juegos, sí veo en Francia una nueva Juana, enfrentada/o contra toda la curia, condenada/o –excomulgado- por mantener Roma compromisos humanos y evitando lo doctrinario -por un parecido Cauchón y parecidas Universidades- y luego rehabilitada/o, pero dejando en la rehabilitación, con astucia, a salvo a los injustos condenadores; que resultaban ser los mismos unos y otros, como aquella vez, y por parecidas o idénticas razones. ¡Ya salió el lefebvrista, dirán! Sí, pero concedan en que este Obispo ya se inscribe en un misterio de intervención divina en tiempos de apostasía de la Iglesia, y que los parecidos no son tan caprichosos, siendo que en este último el carácter de “francés” carece de gran significación. Y no crean que me quejo de ninguna de las dos rehabilitaciones, Dios escribe recto en renglones torcidos. Bastaría para afirmar el parecido una canonización de Mons. Lefebvre dentro de quinientos años.
Vamos a lo final. La autora zanja con felicidad el problema de Juana “condenada por la Iglesia”. La Sorbona salvó esta contradicción con una rehabilitación producida por sus mismos jueces, al inculparla de una debilidad a la acusada que los indujo a errar sobre su malicia, y que llevó a equivocación al Tribunal “inocente”. Maniobra perfecta de leguleyos que servía a todos los intereses políticos en juego; sí, fue un error, pero producido por la misma Juana. Ahora que sabemos que no hubo tal cosa, y que los jueces fraguaron esta “culpa”, entonces volvemos a enfrentar el problema de la “contradicción de la Iglesia” en toda su dimensión.
Como dije, la “abogada” demuestra todas las irregularidades procesales y jurisdiccionales, sumadas al hecho que sus jueces ya estaban en voluntad cismática con Roma, más la negativa –nulificante del proceso- de la apelación a Roma oportunamente hecha por la Santa que impidió el conocimiento de la causa por el Tribunal Supremo (el Papa).
¿Dónde estaba la Iglesia? ¿De qué lado? Y esta pregunta es hoy más acuciante que ayer ¿Dónde está la Iglesia, que excomulga santos y canoniza infames? De manos de una cita del P. Castellani, la Hermana hace luz; dice el buen Cura compatriota: “la Iglesia estaba en Juana”. Y, en efecto, sirve también para hoy: la Iglesia está en sus Santos, siempre; el problema es saber verlos.
Entonces, no hay tal contradicción, no fue la Iglesia quien condenó a la Santa, sino unos malos “hombres de iglesia” como Ella bien los llama. La Iglesia es quien la canoniza, por moción de un Papa beato y la firme convicción de otro Santo.
Sin embargo… ¡ay de los buenos abogados! (que tienen que ganar las causas). La autora hacia el final del libro nos trae dentro de su defensa una cita del Papa Francisco, quien, con su proverbial confusión nos dice al pasar, en una homilía, que Juana fue “juzgada con la Palabra de Dios, contra la Palabra de Dios” (pag. 427), ¡y la festeja!
Ella misma nos ha dicho y fundado que esto no es así. Y la frase es en sí misma una de las acostumbradas blasfemias de este “hombre de iglesia”, que si aun haciendo fuerza puede interpretarse como una “paradoja” literaria (más del tipo de las de Arjona que de las de Chesterton), pero no cuando ambas referencias al Verbo Divino están puestas con mayúsculas. Es evidente en dicha sentencia la intención ideológica deconstructiva del Magisterio, exponiendo en el caso de Santa Juana una contradicción de nada menos que la “Palabra de Dios” consigo misma.
¿Acusamos a la monja de coincidir con esta falacia? Jamás. Pero dijimos antes, y remarcamos, que su trabajo hace presumir con fuerza una voluntad de “reabrir” el proceso. Y los abogados nos tentamos de congraciarnos con los posibles jueces que siempre son deficientes. Aun cuando el compromiso siga siendo con la Verdad, no lo es con toda la honestidad de los medios (algo sabemos de eso).
