lunes, 7 de diciembre de 2015

SALMO PARA EL JUICIO DE BABILONIA

Herrade von Landsberg (s.XII), La Ramera de Babilonia


Astutos enemigos la embriagaron
con ajenjo, y sus manos codiciosas
usaron para hollar todas sus cosas
y, así que estaban sucias, la ensuciaron,

y así, sin pausa, ya no descansaron
hasta usurpar el Trono, las raposas.
Y al tiempo que a las rosas
hurtaron tez y aroma, la apremiaron

a enderezar las velas hacia el yermo,
y al desnortado rumbo acometido
-contrarios rumbos ambos- van aína.

¡Que colmen la medida! Ya no duermo
celando el fogonazo y el tronido
que anuncien de la Meretriz la ruina.


Fray Benjamín de la Segunda Venida


jueves, 3 de diciembre de 2015

COLAPSOS DE BABILONIA

Vigencia de una antigua exhortación

Resulta un clamor que atraviesa toda la historia de los humanos desvelos aquel que pronunció Parménides cinco siglos antes de nuestra era, asentando el principio de identidad y no-contradicción:
Mas ¡ay! voy a decirte -tú escucha mi relato y acógelo- cuáles son las únicas vías concebibles de investigación: la una es la vía de que "es y no puede no ser" [...] La otra es la vía de que "no es y tiene que no ser". Esta vía te advierto que es un vericueto totalmente inexplorable, ya que al no-ente no lo podrías ni conocer (esto es irrealizable) ni expresar.
Cierto es que el eleata, no sospechando que las aún no exploradas nociones de potencia y acto bastarían a explicar la mutabilidad y el movimiento de las cosas, se obstinó en negar todo cuanto sucede para contentarse con reconocer sólo lo que es, y lo que es en su pura estabilidad. Sus rebuscas, con todo, nos legaron una lección diamantina, antídoto contra el veneno del escepticismo liberal que, a distancia de tantos siglos, acabaría por disolver las conciencias de Occidente.
Esto es lo que hay que decir y pensar: que el ente es porque puede ser, mientras que "nada" no puede ser. Te mando reflexionar sobre estas cosas. Ésta es, efectivamente, la primera vía de investigación de que te excluyo. Pero, en segundo lugar, te excluyo de esta otra vía, la que siguen errantes los mortales que no saben nada, bicéfalos, pues el desvalimiento es el que rige en el interior de su pecho una mente errabunda: se ven arrastrados, sordos y ciegos a la vez, pasmados, gente sin juicio, que están en la creencia de que ser y no ser es lo mismo y no lo mismo, y de que de todas las cosas hay un camino de ida y vuelta. 
Parménides
Nótese la vehemencia con la que el primitivo filósofo pone en guardia a su discípulo respecto de la tentación de disolver las certezas primarias (aquellas que no requieren ser alcanzadas, sino que nos son sencillamente dadas en virtud de la naturaleza misma de la actividad mental y de sus leyes). Candorosas incurias al margen, se reconoce sin rodeos la insidia -letal al espíritu- de esa especie de irracionalismo nihilista que se granjeó tanta descendencia a través de las edades.  Si, como apuntó Gracián, «no hay error sin autor ni necedad sin padrino» (y esto es fácilmente reconocible al estudiar la historia de las herejías, que parecen remitir siempre a una fórmula original luego retomada con ligeras variantes, una y otra vez), ésta de atacar los principios mismos de la razón, según la amplitud de sus efectos y la tenacidad de sus manifestaciones, parece maquinación digna de atribuirse al Enemigo de la estirpe humana.

Suele contraponerse Parménides a Heráclito, como portavoces que son ambos de la filosofía de la inmutabilidad del ser y de la del ser in fieri -en devenir-, respectivamente. Sin embargo, hay en Heráclito una nota que no desdice de la recia prédica de su oponente, y ésta es la exaltación del logos. «Es necesario seguir lo común; pero, aunque el logos es común, la mayoría vive como si tuviera inteligencia propia». Acá también encontramos una recusación de ese individualismo banal y anárquico que debió cundir en todas las épocas críticas, ostensiblemente en la nuestra.

Hay, en rigor, otro autor antiguo que -según la siempre provisoria hermenéutica que puede aplicarse a unos pocos fragmentos remanentes de su obra- podría oponerse con más razón a este ensayo de metafísica y de rigurosa lógica iniciado por la escuela eleática, y éste es Anaximandro, con su identificación del principio de los seres con el ἄπειρον, lo «indeterminado». Que, si bien pudiera aplicarse a un Ser supereminente que no cabría en las caracterizaciones que definen a los otros seres, siendo irreductible a todo intento de precisar su naturaleza y operaciones, y al que sólo podría aludirse por vía de negación (lo que, a riesgo de hacer zozobrar el conocimiento racional de Dios, podría al menos coincidir con la llamada «teología negativa», atenta a la absoluta e inefable alteridad divina), lo cierto es que, al hacer de este principio indeterminado aquel del que «los seres tienen su origen y en el que surge su corrupción, por [fuerza de] necesidad», el ápeiron de Anaximandro (y así lo entendieron sus más acreditados glosadores) termina por aludir a un principio material, inmanente al mundo. Una expresión más bien abstracta -cumplido el proverbial tránsito del conocimiento mítico al conocimiento racional- de aquel caos que Hesíodo ponía en el principio genealógico de todos los seres.


El liberalismo sigue siendo pecado

Hacer del caos fuente y término de ciencia, allí donde no hay inteligibilidad posible y se zozobra en el acaso, o bien tener al mismo caos como objeto de adhesión cordial -haciendo o no explícita esta preferencia- es un pecado intelectual que hizo acto de presencia en todas las edades. Desde los sofistas y Pirrón, pasando los «académicos» con los que disputara san Agustín, hasta los que desde el pensamiento, la literatura o o la pseudo-mística  negaron el principio de individuación (gnósticos, Spinoza, Giordano Bruno, Swedenborg, William Blake, entre otros), casi a modo de una corriente subterránea que pujara por salir a plena luz para ahogar las evidencias primeras del intelecto, esta mala gnosis en todas sus variantes es irreductible enemiga de la buena, la que desde la Proto-tradición hasta la plenitud de la Revelación en Cristo nos ha sido dada como faro. Por esto, por esta confianza en que aun fuera del ámbito revelado es posible hallar suficiente dosis de buena salud intelectual y apego a la luz, que no a las sombras -lo que se deduce de la certeza de que el pecado original no corrompió totalmente a la naturaleza humana-, el cristianismo pudo valerse, como de providenciales auxilios, de todos aquellos conceptos ofrecidos por la especulación de los griegos para elaborar su propia teología.

