Roma se vio empapelada por pasquines que, como el salmista (88, 1) pero aplicándose a otro sujeto, cantan las misericordias de Bergoglio.
Textualmente: «¡eh, Pancho! Has comisariado Congregaciones, removido sacerdotes, decapitado la Orden de Malta y los Franciscanos de la Inmaculada, ignorado a Cardenales... Pero, ¿dónde está tu misericordia?»
sábado, 4 de febrero de 2017
martes, 17 de enero de 2017
LA EXPULSIÓN DEL PADRE JORGE
Cada tanto el periodismo adulón (y valga el pleonasmo) trae alguna anécdota de Bergoglio anterior a su satrapía en la Ciudad Eterna a los fines de reforzar la simpatía por este pontífice tan ajeno al protocolo. Para quienes se abstienen de imitar al avestruz en sus curiosos hábitos de soterrar la testa, comer vidrio o correr en zigzag, estas consejas terminan causando el efecto contrario al que se quiere inducir. Pero la Neoiglesia, así como suplantó altares por mesas playeras y devocionarios por libros de autoayuda, así también trocó fieles por ñandúes, logrando de esta manera que un Bergoglio se haga pasable y hasta grato al paladar. Lo había previsto un horrorizado Jeremías (5, 31): los profetas profetizan mentira, y los sacerdotes gobiernan según su antojo; y esto le gusta a mi pueblo.
Sacan a relucir el testimonio de un entrenador de fútbol, Alfio "Coco" Basile, que cuenta la ocasión en que echó a un ignoto cura del vestuario de San Lorenzo de Almagro momentos antes del inicio de un partido en el que debutaba al frente del equipo, hacia 1998. El meterete, según le fue entonces explicado al flamante entrenador, solía venir a conversar con los jugadores antes de echarse a rodar la pelota como para darles ánimo, lo que no obstó para éstos perdieran un partido tras otro hasta la contratación de Basile, quien no vaciló en su juicio sobre el clericalismo (con el resultado de la ulterior remontada deportiva). Fortuitamente y al cabo de unos años vino a conocer la identidad de aquel intruso.
Este género de desvelos pastorales de aquel que, a la sazón, ya era arzobispo de Buenos Aires (aunque gustara confundir humildemente su dignidad episcopal con la del último cura), fueron puestos en su sitio por uno que -a no dudarlo- no debía tener la menor noción de lo que San Pablo arguyó a Timoteo acerca de la calidad requerida a los príncipes de la Iglesia (I Tm 3,2): oportet episcopum irreprehensibilem esse, ni de aquel que Trento había definido como el más urgente entre los oficios episcopales: el de la predicación -que no el aliento al futbolista. Su ignorancia en la materia no impidió que reconociera que acá había una excrecencia, una sobra, toda una superfluidad ataviada en modestísimo clergyman, y que cumplía quitarla de en medio.
Nuestra pregunta, ya conocida la anécdota, es: ¿no hubo nadie, antes de la ordenación sacerdotal de Bergoglio, dispuesto a atender aquel otro consejo paulino (I Tm 5,22): «no impongas a nadie las manos sin la debida consideración»? ¿Nadie que advirtiera al papa polaco que este Judas no debía ser consagrado obispo ni creado cardenal? ¿Nadie que le urgiera al papa bávaro la suspensión a divinis de este auténtico tiburón de su propia diócesis, después de que se hizo patente y notorio que se hacía bendecir por los tele-protestantes, que vestía la kippah, que encubría a subordinados veraneantes con amigas en el Caribe merced a los fondos de Cáritas o que desmantelaban la histórica Casa de Ejercicios para quedarse con la renta de las monjas allí residentes? ¿Tan autodestructivo es el credo conciliar, que hace falta un Coco Basile para fulminar el apropiado anatema y la excomunión de esta persistente plaga?
Sacan a relucir el testimonio de un entrenador de fútbol, Alfio "Coco" Basile, que cuenta la ocasión en que echó a un ignoto cura del vestuario de San Lorenzo de Almagro momentos antes del inicio de un partido en el que debutaba al frente del equipo, hacia 1998. El meterete, según le fue entonces explicado al flamante entrenador, solía venir a conversar con los jugadores antes de echarse a rodar la pelota como para darles ánimo, lo que no obstó para éstos perdieran un partido tras otro hasta la contratación de Basile, quien no vaciló en su juicio sobre el clericalismo (con el resultado de la ulterior remontada deportiva). Fortuitamente y al cabo de unos años vino a conocer la identidad de aquel intruso.
Este género de desvelos pastorales de aquel que, a la sazón, ya era arzobispo de Buenos Aires (aunque gustara confundir humildemente su dignidad episcopal con la del último cura), fueron puestos en su sitio por uno que -a no dudarlo- no debía tener la menor noción de lo que San Pablo arguyó a Timoteo acerca de la calidad requerida a los príncipes de la Iglesia (I Tm 3,2): oportet episcopum irreprehensibilem esse, ni de aquel que Trento había definido como el más urgente entre los oficios episcopales: el de la predicación -que no el aliento al futbolista. Su ignorancia en la materia no impidió que reconociera que acá había una excrecencia, una sobra, toda una superfluidad ataviada en modestísimo clergyman, y que cumplía quitarla de en medio.
