lunes, 9 de julio de 2018

AL COMBATE


por Juan Roble
   
[Que el cristianismo no sea una cosa lánguida y desfalleciente, como lo supone la inopia de sus detractores, es cosa que tenemos por suficientemente averiguada quienes militamos bajo esta bandera. No habrán faltado tergiversaciones con apariencia de virtud y sustancia de gazmoñería para abonar el juicio del adversario, pero incluso esas tergiversaciones sirven para testimoniar la realidad de un conflicto que los aturdidos desconocen: aquel que se libra a cada instante, en palabras de Thibon, entre la vida y el espíritu, entre aquel «conjunto de elementos por los cuales el hombre es parte del universo sensible (cuerpo, instintos, sensibilidad bajo todas sus formas)» y aquello «que en él emerge fuera del Cosmos y escapa a su necesidad: la inteligencia y la voluntad con todo su cortejo de exigencias suprasensibles».

La síntesis plenificante de ambas la realiza sólo nuestra santa religión, la única que significativamente afirma entre sus dogmas el de la resurrección corporal. Barrunto de lo cual es la profunda simpatía cristiana por la Creación, pero por una Creación que, lejos de todo alarde de autosuficiencia, espera ansiosamente ser librada de las garras de aquel que la tiene sometida, princeps huius mundi. De aquí la distancia que media entre una literatura cristiana que reconoce este misterio y este desgarro y ciertas formas naturalistas -"folklóricas" o no- que acaban rindiendo culto a la necesidad, a la inercia, a los crueles principados preternaturales.

El texto que presentamos a continuación, fruto de una colaboración literaria para nuestro solaz en estas horas de ardua lucha, nos devuelve esa impronta de la buena percepción cristiana del mundo. Donde incluso cierto combate referido con gracejo por autores profanos como Apuleyo (El asno de oro, libro II, cap III) es integrado en una visión por siempre más feliz y casta que la que podía ofrecernos el magín pagano]
       

Es una luminosa tarde de otoño y dejo a un lado los papeles decidido a ponerme en acción, los hombres me urgen. Bajo con paso marcial –con gran ansiedad- los altos de Vistalba, y entre jarillares me dirijo hacia las prolijamente labradas “Viñas de los Españoles”, pensando ceñudo una estrategia para una batalla que no sé bien dónde está.

Cuando… en ese momento, me acaricia indiscreta la cabeza una oblicua tibieza del sol de mayo. Me cubre como una caperuza hasta los hombros y quedo repentinamente sin pensamientos. Sólo escucho un viento rumoroso en el que creo descubrir el ensayo de una melodía que me distrae del empeño; afina el instrumento dando notas que prometen sinfonías al rasgar, con su arco invisible, las secas hojas de los álamos que en un in crescendo comienzan a vibrar en acordes de un amarillo intenso.

Al doblar la esquina encuentro, entre las fincas, el pedregoso y estrecho callejón de Las Palmas que estalla en mi cara con diáfana y potente belleza. Me golpea el pecho como un mazo y -ya sin aliento- me convierte al instante en el santón de alguna antigua y olvidada religión pagana dedicada al vino. En la que la fe ya no se hace necesaria ante la evidencia de Dios en todo. Soy sólo paisaje, ojos, oídos y acelerados latidos.

Me recuesto aturdido en el tronco agonizante de un olivo derrumbado, rugoso y retorcido, que todavía clava algunas raíces en la tierra y asoma unas ramas que adivino efímeras. Paso a ser uno más de aquellos brotes alertas al divino concierto; colores, sonidos y perfumes que la calleja vacía derrocha pródiga y anónima para nadie; porque sí, por pura virtud.

Se muestra espléndida como la nave de una angosta e infinita catedral, encolumnada por una interminable fila de ciruelos, de negros y jóvenes troncos, a los que corona una imponente fronda de intenso bordó que, si bien se cierra en un techo de ojivas entretejidas que la ensombrecen, deja pasar los rayos sepias del sol que al descomponerse van dibujando vitrales gloriosos. Alfombrada en rojo por las hojas que quita el viento a los centinelas -las que arranca con un suave tirón que los mece dispares pero armónicos, como la música a un coro- se me presenta cual un promisorio camino nupcial.

Primorosas las acequias, lucen contra los alambres las flores de las arvejillas trepadoras en fucsia, amarillo y violeta que resaltan sobre el fondo verde intenso de la chipica húmeda y, como rulos de angelitos rubios que espían entre la hierba, asoman los espinados retortuños. Las aguas de riego gorgotean cristalinas y veloces por las cunetas musgosas, como llevando el susurro entusiasta de una buenanueva. Revoltosas se saludan divertidas al separarse en la punta de diamante de un comparto.

Ya no me muevo, tengo la sensación vertiginosa que tras este camino de cielo me espera una novia encantadora y tenebrosa, a la que creo ver al fondo, de blanca túnica y cara angulosa. Un terrible cansancio de los hombres me invade y me invita a seguir a su encuentro; pero la calle me detiene y me consuela, el acierto de su otoño es contundente, eterno y nuevo como la Verdad, y me olvido de ellos, de mí y de la urgencia.