Si nos atuviéramos a las categorías puestas en boga por Nietzsche, diríamos que la historia del pensamiento moderno, por causas múltiples y arduas de enunciar en pocas líneas, ha sido la de una progresiva reivindicación de Dionisos contra Apolo. Pero nosotros, que no somos apolíneos sino católicos (es decir: no nos pagamos de una eudaimonia según el modo clásico, escuetamente terreno, naturalista y autosuficiente, sino que a las perfecciones inherentes a este cosmos cerrado les atribuimos un desgarramiento, una nostalgia supramundana capaz de añadirle ulteriores y más subidas perfecciones, y a ello alude el Apóstol en Rom 8,19: las criaturas todas están aguardando con gran ansia la manifestación de los hijos de Dios), nosotros sabemos que la cosa es más grave aún, y que si la posibilidad de esta ofuscación de la razón fue triunfantemente contenida durante los siglos de cristiandad, las persuasiones de Dionisos, hoy triunfantes, son las de Satanás, que busca disolver al hombre (o de-construirlo, en la jerga hoy al uso), soltarlo de sus determinaciones propias y sumergirlo en la marea de la indiferenciación.

La brecha en nuestras filas la fue abriendo la civilización de la técnica gestada por la Ilustración, con su acelerada exclusividad en la búsqueda de los bienes útiles y deleitables a expensas del bien honesto. Todo un mundo humano configurado a instancias de esta peligrosa deriva del espíritu, con una política y una economía y una filosofía fundadas sobre la misma, fue suficiente para asediar durante dos largos siglos a la Iglesia -con notorio hito en la usurpación de los Estados Pontificios y en la caída de las últimas monarquías católicas-, hasta que la guarnición sitiada, bien por las fatigas derivadas del caso, bien por hábil infiltración y engaños, comenzó a persuadirse de que las razones del adversario no eran tan malas. Por lo demás, éstas venían reforzadas por todos los frutos visibles del dominio técnico sobre el mundo, asaz apetecibles.

El precio a pagar por este desfallecimiento fue el de la incoherencia, o -recordemos la amonestación de Parménides- el de la bicefalía: seguir llamándose católicos, tener el recado de transmitir la Verdad revelada con extensión a sus consecuencias en la moral personal y pública, pero con secreto apego a la tesis contraria -apego, por lo demás, muy a menudo manifiesto, para mayor estrago del común. «Más que una confusión, el catolicismo liberal es una ‘enfermedad del espíritu’: el espíritu no consigue sencillamente descansar en la verdad. Apenas se atreve a afirmar algo, se le presenta la contra-afirmación, que también se ve obligado a admitir. El Papa Paulo VI fue el prototipo de este espíritu dividido, de este ser de doble faz – incluso se podía leer esto físicamente, en su rostro – en perpetuo vaivén entre los contradictorios y animado de un movimiento pendular, que oscilaba regularmente entre la novedad y la Tradición. Dirán algunos: ¿esquizofrenia intelectual? Creo que el Padre Clérissac vio más en profundidad la naturaleza de esta enfermedad. Es una falta de integridad del espíritu, escribe, de un espíritu que no tiene suficiente confianza en la verdad» (Monseñor Marcel Lefebvre, Le destronaron, cap. XVI). Ocupados en congeniar con el mundo, en suscribir fórmulas de compromiso con los poderes anticristianos dominantes, los papas recientes han sido todo menos hombres "tallados en una sola pieza".

De esta enfermedad murieron dos o tres generaciones lo menos, fatalmente convictas de que la libertad de pensar y decidir era la más preciada prez de la estirpe humana. A esta enteca noción de libertad se la erigió en fuente de la farragosa jurisprudencia moderna y del agotador vaniloquio sobre los derechos. Louis Veuillot supo responder a esta exaltación febril de la facultad del libre albedrío, que es aquello sobre lo que en realidad versa el liberalismo, distinguiéndolo cuidadosamente de lo que en rigor debe llamarse libertad: «lo que tenemos la libertad de hacer es lo que podemos hacer impunemente en presencia de la justicia perfecta». Se trata, en fin, de la conocida sentencia que dice que obrar voluntariamente el bien es ser de veras libre, pues «todo aquel que peca es un esclavo» (Io 8,34). Es increíble que sobre la ignorancia de una tal lección pudiera edificarse toda una doctrina de pensamiento, y que esta resultara a la postre tan influyente.

En todo caso, en seguimiento del libre arbitrio, son las libertades de perdición las que terminaron exaltadas, la libertad de corromperse y corromper, en una marcha demencial que lo envolvió todo, incluyendo a la Iglesia, y proveyendo como primer efecto (porque debajo de los permisos y las autoconcesiones aún resuena la odiosa voz del deber) el de la conciencia desdoblada, múltiple, siendo que la felicidad reside en la simplicidad del espíritu. Esta multicefalía, como un morbo indomable, pasó de afectar a los individuos a enseñorearse de las instituciones. «Una de las características de las dos Bestias del Apocalipsis es tener varias cabezas. Pues bien, la sociedad contemporánea, contrariamente a la de la Edad Media, tiene también varias cabezas, desde la familia hasta el Estado» (Guillermo Gueydan de Roussel, Aforismos, en El Verbo y el Anticristo). 

Todo lo ha debilitado el liberalismo, desde la conciencia personal hasta la vida de las naciones: la política de partidos nos lo dice desde su misma definición. A este clima debía corresponderle esa patología tan en boga que dio de comer a tantos profesionales: la neurosis, esa penosa tensión psíquica que resulta de haber heredado un conjunto de pautas morales mal asimiladas, asumidas sin íntima adhesión y sin energías anímicas, en un contexto de posibilidades y exigencias de vida tanto más solícitas cuanto irreales -las que resultan de la civilización técnica y sus efectos inmediatos. Y como de la neurosis se sale o por la santificación personal o por el mero desmadre (por eso los psicoanalistas, que tienen a la neurosis por el mal absoluto, instan a superarla por la satisfacción de los deseos, sin mayor preocupación por la moral), de aquella prolongada e indeseable tensión neurótica se verá libre la generación siguiente, de caracteres ya francamente psicopáticos, cuyos rasgos parecen los descritos por san Pablo en II Tim 3, 1ss.: «en los últimos días se levantarán hombres pagados de sí mismos, codiciosos, altaneros, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, facinerosos, desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, fieros, inhumanos. traidores, temerarios, hinchados, y más amadores de deleites que de Dios, mostrando, sí, apariencia de piedad, o religión, pero renunciando a su espíritu». 