Nuestra pregunta, ya conocida la anécdota, es: ¿no hubo nadie, antes de la ordenación sacerdotal de Bergoglio, dispuesto a atender aquel otro consejo paulino (I Tm 5,22): «no impongas a nadie las manos sin la debida consideración»? ¿Nadie que advirtiera al papa polaco que este Judas no debía ser consagrado obispo ni creado cardenal? ¿Nadie que le urgiera al papa bávaro la suspensión a divinis de este auténtico tiburón de su propia diócesis, después de que se hizo patente y notorio que se hacía bendecir por los tele-protestantes, que vestía la kippah, que encubría a subordinados veraneantes con amigas en el Caribe merced a los fondos de Cáritas o que desmantelaban la histórica Casa de Ejercicios para quedarse con la renta de las monjas allí residentes? ¿Tan autodestructivo es el credo conciliar, que hace falta un Coco Basile para fulminar el apropiado anatema y la excomunión de esta persistente plaga?
jueves, 12 de enero de 2017
FÁTIMA Y NOSOTROS
Sabe Dios qué nos deparará este año de gracia de 2017 en el que cursarán aniversarios tan luctuosos como el de la ruptura protestante (1517) y la revolución bolchevique (1917) -el primero, próximo a ser festejado con pompa por la más alta Jerarquía de la Iglesia, que no se ruboriza de encomiar a Lutero como a «testigo del Evangelio»; el segundo, alabado al menos en sus premisas ideológicas y en sus retoños tardíos, con un Bergoglio que no se cansa de estrechar las tiránicas ensangrentadas manos de Fidel Castro y continuadores, a la par que vocea aquí y allá consignas impropias de un sucesor de Pedro, más bien aptas para agitadores de turbas y voceros de la lucha de clases. Promediando históricamente estas dos catástrofes, se recuerda la fecha de 1717 como correspondiente a la fundación de la Gran Logia de Londres, de tanta eficacia en la expansión del morbo moderno. [En todo caso, la pertenencia de unos cuantos mitrados a los cuadros de la masonería parece cosa ya connatural a la Iglesia al menos desde los tiempos de la difusión de la lista Pecorelli, que no inhibió a Juan Pablo II de hacer Secretario de Estado del Vaticano al cardenal Casaroli, uno de los nombres más rutilantes de la lista y tripunte encaramado en lo más alto de esa contra-jerarquía satánica.]
Que las apariciones marianas en Fátima -con los portentos incluso cósmicos concitados a su vera, y con la secuela de especulaciones esjatológicas ligadas a su saboteado mensaje- no gocen en los manuales de historia de la atención que sí se prodiga a aquellas otras dos vastas calamidades (no contamos la fundación de la masonería, cuyo secretismo la hace esquiva a la heurística historiográfica) no hace sino confirmar la profunda e irremontable discontinuidad de nuestros tiempos con las edades precedentes. En aquéllas, el testimonio profético (inclúyase provisoriamente a aquel que se tenía por tal en los pueblos ajenos a la órbita de la Revelación) resultaba celosamente recogido y guardado en la memoria de las generaciones, deduciéndose de ello -aparte de la debida atención que solía dársele a todo dato sobrenatural- una actitud ante la propia existencia y la del mundo que resulta, respecto de la nuestra, disímil hasta su misma raíz. Supremo realismo aquel, en todo caso, que tenía muy en cuenta todo cuanto de admirable viniera a irrumpir en el radio de los sentidos y la inteligencia, no dados aún a los hábitos de la crisálida. Ya lo dijo dom Guéranger, por lo demás, que el historiador cristiano que omitiera la alusión a los milagros dejaría de dar cuenta de toda una categoría de hechos (miraculi: los hechos ad-mirables, de aquí el realismo de reconocerlos) que entran en la historia como otras tantas causalidades eficientes. Covadonga explica los siete siglos de Reconquista.
Y aunque la lección no se dirige sólo a quienes ejercen el oficio de historiar, el Señor lo precisó al cabo de esa notable parábola (Lc 16. 31): si no atienden a Moisés y a los profetas, ni siquiera si resucitara un muerto creerían. Se ha dicho que el «milagro del sol» obrado en Fátima en la última de las apariciones de la Virgen, ante una asistencia de setenta mil o más testigos (varios de los cuales eran incrédulos hasta ese momento), ha sido el mayor de los portentos conocido en la historia de la Iglesia, exceptuada la resurrección de Jesús. Ni siquiera este milagro que tuvo por objeto al mayor de los cuerpos celestes (para no mentar el mucho más módico testimonio de los videntes, dos de los cuales muertos en plena niñez dando muestras de un grado heroico de conformidad con la voluntad de Dios) sirvió, al parecer, para torcer el rumbo declinante de la historia contemporánea en el sentido del arrepentimiento y la penitencia requeridos. Y las calamidades de la Segunda Guerra Mundial (anunciada por Nuestra Señora en aquella portuguesa sazón, cuando aún no había concluido la Primera) no hicieron sino prolongar indefinidamente el curso de la política mundial comenzado en los días de la Ilustración: esa absurda síntesis de agnosticismo metafísico y optimismo moral -fundado éste en meras corazonadas, en delirantes apriorismos- que, desde Rousseau y Kant, viene impregnando a la cosmovisión occidental hasta vaciarla completamente de sí misma para obsequio de los demonios que aguardan detrás de toda vacancia.
Ni la ley perenne, pues -no la mosaica, sino la natural, implícita en la evangélica-, ni la profecía, eminentísimo don capaz de inspirarle un sentido al devenir histórico, lanzando irresistiblemente al presente a la consecución de su culminación prevista: ningún género de monición, inmanente o trascendente a la conciencia, sirvió para que nuestros contemporáneos se hicieran dignos de alguna semejanza con aquellos ninivitas convertidos por la predicación de Jonás. Y eso que aquí -en la fundación misma de nuestra ya agonizante civilización- hay Alguien que es más que Jonás. Lo que nos obliga a concluir que el misterio de Fátima, el misterio desatendido y despreciado de Fátima, no es otro que el misterio de la paciencia de un Dios que permite que esta raza de prevaricadores complete la medida de sus iniquidades. De un Dios que concede a las tinieblas celebrar su aparente triunfo, como en el Gólgota, para que Su triunfo -que es el real, que es el que cuenta- se destaque con más fuerza, subitáneo e incontestable, asociando al mismo a sus fieles, derrotados según la lógica intrahistórica.