Al final del libro nos trae la autora una imperdible y jugosa entrevista al Dr. Jacques Trémolet de Villers, el que señala como abogado -más allá de los aciertos maravillosos de la propia defensa de Juana- ciertas “torpezas defensivas”: no concedió en la adulación a los Jueces y se dio el gusto de desautorizarlos y avergonzarlos hasta con ironías, cosa que es pecado mortal para un abogado. Y la autora debió mantener este tono valiente aún en defecto de sus posibilidades de éxito.
La recomendación de la lectura del libro es enfática, pero la voluntad que adivino de revisionar la causa no la acompaño ni la recomiendo. Puede resultar -en buena intención y exceso de emoción- una duda que se clava sobre un acto de Magisterio Infalible que, como ella misma demuestra en las citas, hizo una prolija ponderación de todas las cosas y, por último, el previsible tribunal de esta revisión es bastante peor que el que la condenó.
Voy recién por la mitad, pero el libro me gustó aún antes de leerlo.
ResponderEliminarMe lo regalaron los chicos por el Día del Padre -se vendía en el atrio-, pero sólo lleva la dedicatoria de la mayor; pues Bernardita no permitió que sus hermanos, todos varones, pongan sus sucias manotas sobre un libro con la imagen de Sta. Juana.
Resultó ser una injusticia de lo más procedente y una invitación a una cuidadosa lectura.
Prefiero el catecismo de la Realeza Social de NSJC del padre Philip.
ResponderEliminarYo prefiero un buen asado a la parrilla.
ResponderEliminarPero con un buen tinto, y con una sobremesa en la que se comenten libros como el reseñado en este post. Una buena partida para nuestro compuesto hilemórfico.
EliminarEl palo dio en todas las épocas libros malos, buenos y descollantes, que siempre son los menos.
ResponderEliminarEntre estos últimos, pienso ahora en la Autobiografía de Chesterton, en el Camino de Roma de Belloc, en el Lugones de Irazusta, en El silencio de Dios de Gambra, en Las fuentes de la cultura de Disandro, en Poesía e historia de Caponnetto, en La historia del cotilleo de Ximénez de Sandoval, en la Introducción al mundo del fascismo de Rubén Calderón...
De los últimos lustros en la obra de Gómez Dávila, en El Reino de Dios del P. Calderón -que habrá que coaccionarlo de algún modo para que saque el segundo tomo que prometió-, en Una familia de bandidos de Saint-Hermine e indudablemente este trabajo sobre la Pucelle, que no es un libro bueno más.
Bueno bueno bueno bueeeeno ahora ya sabemos que podemos regalarle este año a Flavio para su cumple...jeje un paquete de baberos o en su defecto uno de pañales geriátricos jajajajaja
ResponderEliminarPero con asado y vino, por favor. "Si tenés vino y asao, vos sí que naciste parao".
EliminarSi es cierto lo que comentaba el padre de Ex ORBE que la cremaron y dispersaron sus restos eso no me gustó para nada, el padre Terzio también es un ferviente admirador de la santa.
ResponderEliminarLuego de quemarla, se encontró su corazón intacto, el muy chancho de Cauchón lo hizo tirar al río. El gran ejemplo de la Santa para nosotros, es cómo enfrentar a los Malos Hombres de Iglesia, con la Verdad y sin astucia, de frente, y con desprecio e ironía.
EliminarGrande, Cocodrilo!!!! Me alegro que tengas este espacio para tus artículos. Nos sentimos abandonados, gracias por volver.
EliminarEsperamos tus opiniones y comentarios.
Gracias Cocodrilo, gracias
Rectifico, el paquete de pañales y de baberos serán para el croco jajaja feliz cumple.
ResponderEliminarHispania ¿una santa Juana contemporánea?
ResponderEliminarQuerrás salir de la UE después de ver este vídeo (plan KALERGI)
Hispania Eterna
https://www.youtube.com/watch?v=sgN0FSGfztw
https://www.youtube.com/watch?v=x-__tD7SDqc
Verdades incómodas sobre el barco Aquarius que NO quieren que sepas
Hispania Eterna