Lo subrayado al final, huelga precisarlo, señala el ingreso triunfal de este pathos a la Iglesia.


Babilonia en la mira

Con esto llega a sus últimas consecuencias el liberalismo propugnado por los degenerados revolucionarios de 1789, cuyos designios debían vencer unas cuantas resistencias antes de impregnar completamente la mentalidad del común. Y es que el último paso debía cumplirse por medio de una casi "mutación genética", expurgando del hombre la facultad que lo distingue de las bestias.

Es significativa, a este respecto, la apelación tan reiterada hoy en la Iglesia -y presentada como antítesis de la misericordia- a "no juzgar", paralela al "no discriminar" de la sociedad civil. Su insistencia sin matices sobre este punto, con el recurrente descuido de que el término comporta varias acepciones -y que la más inmediata y universal de ellas versa sobre la primera de las operaciones del intelecto-, obliga a pensar que estamos ante un llamamiento universal a la pirrónica epojé, a la ceguera voluntaria: de hecho, la posesión de alguna certeza de carácter ontológico-moral resulta cada vez más desacreditada como un odioso signo de arrogancia. Tal la clarividente anticipación de Lope: «señales son del Juicio / ver que todos le perdemos». Al desnaturalizar de este modo al hombre, al vaciarlo del más característico de sus atributos nativos, la redención de Cristo se vuelve superflua, pues consta que el Señor no se encarnó para salvar a los brutos. Ésta, sin dudas, ha sido la jugada más astuta del demonio.

Y con la razón se fue también el remanente corazón, ídolo un tiempo de las conciencias formadas en ese romanticismo de divulgación que quiso ponerle un dique a los desafueros del racionalismo. Porque las notas de «implacables» e «inhumanos» que constan en el elenco paulino citado más arriba son las más apropiadas a una estirpe gravada por el desapego afectivo y por la práctica desaparición del sentimiento de culpa, que si aún se vincula con sus semejantes esto es apenas provisoriamente, sin anudar mayores compromisos, incapaz de la promesa y del desvelo por algo de íntegro. Son tiempos sin duda paradójicos para las presuntas "conquistas" libertarias, en que el hombre, esa mercancía, a menudo no iguala la dignidad de -digamos- el automóvil.

De allí la inescrupulosidad con la que se ejerce el poder, y hoy señaladamente en la Iglesia. Que a la disolución de la propia identidad (digámoslo: del Credo) se le empareja la más cruel persecución de aquellos elementos que aún conservan la fe en medio de las ruinas sembradas por el modernismo. Cuyos personeros se revelaron eficacísimos artesanos de la devastación: allí donde se descubrió un rincón a salvo de la acción gravitante de los tiempos y del contagio deletéreo de las costumbres, allí se corrió a cortar cabezas, ocupando seminarios uno tras otro, y cátedras episcopales, y parroquias e instituciones piadosas.

Babilonia presa de demonios y espíritus inmundos,
grabado, por Víctor Delhez.
A unos tales hombres conviene aquel versículo que, con el anuncio de su caída, clama que «Babilonia la Grande ha venido a ser morada de demonios, guarida de todo espíritu impuro, refugio de toda ave inmunda y odiosa» (Ap 18,2). Porque esta jerarquía solícita en anudar lazos con los protestantes, que prepara una fastuosa celebración del quingentésimo aniversario de las tesis de Wittemberg, ha merecido, como premio a sus desvelos, que la maliciosa exégesis de Lutero que identifica a Babilonia con Roma y el papado se verifique finalmente. Sin historia y sin destino, como la generación psicópata, sin patrimonio espiritual y sin gloria, sólo le queda esperar la hora en que se cumpla su sentencia. Que, paradójicamente, podría tener por instrumento a aquellos mismos a quienes se lisonjea asegurándoles la engañosa adoración a un Dios común y cuya duradera enemistad, sorbido el bebedizo del irenismo, fumada la pipa de la falsa paz con los infieles, se ha olvidado del mismo oprobioso modo con que se olvida el propio nombre.

El islam, en verdad, junto con el sabelianismo y otras plagas antiguas, debería contarse entre las herejías antitrinitarias, hoy bogantes con las más diversas apariencias en toda la redondez de la tierra. Ese "monoteísmo absoluto" o "de tipo semítico", como se lo ha designado a menudo, entraña un categórico rechazo del Dios revelado en y por Cristo, lo que impide hablar de "un Dios común". Y esto mismo dígase de cuantas refundiciones falaces del Evangelio se han multiplicado en Occidente después de la ruptura protestante. ¡Cuánta verdad encierra la socorrida fórmula de De Maistre, citada a menudo por Castellani, acerca de que «el protestantismo vuelto sociniano (negada la divinidad de Cristo) no se diferencia ya esencialmente del mahometismo»! ¡Ellos sí podrían hablar de un "Dios común" con los muslimes, y si nuestra jerarquía insiste en hacerlo es simplemente porque ha renunciado a la fe en la divinidad del Hijo Único de Dios! Con razón san Juan advierte, en tratando del Anticristo, del mentiroso por antonomasia, que «el que niega al Hijo no posee ya al Padre» (I Io 2,23).

Debemos volver a la monición de Parménides (que jamás pudo prever la proyección apocalíptica de sus alarmas, pero que debió colegir la imperdonable injuria latente en la renuncia a la razón), para concluir que de la negación del Logos divino se pasa, sin solución de continuidad, a la negación del logos humano, y por ésta vuelve a confirmarse aquélla con creces. Se ha hecho experiencia voluntaria de la insensatez, pretendiendo entablar un imposible camino de ida y vuelta entre el ser y su negación, siendo que el drama de la apostasía entraña por añadidura el de la bestialización y la cosificación del hombre, del que no parece haber retorno. Y que la puja actual entre el Islam y el Occidente post-cristiano, guerra de civilizaciones en ciernes y fáustico producto de laboratorio geopolítico, supone el de dos fuerzas que, al menos, coinciden en algo: la oposición, a un mismo tiempo, al Logos trinitario y a la razón. Pues al paso que los unos invocan a un Alá que no gobierna al mundo a través de las leyes inherentes a las cosas por él creadas y llevadas congruentemente a sus fines propios, sino compulsivamente, a través de decretos siempre arbitrarios, como un califa; así los otros han renunciado a distinguir los contornos de las cosas, y ni la propia naturaleza humana les es ya descifrable -y menos su dignidad, en tanto pasible de adopción divina-, arrastrados a tierra sus pensamientos por la desdichada atracción del caos.