Fátima goza, en nuestros días de oscurantismo integral, de esa propiedad que la Escritura le atribuye a la profecía, el de ser aquella «antorcha que resplandece en lugar oscuro» (II Pe 1, 19). Nadie recurra, entonces, a la objeción fácil de que sólo estamos obligados a prestar asentimiento a las profecías canónicas: si las apariciones de la Virgen en Fátima fueron reconocidas oficialmente por la Iglesia ya desde varias décadas antes de su actual infestación modernista, y si éstas fueron acreditadas por un milagro en el que perfectamente podría reconocerse aquella «gran señal [que] apareció en el cielo» (Ap 12, 1), asociado inmediatamente a «una Mujer», ¿a qué recusarla, con sorna no exenta de snobismo, llamándola una «segunda Revelación» como en oposición a la de Cristo? Más bien cabría pensar que, análogamente a la función de la teología, que supone la reflexión y el desenvolvimiento de las verdades reveladas, o al modo de las definiciones dogmáticas posteriores a la muerte del último Apóstol, la misión profética de María viene a precisar -cuando más cerca están los hechos de su cumplimiento y más necesidad tienen los hombres de ser urgidos en su atención a los mismos- aquel desenlace que se palpita desde antiguo y que, según la visión del de Patmos, mantiene en vilo a los mártires en el seno mismo de la Gloria, preguntándose «¿hasta cuándo?». Se trata, en todo caso, de una especificación o aplicación de los datos proféticos revelados al caso que más les concierne -a su antitypon, presumiblemente próximo, y con razón. Del mismo modo, cuando en La Salette la Virgen advierte que «Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del Anticristo», no dice nada que no conste en la Escritura, sino que alumbra pasajes como II Tess 2,3, en los que consta que «el adversario [...] se levantará contra todo lo que se llama Dios o envuelve carácter religioso hasta llegar a sentarse en el santuario mismo de Dios», o aquel de Mt 24,15 que retoma el conocido pasaje de Daniel sobre «la abominación de la desolación en el lugar santo».
Sin dudas fue en atención a la historicidad de esta su criatura falible que quiso Dios que el tiempo -incluso el tiempo posterior a la Redención- se viera en ocasiones visitado por testigos celestiales, especialmente por su Santísima Madre. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo», y ésta vuelve a ser pronunciada como un eco toda vez que el Padre lo dispone, pues la auténtica profecía no puede sino repetir esta Palabra -a lo más con el timbre y el tono del profeta. Si bajo pretexto y escrúpulo de rigor canónico se rechazaran estas delicadas atenciones de lo Alto (insistimos, como es obvio, en el juicio de su autenticidad a cargo de la Iglesia), se incurriría, volens nolens, en una especie de angelismo como el de los protestantes, que niegan todo valor a la experiencia histórica de la Iglesia, pretendiendo repristinar los usos cristianos con total prescindencia del depósito adquirido a lo largo de los siglos bajo la guarda del Espíritu Santo. En veinte siglos no hubiera ocurrido nada, literalmente, digno de significación. El huir fuera el tiempo y de la historia, en todo caso, ha sido una nota típica del gnosticismo, que no de nuestra fe.
Valga lo mismo para la aversión al carácter dramático de nuestra existencia -del dasein, que le dicen. Es muy de sospechar que la parte escamoteada del Tercer Secreto haga alusión a la apostasía en masa de la Jerarquía y los fieles, empezando desde lo más alto. O a «una mala misa y un mal concilio», según presunta confesión de Ratzinger filtrada por su amigo el padre Dollingen, pronto y con apuro desmentida por algún vocero del Emérito, veraz o no. O al poder de Satanás sobre aquel que sería el último papa, según confidencia que le arrancaron entre balbuceos a Malachi Martin. O a todo esto junto, que al fin de cuentas se trata de piezas asaz concordes. Lo cierto es que un mismo y denso velo se ha venido extendiendo sobre esta dura advertencia mariana que nos fue birlada desde Juan XXIII con su célebre befa, en el discurso inaugural del Concilio, a los "profetas de desventuras" (alusión elíptica, si tanto, al aún ignoto mensaje, transcrito entonces por Lucía de Fátima de parte de la Virgen para su lectura y difusión pública de parte del papa) hasta un reciente sermón de Francisco en la fiesta de la Epifanía, en el que éste precisó, fiel a su estilo, que «la santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura», abundando que esa nostalgia «nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar [...] que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos», a despecho del «desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida». Es el siempre tintineante homenaje al ser como tránsito, al devenir como sustancia de todo lo real, expresado con la consabida vulgaridad periodística en la elección de esos pares de conceptos opuestos, con el grasiento plebeyismo de un zote al que el cargo le huelga por todos los flancos. Traduce, en definitiva, modelada la parla en los más estrechos clisés, la abominación intelectual sobre la que se funda el progresismo, que está llevando a la Iglesia y al mundo a «días como los de Noé» (Mt 24, 37) y que, en un insensato alarde de poderío, sigue echando tierra sobre aquellos malos agoreros que son los buenos cristianos.
Los papas conciliares olvidan que el Señor nos mandó guardarnos de los malos profetas, que no de los "profetas de desventuras", y que, en todo caso, ha sido precisamente el distintivo de los falsos profetas el anuncio halagüeño, la inmotivada previsión de días fastos -todo lo que constituye el objeto, en suma, del progresismo, que es un determinismo del «happy end», el mito del progreso indefinido. De acuerdo con esta lógica, debiera tenerse como el primero de los profetas de calamidades al propio Cristo Jesús quien, en una aparición a sor Lucía en el curso de una estadía en Rianjo, España, se lamentaba de que sus ministros demorasen la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, petición hecha por la Virgen en Fátima el 13 de junio de 1929. «Participa a Mis ministros que, en vista de que siguen el ejemplo del Rey de Francia en la dilación de la ejecución de mi petición, también lo han de seguir en la aflicción», le dijo, en alusión al desdén de Luis XIV y sus sucesores en consagrar el reino de Francia al Sagrado Corazón, según pedido del Señor que santa Margarita María Alacocque se había apresurado a llevar al rey.