Estoy paralizado y no atino a seguir. Han cesado las preguntas, todo es una enorme respuesta con Ella al final esperando con un ramillete de lirios violetas. Pero aún tentado no puedo acudir. Soy el brote milagroso del tronco desplomado y me quedo a sentir su savia subiendo por mi cuerpo, apenas un hilito, cálido y fugaz, que me da este instante eterno de vida. Quizá sea yo su último esfuerzo vital, generoso y gratuito, y me sirve de excusa el que irme sería asesinarlo de tristeza.

Por entre las cepas aparece una serena yegua de tiro que, con su blancura, irrumpe el cuadro como una hoja que cae en un estanque de agua quieta, pero rápidamente pasa a explicarse en el paisaje y trae mayor paz. Me mira extrañada con una brizna de centeno y menta que ha hurtado entre los surcos y que se va perdiendo dentro de su bozo rosado que dibuja un beso; pero esos ojos tristes - casi humanos - en los que me reflejo, me traen al tiempo. Sospechándome ajeno me estudia un buen rato y por fin me reconoce y acepta; se recuesta sobre la alfombra bermeja que han tejido los ciruelos, dándome de espaldas los lomos yugados que exhalan dulzones sudores de pasto.

“¿Qué debo hacer?” pregunto en un gesto. Y girando una de sus orejas gruesas y peludas, ya sin mirarme, me contesta mientras muerde un tronquito crocante de hinojo: “Solo nosotros los brutos y este paisaje quieto sabemos de trabajos y logradas batallas. Tiro del arado y me gano mi pienso; mientras, con poco aspaviento, los árboles dan frutos sin cálculo, y al final de la cosecha, cuando el zonda cubre de polvo el cielo de otoño, casi sin ser descubiertos, con un poquito de agua, con un poco de silencio, vamos rezando esta trampa de sutil aroma a orujo e incienso que trepa hasta el cielo. Donde se atrapa algún alma que busca un motivo incierto”.

El sol se ha escondido por detrás del cerro y el aire me trae, desde los fondos de una vieja casona de adobe, el llanto de un niño, ladridos de perro, el crepitar de leños de un horno de barro que fuma rechoncho un corto cigarro. Y entonces me llega, como emplazamiento, el aroma a pan que se está cociendo. Recuerdo mi hoja en blanco, los amores y los besos que están esperando. Recojo mi alma con un duro esfuerzo, me arranco con quejas del árbol caído y tras de un vistazo, celeste y mojado, a paso cansino retorno a mi casa.

Retomo la cuesta juzgando azorado que ya no me acuerdo por qué la he bajado; no es lo que pasa – me digo - sino lo que espero, fijado en el alma. Como esta tarde de otoño en Vistalba. En que fallé a la cita de mi amante trágica que tranquila aguarda, allá por Las Palmas, con lirios violetas y salmos en gualda. Acelero el paso hasta el enrejado cerrando la puerta con doble cerrojo tras de mis espaldas. Entre las cortinas de una ventana se ven las siluetas que hierven cacharros sobre la cocina y amadas mujeres desgranan sin tono diez avemarías, que aunque me he propuesto, rezar no he podido.

Transcurro la puerta, he vuelto a la vida a dar mi batalla. Tengo la estrategia. Yo soy ese tronco que se va muriendo mientras da la savia a los verdes gajos que se van soltando mientras me asesinan, con dulces lanzadas de las despedidas. Un fugaz hilito que quiso ser cálido, que dar pretendía un instante eterno, en contra de un mundo urgido y rapaz.

Miro con el alma hacia la calleja ¡Aguárdame un día! ¿o una semana? Ya no es por mi tiempo, que espero mañanas que ya no son mías. Por mi te lo diera en cualquier momento, poniendo en tus manos repletas de lirios -por aquella calle que espera en Vistalba- mi último aliento.

Ya llegó la noche y caigo de espaldas, contra las de ella, mostrando en los lomos las marcas del yugo que de amor nos ata. Respiramos juntos pidiendo lo mismo. Y quedo dormido.

5 comentarios:

  1. “Al Combate”, te garantizo que después de leer semejante “arenga” más que combate estamos para una ronda de clonazepan.
    Por lo visto, la onda es la melancolía que obviamente se traduce en “no voy a laburar, estoy depre”, “solo los brutos y el paisaje saben de trabajos...”
    Volvé, cabeza, te perdonamos.
    Ta bueno pero lo hubiese firmado, en vez de Juan Roble, Juancito Sauce Llorón.

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    1. Aclaro, el sauce llorón se da en Vistalba más que el roble. No es mala intención.

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    2. "perdonado" solo si el tero "canto" lejos del nido.
      Si no hay que pegarle...
      Por turro.

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    3. Esto sí que es tirar margaritas a los chanchos

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  2. "Un terrible cansancio de los hombres me invade". Lo entiendo, con estúpidos como el anterior...

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