Basta ver cuánto esto se haya extendido a la Iglesia para no quitar ya la vista de las nubes, proveedoras del único auxilio esperable. Recordemos a Bergoglio refiriéndose con desprecio a los "especialistas del Logos". Las florecillas de este Francisco, hilvanadas de copiosísimos hechos y palabras manados en menos de tres años para escándalo de las conciencias cristianas, nos eximen de mayores comentarios, que ya los hemos hecho a profusión en este blogue. Sólo en esta última semana, la de su visita al continente negro, puede advertirse una increíble condensación de signos, desde la apertura de la Puerta Santa del Jubileo entrante en la catedral de Bangui, República Centroafricana, declarada por él «capital espiritual del mundo», hasta la afirmación, luego de acudir a la mezquita de esta impensada Nueva Roma, que «mi visita pastoral a la República Centroafricana no estaría completa sin este encuentro con la comunidad musulmana». Previamente, a través de su Secretario de Estado, ya había hecho saber que el Jubileo estaría abierto a los musulmanes, sin que nunca se aclarara cómo podrían los no bautizados aprovechar el tesoro de las indulgencias, a no ser ingresando a la plaza San Pedro con una fuerte carga de trotyl bajo el turbante. Si esto no es desafiar de raíz no digamos ya la fe católica, sino incluso todo principio de identidad de ser y de conciencia, no sabemos qué otra cosa podría serlo.

Sus ansias de poder a todo trance y la frialdad con que es capaz de quitarse de en medio a sus víctimas le han ganado a Bergoglio, entre quienes lo conocen, la fama de psicópata. Era el colofón obligado al camino vacilante emprendido por sus inmediatos predecesores: la Iglesia salió de la neurosis liberal lanzándose a los brazos del Maligno. Y no hablamos de balde. Notemos un detalle tenebroso en el vídeo que va a continuación, filmado durante el tour africano de Francisco:





Pese a la abrumadora mayoría de papas italianos, no sabemos si hubo papas que contrajeran el horrible vicio de la blasfemia: no parece esto constar, y habría que hurgar en las más completas historias del papado para responder a una tal pregunta. Pero que la blasfemia la profiera un papa en público -y a un público mundial, dado el alcance de los modernos medios de comunicación-, es cosa inédita sin más. Y que las blasfemias tomen ocasión del consejo implícito de rezar el rosario y el viacrucis se diría propio del habla tortuosa de la serpiente, tal como ésta se presenta en el relato del Génesis, y tal como el Apocalipsis refiere a propósito de la bestia ascendens de terra. Hace poco, Bergoglio ya se había dado el gusto de hablar de la "impotencia de Dios": ahora habla, en África, del "fracaso de Dios" (adviértase el cambio de tono y de expresión facial, el inquietante énfasis al prorrumpir en el horrísono desmán, segundos 0:38 al 0:42). No, esto no es -como pretenden algunos esforzados encubridores de las vergüenzas pontificias- una osada paradoja al estilo de los místicos, que nunca andarían echando sus balbuceos en la cara de los periodistas, atentos al nolite dare sanctum canibus, y menos tendrían por sensato colmar los pronunciamientos papales de paradojas. Blasfemoglio no es místico ni parecido.

Es, por ahora, el príncipe de Babilonia, la ciudad prostituida que se erigió sobre los cimientos de Babel, la de la confusión de las lenguas. Cuya bíblica historia -bien dice Rafael Gambra a propósito de las técnicas manipuladoras del lenguaje, de cuño marxista- podría referirse no a un relato ancestral cuanto a una profecía por cumplirse. Porque en la Iglesia comenzó por sustituirse la lengua única del culto, y donde antes había unidad de fe acabó por profesarse una multitud de creencias incompatibles, a la zaga de lo cual sobrevino la multiplicación -a cuál más escabrosa- de los escándalos. Si al colapso de la razón y de la fe le siguió el del pundonor, a éste habrá de sucederle bien pronto el de las piedras: tal es el juicio dictado desde eterno contra las impudicias de la Meretriz. Y no vaya a ocurrir que a Babilonia la derriben justo cuando Francisco no se hallaba entre sus muros, de manera de proponerlo como indiscutible jefe de la religión de los ecuménicos y venideros tiempos de paz, una vez vencido el terrorismo.

«Paz y seguridad», andarán diciendo entonces, según la pervertida y ya avezada práctica de nombrar las cosas por su contrario.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

LA NUEVA «FE DEL CARBONERO»

Aunque su responsabilidad no iguale a la de los consagrados, no hay que menospreciar el papel de los laicos en el robustecimiento de la crisis que desfiguró a la Iglesia. Como en cierto poemilla de Bertolt Brecht en el que el dramaturgo tudesco, a expensas de su fanatismo democratizante, se preguntaba por las identidades de los anónimos constructores de Tebas y Babilonia y rezongaba ante la obviedad de que en las grandes empresas de armas o de gobierno sólo figuren los nombres de los jefes, así, en la refundición del Credo habría que husmear el rol de un laicado cada vez más hambriento de «participación» acompañando los demoledores desvelos de los jerarcas con nombre propio. Cuánto la influencia ascendente de los volubles humores populares, siempre más pagos de sí, haya hecho de tanto prelado un tribuno, un vociferador de promesas terrenas, es cosa que tendrá que estudiarse en las aulas del Milenio, si es que el capítulo XX del Apocalipsis nos habla de una nueva cristiandad transparusíaca acá mismo, en esta agitada arena de los mortales.

Los faraones no habrán contado con una tan solícita compaña de operarios y estibadores de piedras para erigir sus presuntuosas pirámides -todos ellos rigurosamente anónimos- como los obispos conciliares cuentan con su mesnada de activistas de la disolución. La apostolica actuositas que el Vaticano II se encargó de descubrir no hizo, en rigor, más que hacer más rauda la pendiente, otorgando a un montón de pelafustanes el honor de ser maestros, dando la potestad a jovencitas de discoteca para que les enseñen el catecismo a los niños. Pero lo más saliente y que pasó menos observado, la obra que supera en extensión deletérea a la de cuanta herejía pudiésemos traer a cuento, es la vaguedad inconcebible que vino a cobrar la noción de «fe». Se sabe que las masas son emotivas, tornadizas, que tienen un talante más bien femenino. Pues bien: al arbitrio de las masas anárquicas se dejó librada la resignificación de aquella virtud teologal que nunca pudo identificarse mejor que ahora con la fides informis, aquella fe que vegeta fuera del orbe de la gracia habitual y que mantiene por ello al alma en peligrosa suspensión.