A despecho de que Dios no se deja encorsetar por las cifras numéricas -cosa que olvidan los cabalistas y los pitagóricos-, y que para Él «mil años son como un día y un día como mil años», en indescifrable reversibilidad, no deja de ser sugestivo (a la par que apremiante, para nosotros, que nos aproximamos al centenario de las apariciones de Fátima) que la Revolución Francesa estallara a cien años justos de aquel pedido de consagración jamás consumado. Y que este demencial hecho político, que puede leerse como el suicidio de todo un pueblo y de una monarquía milenaria que regía a la nación entonces más opulenta de Occidente, y que señala el paso a una nueva edad histórica bajo el auspicio férreamente impuesto de la democracia (nombre que encubre el ejercicio orbital de la usura, que es la que gobierna a los gobiernos y, a la postre, el imperio del Leviatán, tal como Hobbes lo formulara con antelación), podría verse finalmente vencido, «aplastada su cabeza» por Aquella cuya transfixión nos mereció, en unión con la de su Hijo, todos aquellos bienes sobrenaturales inalcanzables para nuestras solas fuerzas, y que meta-históricamente podrían condensarse en Su Triunfo. No parece azaroso, en la economía salvífica de los tiempos, que el culto de ambos Corazones, siempre unidos en una sola voluntad, abra y cierre aquel período de acelerada apostasía de las naciones por cuya conclusión suspiramos.
No deja de llamar la atención la coincidencia del centenario de Fátima con la fecha que consigna la estigmatizada Teresa Neumann (†1962) como término de aquellos por ella llamados «tiempos de Caín», los dieciocho años que corren entre 1999 y 2017: «he visto derramarse sobre la tierra canastos llenos de serpientes que se arrastraban sobre las ciudades y los campos destruyéndolo todo [...] La ignorancia, el desprecio por la cultura, la violencia, el laxismo, el materialismo serán las patas del estrado sobre el cual se sentará la serpiente de las serpientes. Veréis entonces al asno dictar leyes al león. Veréis a los alumnos insultar a sus maestros; veréis la cultura quemada en la plaza pública en nombre de la cultura. Muchos leones tendrán el corazón del asno, y se dejarán inducir a engaño. He visto al mundo entregado a bestias horrendas, con la cabeza de asno y el cuerpo de serpiente. He visto la horrible masacre de los hombres piadosos y de los hombres de inteligencia», descripción que no desmerece una iota del panorama hoy en vigor, con un derecho procesal a menudo inspirado en Nüremberg y una pedagogía moderna que concluye en parejas insolencias, aparte de la reconocible nota de la falsificación de la cultura. Y aunque en tratando de los males del mundo podamos siempre retrotraernos hasta Adán, no puede negarse, sin hacer cuestión de cifras, que esos dieciocho años así previstos coinciden con el daño hoy precipitadamente extendido en todos los órdenes -con énfasis en el ataque denodado a la inocencia de los niños, la demolición completa de la familia, la «guerra de los sexos» y la promoción del feminismo radical, el terrorismo a gran escala, el exterminio del nombre cristiano en Medio Oriente -con decapitaciones colectivas filmadas y difundidas con fines propagandísticos-, la invasión musulmana de Europa favorecida por magnates sin escrúpulos y la apostasía completa de los clérigos, todo con la velocidad del huracán: motus in fine velocior.
Lo que sigue, en la visión de la mística alemana, parece un comentario a las siete redomas del Apocalipsis: «cuando la epidemia haya entonces contaminado cada hogar, será necesaria una purificación general. El agua tendrá que lavar cada grano de arena que cubre la tierra [...] He visto bajar del cielo una enorme cantidad de hojas secas, y sobre cada hoja una chispa de fuego. Un hombre que estaba a mi flanco gritó con gran voz: corred, porque llueve la pestilencia estelar. Muchos buscaron escapar, pero fueron igualmente alcanzados por estas hojas secas. Y cuando una de éstas tocaba la piel, se formaba una mancha negra, y de la mancha negra salía un chorro de sangre [...] He visto ríos enormes romper los diques, arrastrando cosas, hombres y caballos. He visto la tierra abrirse como una vieja herida, y de ésta brotar sangre marchita [...] He visto abrirse la tierra, aferrar casas y hombres y luego cerrarse».
Nosotros, a quienes la Providencia nos concede vivir en esta fecha, tendremos próxima ocasión de verificar o desmentir que en el año en curso estén por moverse los cimientos mismos del mundo y de la historia. Los avisos celestiales a este respecto pueden ser el signo de la amable condescendencia del Señor a quienes sufren los dolores de la Pasión de la Iglesia: un generoso refuerzo para la esperanza. Fátima, queda claro, con la visión del infierno ofrecida a los tres pastorcitos y con la invitación -heroicamente acogida por ellos- a sufrir en reparación por los pecados del mundo, es el gran enemigo de la Revolución intra y extraeclesial, la que persigue la divinización del hombre a sus propias expensas. Sobran los indicios en la Iglesia, en la política y en la naturaleza, de que un tiempo (¿el tiempo?) toca a su fin, y que éste no llegará sin convulsiones.
Y aunque la lección no se dirige sólo a quienes ejercen el oficio de historiar, el Señor lo precisó al cabo de esa notable parábola (Lc 16. 31): si no atienden a Moisés y a los profetas, ni siquiera si resucitara un muerto creerían. Se ha dicho que el «milagro del sol» obrado en Fátima en la última de las apariciones de la Virgen, ante una asistencia de setenta mil o más testigos (varios de los cuales eran incrédulos hasta ese momento), ha sido el mayor de los portentos conocido en la historia de la Iglesia, exceptuada la resurrección de Jesús. Ni siquiera este milagro que tuvo por objeto al mayor de los cuerpos celestes (para no mentar el mucho más módico testimonio de los videntes, dos de los cuales muertos en plena niñez dando muestras de un grado heroico de conformidad con la voluntad de Dios) sirvió, al parecer, para torcer el rumbo declinante de la historia contemporánea en el sentido del arrepentimiento y la penitencia requeridos. Y las calamidades de la Segunda Guerra Mundial (anunciada por Nuestra Señora en aquella portuguesa sazón, cuando aún no había concluido la Primera) no hicieron sino prolongar indefinidamente el curso de la política mundial comenzado en los días de la Ilustración: esa absurda síntesis de agnosticismo metafísico y optimismo moral -fundado éste en meras corazonadas, en delirantes apriorismos- que, desde Rousseau y Kant, viene impregnando a la cosmovisión occidental hasta vaciarla completamente de sí misma para obsequio de los demonios que aguardan detrás de toda vacancia.