Los herejes históricos atacaban un punto o dos de la doctrina; el nuevo concepto de «fe», sin precisar aún nada de ofensivo, la ataca en su conjunto, ahumando la intelección misma de la fe. Dejando incólume el dinamismo obediencial -hoy devenido reflejo condicionado y salvoconducto para todos los agravios contra la ortodoxia- la nueva «fe del carbonero» carece del respaldo de la de antaño, que al menos reposaba en la garantía de que los pastores conducían al pasto. A expensas de una presunta "fe adulta" que bien pronto se reveló más bien adúltera, se cultivó la irrisión para con aquella fe que se suponía desvinculada de la razón, sin advertir que hoy se incurre más que nunca en esa misma tacha. El credo quia absurdum debiera ser el lema de multitud de ciegos que siguen a otros ciegos al abismo, entre cantos litúrgicos que parecen tomados de los estadios de fútbol o de las comparsas.

«Os di a beber leche, no alimento sólido» (I Cor 3,2), les decía san Pablo a aquellos corintios no suficientemente adelantados en la vida del espíritu. «Os di a beber aire, vanidad, nonada», podrían repetir los pastores de la iglesia conciliar a sus rebaños, para agregar: «según me lo pedisteis. Gustos son gustos. ¡Vamos! ¡A beber!».


                                           
             

jueves, 19 de noviembre de 2015

SOBRE LA FE Y SUS SUCEDÁNEOS

Si hubo una treta sobremanera exitosa entre las que el Maligno supo urdir para menoscabo de la fe, cuéntese la sustitución del concepto «fe» por un símil desleído del mismo. Rigurosamente afín a cuantos otros propiciaron los novatores con vistas a una refundición del catolicismo, el contrabando conceptual supo dejar en pie gran parte de las fórmulas para alterar su contenido implícito, llenándolas de hojarasca y serrín. Si la resurrección pasa a ser una metáfora y los milagros otras tantas hipérboles piadosas, queda claro que la fe -condición para admitir la resurrección, los milagros, la vida del mundo futuro y cuantas verdades constituyen su objeto propio- requerirá también una oportuna re-semantización.

Y acá se reveló en toda su fecundidad (si puede atribuirse fecundidad al error y a la herejía) la acepción luterana de «fe», retomada luego en buena medida por los modernistas combatidos por San Pío X: la de un impulso fiducial que hace reposar al alma -o al ánimo- en una especie de certidumbre emotiva. La fe pasa a entenderse, entonces, como una adhesión sensible que no requiere de preámbulos, ni disposiciones previas, ni exigencias ulteriores, que no pide la mortificación del propio criterio y la aceptación incondicional de un depósito transmitido por una autoridad delegada desde arriba.

La teología supo oportunamente distinguir los cinco elementos que concurren en la producción del acto de fe: 1- el motivo, que es la autoridad de Dios que revela; 2- el objeto, que son las verdades reveladas; 3- la gracia preveniente, que inspira a nuestras facultades, entre ellas: 4- la voluntad imperante, que mueve a 5- el intelecto, que bajo el imperio de la voluntad y el influjo de la gracia, acaba por prestar su asentimiento (Ad. Tanquerey, Synopsis theologiae dogmaticae). [Vale aclarar que la voluntad puede decirse imperante porque, aunque el entendimiento, por razón de sus operaciones específicas (=conocimiento del ser) sea más excelente que aquélla, a la que precede en estas mismas operaciones, las prerrogativas de ésta se explican por la supereminencia de su objeto: la voluntad, en efecto, se adhiere siempre a aquello que se le representa bajo la especie de bien; el intelecto, en cambio, persigue el mero conocer, independientemente de la nota de «malo» o «bueno» que pueda caberle a su objeto. De aquí que, alcanzada por la inteligencia una sumarísima noción de Dios como «bien», la voluntad, bajo la moción de la gracia, empuje a aquélla a adentrarse más y más en el conocimiento de ese bien. Por esto puede hablarse de voluntad «imperante»].

En la nueva acepción de «fe», si acaso queda en pie la voluntad, y ésta aislada en sí misma. A menudo, incluso, limitada a la «voluntad inferior o apetitiva» (voluntas ut natura), que ya no informada por la razón como «voluntad intelectiva» (voluntas ut ratio). La fe deja de ser, según el conocido axioma, la virtud que ofrece a los hombres, para ser creídas, aquellas verdades que la razón no puede alcanzar en sus rebuscas: más bien pasa a ser una adhesión arbitraria, informe, que, en el mejor de los casos -cuando admite una cierta guía de la razón- pasa a identificar su objeto con otros tantos objetos de la razón, incluyendo a Dios mismo en tanto objeto de conocimiento racional. Cuando no haya mero fideísmo, entonces, se tratará a lo más de la increíble confusión de fe con deísmo: un Dios que se afirma en algunos de sus atributos, tales como la razón puede reconocerlos (omnipotencia, inteligencia rectora, etc.) con el añadido -menos obvio para el conocimiento natural- de la «misericordia», entendida ya como salvoconducto universal para soslayar la ley.

No extrañan entonces esos rimbombantes títulos de los diarios («multitudinaria manifestación de fe» y similares) para referirse a lo que no es sino una especie degradada de folklore: procesiones encabezadas por un cura popular y de prédica balbuciente al aroma de los chorizos que se asan y con el estrépito de las guitarras mal ejecutadas -y ejecutadas incluso en Misa por el propio celebrante. Cualquiera de nuestros antepasados que se levantara de la tumba para asistir a estas bullangueras romerías las tendría por cualquier cosa, menos por actos de culto. En verdad, la historia de la Iglesia discente que emerge del Concilio (que es como decir: la de una catástrofe amenizada por el absurdo) puede asimilarse a esos terneritos de granja que, atados por una soga a su respectiva estaca y luego de acabar de beber su ración de leche del balde, buscan con avidez el otro extremo de la soga para sorber del mismo como si se tratara del pezón materno. Cándidamente convencidos, beben y beben del cabo que no les surte ni una gota, prolongando en falso la complacida lactación.