Ni la ley perenne, pues -no la mosaica, sino la natural, implícita en la evangélica-, ni la profecía, eminentísimo don capaz de inspirarle un sentido al devenir histórico, lanzando irresistiblemente al presente a la consecución de su culminación prevista: ningún género de monición, inmanente o trascendente a la conciencia, sirvió para que nuestros contemporáneos se hicieran dignos de alguna semejanza con aquellos ninivitas convertidos por la predicación de Jonás. Y eso que aquí -en la fundación misma de nuestra ya agonizante civilización- hay Alguien que es más que Jonás. Lo que nos obliga a concluir que el misterio de Fátima, el misterio desatendido y despreciado de Fátima, no es otro que el misterio de la paciencia de un Dios que permite que esta raza de prevaricadores complete la medida de sus iniquidades. De un Dios que concede a las tinieblas celebrar su aparente triunfo, como en el Gólgota, para que Su triunfo -que es el real, que es el que cuenta- se destaque con más fuerza, subitáneo e incontestable, asociando al mismo a sus fieles, derrotados según la lógica intrahistórica.
Fátima goza, en nuestros días de oscurantismo integral, de esa propiedad que la Escritura le atribuye a la profecía, el de ser aquella «antorcha que resplandece en lugar oscuro» (II Pe 1, 19). Nadie recurra, entonces, a la objeción fácil de que sólo estamos obligados a prestar asentimiento a las profecías canónicas: si las apariciones de la Virgen en Fátima fueron reconocidas oficialmente por la Iglesia ya desde varias décadas antes de su actual infestación modernista, y si éstas fueron acreditadas por un milagro en el que perfectamente podría reconocerse aquella «gran señal [que] apareció en el cielo» (Ap 12, 1), asociado inmediatamente a «una Mujer», ¿a qué recusarla, con sorna no exenta de snobismo, llamándola una «segunda Revelación» como en oposición a la de Cristo? Más bien cabría pensar que, análogamente a la función de la teología, que supone la reflexión y el desenvolvimiento de las verdades reveladas, o al modo de las definiciones dogmáticas posteriores a la muerte del último Apóstol, la misión profética de María viene a precisar -cuando más cerca están los hechos de su cumplimiento y más necesidad tienen los hombres de ser urgidos en su atención a los mismos- aquel desenlace que se palpita desde antiguo y que, según la visión del de Patmos, mantiene en vilo a los mártires en el seno mismo de la Gloria, preguntándose «¿hasta cuándo?». Se trata, en todo caso, de una especificación o aplicación de los datos proféticos revelados al caso que más les concierne -a su antitypon, presumiblemente próximo, y con razón. Del mismo modo, cuando en La Salette la Virgen advierte que «Roma perderá la fe y se convertirá en la sede del Anticristo», no dice nada que no conste en la Escritura, sino que alumbra pasajes como II Tess 2,3, en los que consta que «el adversario [...] se levantará contra todo lo que se llama Dios o envuelve carácter religioso hasta llegar a sentarse en el santuario mismo de Dios», o aquel de Mt 24,15 que retoma el conocido pasaje de Daniel sobre «la abominación de la desolación en el lugar santo».
Sin dudas fue en atención a la historicidad de esta su criatura falible que quiso Dios que el tiempo -incluso el tiempo posterior a la Redención- se viera en ocasiones visitado por testigos celestiales, especialmente por su Santísima Madre. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo», y ésta vuelve a ser pronunciada como un eco toda vez que el Padre lo dispone, pues la auténtica profecía no puede sino repetir esta Palabra -a lo más con el timbre y el tono del profeta. Si bajo pretexto y escrúpulo de rigor canónico se rechazaran estas delicadas atenciones de lo Alto (insistimos, como es obvio, en el juicio de su autenticidad a cargo de la Iglesia), se incurriría, volens nolens, en una especie de angelismo como el de los protestantes, que niegan todo valor a la experiencia histórica de la Iglesia, pretendiendo repristinar los usos cristianos con total prescindencia del depósito adquirido a lo largo de los siglos bajo la guarda del Espíritu Santo. En veinte siglos no hubiera ocurrido nada, literalmente, digno de significación. El huir fuera el tiempo y de la historia, en todo caso, ha sido una nota típica del gnosticismo, que no de nuestra fe.
Valga lo mismo para la aversión al carácter dramático de nuestra existencia -del dasein, que le dicen. Es muy de sospechar que la parte escamoteada del Tercer Secreto haga alusión a la apostasía en masa de la Jerarquía y los fieles, empezando desde lo más alto. O a «una mala misa y un mal concilio», según presunta confesión de Ratzinger filtrada por su amigo el padre Dollingen, pronto y con apuro desmentida por algún vocero del Emérito, veraz o no. O al poder de Satanás sobre aquel que sería el último papa, según confidencia que le arrancaron entre balbuceos a Malachi Martin. O a todo esto junto, que al fin de cuentas se trata de piezas asaz concordes. Lo cierto es que un mismo y denso velo se ha venido extendiendo sobre esta dura advertencia mariana que nos fue birlada desde Juan XXIII con su célebre befa, en el discurso inaugural del Concilio, a los "profetas de desventuras" (alusión elíptica, si tanto, al aún ignoto mensaje, transcrito entonces por Lucía de Fátima de parte de la Virgen para su lectura y difusión pública de parte del papa) hasta un reciente sermón de Francisco en la fiesta de la Epifanía, en el que éste precisó, fiel a su estilo, que «la santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura», abundando que esa nostalgia «nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar [...] que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos», a despecho del «desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida». Es el siempre tintineante homenaje al ser como tránsito, al devenir como sustancia de todo lo real, expresado con la consabida vulgaridad periodística en la elección de esos pares de conceptos opuestos, con el grasiento plebeyismo de un zote al que el cargo le huelga por todos los flancos. Traduce, en definitiva, modelada la parla en los más estrechos clisés, la abominación intelectual sobre la que se funda el progresismo, que está llevando a la Iglesia y al mundo a «días como los de Noé» (Mt 24, 37) y que, en un insensato alarde de poderío, sigue echando tierra sobre aquellos malos agoreros que son los buenos cristianos.