La comparación no es extremosa: cuando el hombre decae, hay que ir a buscar entre las bestias el más fiel retrato de su hábitos. Por lo demás, la sola irrupción en escena, en tan comprometida sazón, de un pontífice más ordinario que piojo de chancho, capaz -entre mil otras lindezas- de declararse incompetente para juzgar si una luterana puede comulgar el Cuerpo del Señor en una Misa católica, es suficientemente ilustrativo del desquicio, sin necesidad de ulteriores glosas. Ésta es la clase de sujeto que encarna la que podría llamarse, por asimilación, la «regla próxima» de la nueva fe -esto es, del caos que se ha fomentado con indudable éxito.

Así, la apostasía real encuentra un notable subterfugio para demorarse en la tierra que hollamos sin revelarse en todo su horror, y la operación de transgénesis eclesiástica se cumple sin sustitución de conceptos, sólo por su resignificación. A la zaga de la «fe» vendrán los "carismas", los "consuelos de la fe", toda la batería de fuegos fatuos que aplacarán la angurria emotiva de los feligreses de la nueva religión del corazón antes de dejarlos definitivamente vacíos. Porque la fe -que es, en rigor, una empresa de armas- ha sido tomada como un recreo informal. De manera de permitirle encontrar al Hijo del hombre, cuando venga, algo sí de fe sobre la tierra: la fe de timadores y timados.

lunes, 9 de noviembre de 2015

BERGOGLIO BIFRONTE

Nos limitamos a traducir y ofrecer este texto, de lo mejor y más sintético que hayamos leído sobre el actual pontificado. A despecho de que -como con acierto lo dice un amigo de este blogue- a Bergoglio no se lo analiza: se lo cita, acá se analiza oportunamente una medida de gobierno de las más resonantes de Francisco (la vandálica intervención de la orden de los Franciscanos de la Inmaculada) al par que la ulterior explicación que da el propio pontífice de la misma, en términos que arrojan una luz inquietante, incontrastable, sobre la calidad de los sufrimientos que se ciernen en esta hora sobre la Iglesia de Cristo.

[Fuente: http://opportuneimportune.blogspot.com.ar/2015/11/bergoglio-bifronte.html]


Me quedé desconcertado y escandalizado por lo que escribió Maurizio Blondet en un reciente artículo suyo, a propósito de las palabras que Bergoglio dirigió a los frailes Franciscanos de la Inmaculada el pasado 10 de junio.

Blondet recuerda que el discurso que hizo quedó registrado, por lo que me siento llevado a considerar, conociendo la honestidad intelectual de este periodista católico, que no tiene motivo para mentir.

Dice Bergoglio:
a mí se me explicó la [vuestra] situación tranquilamente, quedamente; oré con benevolencia por vosotros y concluí que debía tomar esas decisiones [del comisariamiento] después de haber recibido consejo [...] El principio que me guió fue el de la obediencia, porque es justamente ése el principio de la catolicidad. Cuando pensamos en la reforma protestante decimos que ésta comenzó con la revuelta: el separarse del obispo, el separarse de Roma no es la catolicidad.
Y acá ya no podemos no advertir una disonancia: la invocación a la obediencia (pero sobre esto volveré más tarde) y aquella a la Pseudorreforma protestante, que comenzó con la revuelta, el separarse de Roma. Pero, ¿cómo? ¿Y dónde va a parar el diálogo ecuménico, con el cual se enjuaga la boca el Obispo de Roma a cada paso? Entonces, ¿los protestantes son rebeldes? Con los Franciscanos de la Inmaculada Bergoglio emplea términos que están en neta contraposición con aquellos melifluos de sus numerosos encuentros con los herejes, antes y después de la farsa del Cónclave.

Y sigue nuestro sujeto:
San Ignacio nos dice que la regla "para sentir con la Iglesia" es que si yo veo una cosa negra que es negra y la Iglesia dice que es blanca, tengo que decir que es blanca.
¡En las barbas de la libertad de los hijos de Dios tan decantada por el Conciliábulo! San Pablo nos dice rationabile sit obsequium vestrum. La paradoja de san Ignacio suena por lo menos inapropiada en la boca de un hijo de la revolución conciliar que no tiene escrúpulos en contrariar la doctrina católica cada vez que tiene la ocasión. Puesto que la Iglesia no puede decir que lo blanco es negro, que la verdad es error o viceversa: de lo contrario menoscabaría el mandato divino recibido de parte de su Fundador. Y aun cuando se quisiera aceptar la advertencia ignaciana, nos gustaría entender por qué razón, cuando la Iglesia dice que el matrimonio es indisoluble y que los adúlteros están fuera de la comunión, Bergoglio toma el teléfono y llama a su portavoz Scalfari para tranquilizarlo con que los divorciados podrán recibir los Sacramentos. Por qué cuando la Iglesia manda predicar el Evangelio a todas las gentes, él sostiene que el proselitismo es una solemne tontería.

Con el estilo diamantino que lo caracteriza, agrega:
Y sin el Papa, ¿a ti quién te garantiza tu ortodoxia, lejos del Papa?
En verdad, esta proposición también chirría, especialmente respecto a las ya proferidas acerca de la conversión del papado hechas a los cismáticos de Oriente. Sin abundar que los cismáticos, los herejes y los idólatras de los que se acompaña parecen prescindir tranquilamente del Papa, y esto no parece constituir un problema para la iglesia conciliar.

Luego retoma:
Pero cuando hay una hermenéutica ideológica, yo tengo miedo, tengo miedo.
¿Pero cómo? ¿No acababa de decir que es menester obedecer ciegamente a la Iglesia, incluso si lo que ella afirma estuviera en contradicción con la realidad, o al menos con aquello que a nosotros se nos aparece como tal? ¿Qué hay de más ideológico que una obediencia irracional a cualquier orden del Papa? Y sin embargo Bergoglio tiene miedo: es para preguntarse en esta sazón si él se teme a sí mismo.