Los papas conciliares olvidan que el Señor nos mandó guardarnos de los malos profetas, que no de los "profetas de desventuras", y que, en todo caso, ha sido precisamente el distintivo de los falsos profetas el anuncio halagüeño, la inmotivada previsión de días fastos -todo lo que constituye el objeto, en suma, del progresismo, que es un determinismo del «happy end», el mito del progreso indefinido. De acuerdo con esta lógica, debiera tenerse como el primero de los profetas de calamidades al propio Cristo Jesús quien, en una aparición a sor Lucía en el curso de una estadía en Rianjo, España, se lamentaba de que sus ministros demorasen la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, petición hecha por la Virgen en Fátima el 13 de junio de 1929. «Participa a Mis ministros que, en vista de que siguen el ejemplo del Rey de Francia en la dilación de la ejecución de mi petición, también lo han de seguir en la aflicción», le dijo, en alusión al desdén de Luis XIV y sus sucesores en consagrar el reino de Francia al Sagrado Corazón, según pedido del Señor que santa Margarita María Alacocque se había apresurado a llevar al rey.
A despecho de que Dios no se deja encorsetar por las cifras numéricas -cosa que olvidan los cabalistas y los pitagóricos-, y que para Él «mil años son como un día y un día como mil años», en indescifrable reversibilidad, no deja de ser sugestivo (a la par que apremiante, para nosotros, que nos aproximamos al centenario de las apariciones de Fátima) que la Revolución Francesa estallara a cien años justos de aquel pedido de consagración jamás consumado. Y que este demencial hecho político, que puede leerse como el suicidio de todo un pueblo y de una monarquía milenaria que regía a la nación entonces más opulenta de Occidente, y que señala el paso a una nueva edad histórica bajo el auspicio férreamente impuesto de la democracia (nombre que encubre el ejercicio orbital de la usura, que es la que gobierna a los gobiernos y, a la postre, el imperio del Leviatán, tal como Hobbes lo formulara con antelación), podría verse finalmente vencido, «aplastada su cabeza» por Aquella cuya transfixión nos mereció, en unión con la de su Hijo, todos aquellos bienes sobrenaturales inalcanzables para nuestras solas fuerzas, y que meta-históricamente podrían condensarse en Su Triunfo. No parece azaroso, en la economía salvífica de los tiempos, que el culto de ambos Corazones, siempre unidos en una sola voluntad, abra y cierre aquel período de acelerada apostasía de las naciones por cuya conclusión suspiramos.
No deja de llamar la atención la coincidencia del centenario de Fátima con la fecha que consigna la estigmatizada Teresa Neumann (†1962) como término de aquellos por ella llamados «tiempos de Caín», los dieciocho años que corren entre 1999 y 2017: «he visto derramarse sobre la tierra canastos llenos de serpientes que se arrastraban sobre las ciudades y los campos destruyéndolo todo [...] La ignorancia, el desprecio por la cultura, la violencia, el laxismo, el materialismo serán las patas del estrado sobre el cual se sentará la serpiente de las serpientes. Veréis entonces al asno dictar leyes al león. Veréis a los alumnos insultar a sus maestros; veréis la cultura quemada en la plaza pública en nombre de la cultura. Muchos leones tendrán el corazón del asno, y se dejarán inducir a engaño. He visto al mundo entregado a bestias horrendas, con la cabeza de asno y el cuerpo de serpiente. He visto la horrible masacre de los hombres piadosos y de los hombres de inteligencia», descripción que no desmerece una iota del panorama hoy en vigor, con un derecho procesal a menudo inspirado en Nüremberg y una pedagogía moderna que concluye en parejas insolencias, aparte de la reconocible nota de la falsificación de la cultura. Y aunque en tratando de los males del mundo podamos siempre retrotraernos hasta Adán, no puede negarse, sin hacer cuestión de cifras, que esos dieciocho años así previstos coinciden con el daño hoy precipitadamente extendido en todos los órdenes -con énfasis en el ataque denodado a la inocencia de los niños, la demolición completa de la familia, la «guerra de los sexos» y la promoción del feminismo radical, el terrorismo a gran escala, el exterminio del nombre cristiano en Medio Oriente -con decapitaciones colectivas filmadas y difundidas con fines propagandísticos-, la invasión musulmana de Europa favorecida por magnates sin escrúpulos y la apostasía completa de los clérigos, todo con la velocidad del huracán: motus in fine velocior.
Lo que sigue, en la visión de la mística alemana, parece un comentario a las siete redomas del Apocalipsis: «cuando la epidemia haya entonces contaminado cada hogar, será necesaria una purificación general. El agua tendrá que lavar cada grano de arena que cubre la tierra [...] He visto bajar del cielo una enorme cantidad de hojas secas, y sobre cada hoja una chispa de fuego. Un hombre que estaba a mi flanco gritó con gran voz: corred, porque llueve la pestilencia estelar. Muchos buscaron escapar, pero fueron igualmente alcanzados por estas hojas secas. Y cuando una de éstas tocaba la piel, se formaba una mancha negra, y de la mancha negra salía un chorro de sangre [...] He visto ríos enormes romper los diques, arrastrando cosas, hombres y caballos. He visto la tierra abrirse como una vieja herida, y de ésta brotar sangre marchita [...] He visto abrirse la tierra, aferrar casas y hombres y luego cerrarse».