Y luego la habitual estocada genérica, sin nombres, blandida para deslegitimar una cosa de suyo buena en nombre de un caso límite. El típico estratagema capcioso: legitimar el divorcio porque un marido alcoholizado le pega a la pobre esposa; autorizar el aborto porque un delincuente violó a una jovencita dejándola embarazada, etc. O, descendiendo a los discursos de bar: mejor un buen laico que un mal cura. En fin, el derrotismo y el engaño ideológico erigidos en pastoral.
Yo recuerdo... es cierto que todos debemos ser ortodoxos, pero tantas veces se usa [la palabra "ortodoxia", NdR.] para justificar procedimientos que finalmente no resultan tan claros. Yo recuerdo a un obispo de América latina, nos apaleaba a todos: "¡la ortodoxia! ¡La ortodoxia!", pero era un especulador, hacía negocios con dinero... De este modo se acusan los unos a los otros de no ser ortodoxos para encubrir otro intereses.
Luego sigue el elogio hipócrita de la Orden:
Vuestro carisma es un carisma singular: está el espíritu de san Maximiliano Kolbe, un mártir, y está el espíritu de san Francisco, el amor a la pobreza, a Jesús despojado...
Notemos que fue precisamente por estos días que Bergoglio ordenó a los franciscanos, a través de sus emisarios de púrpura, que no llevaran la Medalla milagrosa, que borrasen el voto mariano, que no mencionaran más a san Maximiliano Kolbe.

Pero, como justamente afirma Blondet, hay luego una frase que suena -por decir lo menos- aterrorizante:
Hay otra cosa que a mí me hace entender porqué el demonio está tan enojado con todos vosotros: la Virgen. Hay algo que el demonio no tolera... no tolera la Virgen, no tolera y no tolera más esa palabra de vuestro nombre: Inmaculada, porque ha sido la única persona solamente humana en la cual él encontró siempre la puerta cerrada, desde el primer momento; él no [la] tolera.
El nexo de consecuencia que se deduce de las palabras del Obispo de Roma se nos escapa. O mejor: la única interpretación posible de estas palabras, a la luz de la disposiciones tomadas por él contra los Franciscanos de la Inmaculada, se encuentra sólo en la casuística de los exorcismos. No es raro, en efecto, que Satanás sea forzado por Dios a obedecer al exorcista, afirmando verdades que le repugnan y que revelan sus engaños.

No pensaba llegar a teorizar una enormidad semejante, pero me parece que puedan hipotetizarse sólo dos casos que justifiquen estas palabras: la posesión diabólica o una forma de bipolarismo, de patológico desdoblamiento de la personalidad.
Pensad el momento que ahora vivís como una persecución diabólica, pensadlo así...
Una persecución diabólica, sin dudas, pero de la que se confesó responsable y único mandante nada menos que el Pontífice Romano, el Vicario de Cristo, el Príncipe de los Apóstoles.

O acaso, con implicaciones menos desastrosas pero no por ello menos horripilantes, un usurpador elegido con la estafa de un Cónclave piloteado. Un usurpador que pretende obediencia ciega, pronta, absoluta, más allá de la razón y pisoteando la misma Fe. Un tirano que persigue a los buenos explotando su sentido de fidelidad a la Iglesia y que al mismo tiempo prostituye a la Iglesia con el mundo, adultera la enseñanza, pervierte la moral, conculca la espiritualidad y el impulso apostólico, humilla al Fundador.

Un tirano que pretende con arrogancia una obediencia delirante, incluso si tuviera que afirmar algo contra la evidencia. ¡Otra que parresía! Por otra parte, incluso la farsa del Sínodo sirvió a demostrar que la verdadera Relatio Synodi fue publicada por Scalfari después de la enésima llamada telefónica de Bergoglio.

Que sigan, pues, los mediadores buscando justificaciones a la obra de este personaje vestido de blanco. Yo encuentro extremadamente difícil, con toda la buena voluntad, no extraer las lógicas consecuencias de los actos infames de los que él cada día se hace responsable.

Que la Virgen Inmaculada, terribilis ut castrorum acies ordinata, ilumine las mentes entenebrecidas de los Prelados y les dé el coraje de oponerse a este Anticristo.

sábado, 31 de octubre de 2015

LA «IMPOTENCIA» DE DIOS SEGÚN FRANCISCO


por Alejandro Sosa Laprida


Desconcertantes palabras las de Francisco en su homilía del 29 de octubre en la Casa Santa Marta. Transcribo un extracto y lo cotejo luego con un pasaje del Evangelio de San Mateo :
« El don es el amor de Dios, un Dios que no puede separarse de nosotros. Esa es la impotencia de Dios. Nosotros decimos: ‘‘¡Dios es poderoso, lo puede todo!’’. Menos una cosa: ¡separarse de nosotros! En el Evangelio esa imagen de Jesús que llora sobre Jerusalén, nos hace comprender algo de este amor. ¡Jesús ha llorado! Ha llorado sobre Jerusalén y en ese llanto está toda la impotencia de Dios: su incapacidad de no amar, de no separarse de nosotros. […] El más malo, el más blasfemador es amado por Dios, con una ternura de padre, de papá. […] Dios llora por los malvados, que hacen tantas cosas feas, tanto mal a la humanidad. Espera, no condena, llora. ¿Por qué? ¡Porque ama!»

Un malhablado de temer, afable divulgador del gnosticismo
Desafortunadamente para Francisco, sus palabras no se condicen en absoluto con estas otras de Nuestro Señor:

« Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a la izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos habriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?". Y el Rey les responderá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo". Luego dirá a los de la izquierda: "Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis". » Estos, a su vez, le preguntarán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?". Y él les responderá: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo". Estos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. » (Mt. 25, 31-46)

Un « Dios » que « no puede separarse » de sus creaturas es necesariamente un « Dios » inmanente, un « Dios » conforme a la doctrina del monismo panteísta de la escuela gnóstica, el cual es, por naturaleza, « incapaz » de separarse de quienes no son sino emanaciones de su propia esencia, chispas de la substancia divina que retornarán a ella una vez que hayan tomado conciencia de su verdadera naturaleza, infinita y divina, a través del « conocimiento » gnóstico, cabalístico y luciferino : « Seréis como Dios » (Gn. 3, 5). Hay que abrir los ojos de una buena vez y reconocer este hecho innegable, por más tremendo y perturbador que pueda ser: Francisco no es cristiano, sino un panteísta y evolucionista en la línea de pensamiento de un Teilhard de Chardin…