Nosotros, a quienes la Providencia nos concede vivir en esta fecha, tendremos próxima ocasión de verificar o desmentir que en el año en curso estén por moverse los cimientos mismos del mundo y de la historia. Los avisos celestiales a este respecto pueden ser el signo de la amable condescendencia del Señor a quienes sufren los dolores de la Pasión de la Iglesia: un generoso refuerzo para la esperanza. Fátima, queda claro, con la visión del infierno ofrecida a los tres pastorcitos y con la invitación -heroicamente acogida por ellos- a sufrir en reparación por los pecados del mundo, es el gran enemigo de la Revolución intra y extraeclesial, la que persigue la divinización del hombre a sus propias expensas. Sobran los indicios en la Iglesia, en la política y en la naturaleza, de que un tiempo (¿el tiempo?) toca a su fin, y que éste no llegará sin convulsiones.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
HOMILÍA DEL SANTO PADRE EN LA FIESTA DE LOS SANTOS INOCENTES
Nota: publicada originalmente en el sitio oficial de la Santa Sede, esta homilía tuvo brevísima difusión, pronto censurada por el personal encargado de reformular los discursos de Francisco cuando éstos abundan en giros demasiado comprometedores para el sensus fidei.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos trae el recuerdo de un hecho luctuoso cuyas sombras se proyectan hasta nuestros tiempos. Recordamos a esos niños muertos por orden de Herodes, y no podemos dejar de pensar en los niños inocentes que, en pleno siglo XXI, siguen muriendo en los conflictos bélicos, o bien a causa del hambre. Vidas descartadas a raudales, cuya dignidad permanece desconocida a los ojos de los poderosos del mundo. Vidas cuyas muertes, en atención a las esperanzas ligadas a la dinámica evolutiva de la historia, nos apremian una consideración impostergable: ¿cómo es posible que todavía haya injusticias como las que sucedían hace dos mil años? Se debe respetar siempre las vidas, y más las de los niños ¡eh!
No es ésta, queridos hermanos y hermanas, la única pregunta que nos inspira la fiesta de los Santos Inocentes. Está también el problema del sufrimiento, esa piedra en la que no dejaremos nunca de tropezar, ¡válganos Dios!, en la misma medida en la que el Cielo nos siga resultando desconocido e indescifrable. Y nos preguntamos, tal vez: ¿por qué las madres de esos tiernos mártires debieron sufrir tan penosa prueba? No hay respuesta, hay un mudo y ofensivo silencio por respuesta: esto ya lo vengo repitiendo en cada oportunidad en que se me interroga por lo mismo. Pero yo os voy a confiar algo, queridos hermanos y hermanas, algo que siempre gravó los pensamientos y las esperanzas de este Papa, y que quizás sirva como aporte personal a estas cuestiones por siempre insolubles del dolor y de la muerte.
Vosotros sabéis que, nacido en Argentina, desciendo de linaje de piemonteses, un grupo étnico que se destacó en mi patria por su operosidad y por su morosa atención a las pequeñas finanzas domésticas, gente espoleada por el mandato implícito del «fare l'America», tan urticante éste que su sello sigue imprimiéndose eficazmente tres o cuatro generaciones después de haber descendido de los barcos. Fui perito químico en mi juventud; pude haber sido contador, dado mi afán congénito por medirlo todo. Pude ser agrimensor -también y por lo mismo- y sastre, pero acabé siendo jesuita. Hay en los de mi raza un cierto exceso de racionalidad, una insobornable atención a lo pequeño y mensurable, el mismo que los estudiosos dicen haber abundado en la antigua aldea palestina de Kerioth, cuna de un hombre memorable. Y nosotros, los que heredamos esa complexión, no podemos pagarnos de misterios porque sí no más. El sufrimiento es suficientemente tangible y empírico; su oposición a la dicha terrenal pertenece al orden de las primeras evidencias, por encima de las cuales no es menester remontarse demasiado. El sufrimiento, pues, debe ser rechazado, anatematizado, arrancado de la tierra de los hombres: eso es todo. Hablar del "misterio del sufrimiento" es una ofensa a los que padecen, es invocar el absurdo. ¡Ah, cuánta tirria me provocan esos aprendices del misterio, esos que suponen la realidad velada y susceptible de explicaciones definitivas, los especialistas del Logos y los que tienen siempre una respuesta para todo!
Pero volvamos a los Santos Inocentes. Vosotros sabéis que algunos toman ocasión de esta matanza para referirla como por anticipación a la práctica del aborto, hoy tan extendida. Cuando se me pone a prueba sobre el particular, a ver qué pienso, los desairo según mi estilo: no podemos seguir insistiendo en temas como el aborto. Punto. Ya llegará ocasión de decir lo contrario o poco menos. Y os digo algo más sobre los Santos Inocentes: Dios ha sido injusto con estos niños. Si, según el parecer de más de uno, bastaba una sola gota de la sangre de su Hijo para alcanzar el rescate de la humanidad caída, ¿por qué no permitió Dios que la Redención se realizara muriendo Jesús en esta sazón, como un héroe anónimo, compartiendo destino con esos desdichados «hijos de Raquel» decapitados por orden del rey? ¿Por qué debía sobrevivir a este atentado en el que murieron otros por él, y llegar así a la edad de predicar una doctrina tan exigente para nuestras facultades, si bastaba que Dios lo tronchara en germen y que, sin pronunciar palabra que pudiera comprometernos, nos diera el pasaporte a la bienaventuranza prescindiendo de nuestra odiosa libertad? ¿Por qué puso tantos requisitos? Dios sería más bueno si no nos pidiera nada a cambio, si nos concediera el honor de ser autómatas o marionetas suyas.
Y no digo nada del pobrecito de Herodes, que al fin de cuentas vio amenazado su poder y esto sembró el pánico en su alma. Sin su colaboración, que fue necesaria como la de Judas en la obra de la Redención, no habría Santos Inocentes a cuya oración encomendarse: esto solo lo hace digno de veneración. Porque convengamos, queridos hermanos y hermanas, que el elenco de los santos canonizados podría ampliarse indefinidamente hasta abarcar la totalidad de la humanidad. Las distinciones, las jerarquías, la dualidad de destinos prevista por Dios, incluso eso que llaman "amor de predilección": todo esto resulta un agravio para nuestra especie. Si todo esto se sigue, como consecuencia ineludible, de la soberanía única del Creador, tendremos que repetir con ese gran teólogo que es el cardenal Kasper que «un Dios entronizado sobre el mundo y la historia como un ser inmutable es una ofensa al hombre. Debemos negarlo por el bien del hombre, porque reclama para sí una dignidad y un honor que pertenecen por derecho propio al hombre». Lo mismo dígase del escándalo de la Cruz, del que mi querido predecesor -el primer papa jubilado- supuso que «representa a un Dios cuya justicia inexorable ha reclamado un sacrificio humano, cual es el de su propio hijo. Ante lo que no cabe sino apartarse con horror de una justicia cuya sombría cólera resta toda credibilidad al mensaje del amor».