Las siguientes citas nos permiten comprobar la veracidad de esta afirmación :
« Dios es luz que ilumina las tinieblas y que aunque no las disuelva hay una chispa de esa luz divina dentro de nosotros. En la carta que le escribí recuerdo haberle dicho que aunque nuestra especie termine, no terminará la luz de Dios que en ese punto invadirá todas las almas y será todo en todos. » (cf. p. 10: https://www.aciprensa.com/entrevistapapalarepubblica.pdf)
« Yo creo en Dios, no en un Dios católico; no existe un Dios católico, existe Dios. Y creo en Jesucristo, su Encarnación. Jesús es mi maestro, mi pastor, pero Dios, el Padre, Abba, es la luz y el Creador. Este es mi Ser. » (cf. p. 10: https://www.aciprensa.com/entrevistapapalarepubblica.pdf)
« [Dios] quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador» § 80
« El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal. » § 83
« Podemos decir que, ‘‘junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la Sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche’’. Prestando atención a esa manifestación, el ser humano aprende a reconocerse a sí mismo en la relación con las demás criaturas: ‘‘Yo me autoexpreso al expresar el mundo; yo exploro mi propia sacralidad al intentar descifrar la del mundo’’ ». § 85
« […] estamos llamados a ‘‘aceptar el mundo como sacramento de comunión […] Es nuestra humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta’’. » § 9
« Tenemos que reconocer que no siempre los cristianos hemos recogido y desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea. » § 216
« […] pero [las creaturas] avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador. » § 83
« […] todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. » § 89
«No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos. [ …] Todo está conectado. Por eso se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad. » § 91
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html

Para mayor información acerca de los desafueros consuetudinarios de Francisco :

http://in-exspectatione.blogspot.fr/2015/10/blasfemoglio-cronicas-de-un-impio.html

http://www.catolicosalerta.com.ar/magisterio-de-blasfemogoglio/cronicas-de-un-impio.pdf

« Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. » (Mt. 7, 15-29)

jueves, 29 de octubre de 2015

CARTA A LOS "CONSERVADORES" PERPLEJOS

Apelación vibrante y, a su vez, ponderado diagnóstico de una crisis que ni los peores agoreros hubieran previsto hace unas décadas. Describe con no huraño verismo las condiciones en las que hoy se desenvuelve esa piedad ausente de los templos mayores, de las parroquias.Y propone algo concreto. 

Publicado originalmente en Radio Spada, al pie del texto original puede leerse la lista de los adherentes. 


Nos dirigimos a vosotros, queridos interlocutores, ahora que ha llegado el final de este Sínodo, al tiempo que contemplamos el montón humeante de escombros de la doctrina católica sobre el matrimonio. De aquel imponente edificio sobre cuyos cimientos fue edificada durante siglos la civilización cristiana, no queda casi nada. Aligerado el divorcio, archivada la indisolubilidad, entronizada en el altar del derecho canónico la subjetividad más desenfrenada, de la antigua sacralidad de la nupcias católicas no quedan sino sombras confiadas a la buena voluntad individual y relativizadas por una pastoral que ha neutralizado la doctrina. Eso sí: todo se ha consumado con la exaltación simbólica de la doctrina pero empujándola por sus espaldas al fango de una falsa pastoral.

En esta coyuntura nos ha parecido necesario escribiros, no sin cierto temor, como se escribiría a un amigo a quien se ha dejado de frecuentar hace tiempo y con quien se ha perdido la familiaridad. Vosotros sois aquellos que han intentado en las últimas décadas "salvar lo salvable", eligiendo una y otra vez siempre un "mal menor" (que coincidía gradualmente y siempre más con el mal mayor); nosotros somos aquellos que han tratado de defender el Bien mayor, con nuestras limitaciones y con las consecuencias que esto implica.

Os escribimos desde nuestros sótanos oscuros, desde nuestros cobertizos convertidos en decorosísimas capillas, desde húmedas capillas privadas de provincia; os escribimos desde nuestros barrocos bajo-escaleras honrados por la celebración de la Misa católica, por la administración de los Sacramentos y por la enseñanza de la recta doctrina.

Os escribimos agradeciendo a Dios, que nos ha concedido la gracia y la fortuna favorable de recalar en estos pequeños espacios, en donde planeamos permanecer mucho más tiempo, y movidos por amistoso espíritu de benevolencia, a pesar de la dolorosa separación teológica que a menudo ha distinguido nuestro intercambio con vosotros.

Podríamos dirigirnos al pasado, reprochando vuestras pías ilusiones, vuestras cautelas, vuestras estudiadas prudencias, incluso, a veces, vuestro calculado desprecio hacia nosotros, pero no lo haremos: preferimos reconocer vuestro dolor sincero de hoy, la perplejidad respecto de la actual aceleración de la crisis de la Iglesia, la consternación frente a los dichos y a los hechos de Bergoglio y sus acólitos.

Aníbal no está a las puertas: se encuentra dentro de la ciudadela de Dios, Aníbal está entronizado en el castillo. Lo que os pedimos, entonces, es un acto de fe y luego, por supuesto, de coraje, y al mismo tiempo un acto de reconocimiento histórico del pasado en conformidad con una eficaz y coherente "hermenéutica de la discontinuidad". El "católico conservador" ha creído posible redimensionar el alcance revolucionario y subversivo del Concilio Vaticano II, se ha acunado con las ilusiones de la Nota Praevia, ha llorado con el Credo de Paulo VI, juró sobre la Humanae Vitae, aceptó la imposición universal del Novus Ordo, abandonando a menudo la Misa romana a la custodia de unos pocos -y libres. Cuando llegó Juan Pablo II alabó su anticomunismo restaurador, contentándose con que rigiera (al menos periodísticamente) sobre la moral, mientras la vergüenza del ecumenismo y de una eclesiología destartalada y bochinchera salpicaban de escándalos el Cuerpo Místico. Más aún, con Benedicto XVI el "católico conservador" creyó haber tenido ganada la partida, mientras los sutiles y modernistas sofismas del docto bavarés, como en una falsa restauración, insinuaban nuevas etapas del curso revolucionario.

Pensamos que la medicina de la Verdad no puede separarse de la benevolencia: por eso os escribimos hoy, pidiéndoos reflexionar sobre la realidad eclesial y que elijáis el camino angosto de la afirmación de la Verdad católica toda entera, sin simulaciones y sin alteraciones. Esta elección implica una separación, una dislocación de los católicos de hoy en pequeños grupos que se esfuercen y combatan para mantener un católico y vandeano "retorno al bosque", a la espera de poder volver a las iglesias hoy ocupadas por el culto del Hombre y de sus pasiones antes que por el Culto Divino.

¡Llegó la hora de dar el paso! ¡Llegó la hora de reconocer el árbol por sus frutos! ¡Llegó la hora de decir dónde está el problema: en el Concilio Vaticano II!

Nuestras energías están disponibles, el Buen Combate nos aguarda y nosotros os esperamos a nuestro lado.

Os damos las gracias por vuestra atención.

In Christo Rege et Maria Regina.