Los Santos Inocentes nos recuerdan, al fin, la inanidad de todo sacrificio. Nosotros aspiramos a ese reino custodiado por un ángel y su espada de fuego, ni más ni menos, y hacemos votos para que la técnica humana llegue a doblegar la resistencia angélica y cierre la trayectoria de la historia con la glorificación del hombre. Nadie traiga el ejemplo de Job, tan paciente él ante las penas. Es más religioso el hombre que, abrumado por los infortunios, se hace digno de soltar una blasfemia que aquel duro de corazón que soporta todo, como dicen, "por amor de Dios". El sufrimiento no es para nosotros.
Muchas gracias.
(El pontífice se retira aplaudido. Se oye roznar entre los feligreses)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos trae el recuerdo de un hecho luctuoso cuyas sombras se proyectan hasta nuestros tiempos. Recordamos a esos niños muertos por orden de Herodes, y no podemos dejar de pensar en los niños inocentes que, en pleno siglo XXI, siguen muriendo en los conflictos bélicos, o bien a causa del hambre. Vidas descartadas a raudales, cuya dignidad permanece desconocida a los ojos de los poderosos del mundo. Vidas cuyas muertes, en atención a las esperanzas ligadas a la dinámica evolutiva de la historia, nos apremian una consideración impostergable: ¿cómo es posible que todavía haya injusticias como las que sucedían hace dos mil años? Se debe respetar siempre las vidas, y más las de los niños ¡eh!
No es ésta, queridos hermanos y hermanas, la única pregunta que nos inspira la fiesta de los Santos Inocentes. Está también el problema del sufrimiento, esa piedra en la que no dejaremos nunca de tropezar, ¡válganos Dios!, en la misma medida en la que el Cielo nos siga resultando desconocido e indescifrable. Y nos preguntamos, tal vez: ¿por qué las madres de esos tiernos mártires debieron sufrir tan penosa prueba? No hay respuesta, hay un mudo y ofensivo silencio por respuesta: esto ya lo vengo repitiendo en cada oportunidad en que se me interroga por lo mismo. Pero yo os voy a confiar algo, queridos hermanos y hermanas, algo que siempre gravó los pensamientos y las esperanzas de este Papa, y que quizás sirva como aporte personal a estas cuestiones por siempre insolubles del dolor y de la muerte.
Vosotros sabéis que, nacido en Argentina, desciendo de linaje de piemonteses, un grupo étnico que se destacó en mi patria por su operosidad y por su morosa atención a las pequeñas finanzas domésticas, gente espoleada por el mandato implícito del «fare l'America», tan urticante éste que su sello sigue imprimiéndose eficazmente tres o cuatro generaciones después de haber descendido de los barcos. Fui perito químico en mi juventud; pude haber sido contador, dado mi afán congénito por medirlo todo. Pude ser agrimensor -también y por lo mismo- y sastre, pero acabé siendo jesuita. Hay en los de mi raza un cierto exceso de racionalidad, una insobornable atención a lo pequeño y mensurable, el mismo que los estudiosos dicen haber abundado en la antigua aldea palestina de Kerioth, cuna de un hombre memorable. Y nosotros, los que heredamos esa complexión, no podemos pagarnos de misterios porque sí no más. El sufrimiento es suficientemente tangible y empírico; su oposición a la dicha terrenal pertenece al orden de las primeras evidencias, por encima de las cuales no es menester remontarse demasiado. El sufrimiento, pues, debe ser rechazado, anatematizado, arrancado de la tierra de los hombres: eso es todo. Hablar del "misterio del sufrimiento" es una ofensa a los que padecen, es invocar el absurdo. ¡Ah, cuánta tirria me provocan esos aprendices del misterio, esos que suponen la realidad velada y susceptible de explicaciones definitivas, los especialistas del Logos y los que tienen siempre una respuesta para todo!
Pero volvamos a los Santos Inocentes. Vosotros sabéis que algunos toman ocasión de esta matanza para referirla como por anticipación a la práctica del aborto, hoy tan extendida. Cuando se me pone a prueba sobre el particular, a ver qué pienso, los desairo según mi estilo: no podemos seguir insistiendo en temas como el aborto. Punto. Ya llegará ocasión de decir lo contrario o poco menos. Y os digo algo más sobre los Santos Inocentes: Dios ha sido injusto con estos niños. Si, según el parecer de más de uno, bastaba una sola gota de la sangre de su Hijo para alcanzar el rescate de la humanidad caída, ¿por qué no permitió Dios que la Redención se realizara muriendo Jesús en esta sazón, como un héroe anónimo, compartiendo destino con esos desdichados «hijos de Raquel» decapitados por orden del rey? ¿Por qué debía sobrevivir a este atentado en el que murieron otros por él, y llegar así a la edad de predicar una doctrina tan exigente para nuestras facultades, si bastaba que Dios lo tronchara en germen y que, sin pronunciar palabra que pudiera comprometernos, nos diera el pasaporte a la bienaventuranza prescindiendo de nuestra odiosa libertad? ¿Por qué puso tantos requisitos? Dios sería más bueno si no nos pidiera nada a cambio, si nos concediera el honor de ser autómatas o marionetas suyas.
Y no digo nada del pobrecito de Herodes, que al fin de cuentas vio amenazado su poder y esto sembró el pánico en su alma. Sin su colaboración, que fue necesaria como la de Judas en la obra de la Redención, no habría Santos Inocentes a cuya oración encomendarse: esto solo lo hace digno de veneración. Porque convengamos, queridos hermanos y hermanas, que el elenco de los santos canonizados podría ampliarse indefinidamente hasta abarcar la totalidad de la humanidad. Las distinciones, las jerarquías, la dualidad de destinos prevista por Dios, incluso eso que llaman "amor de predilección": todo esto resulta un agravio para nuestra especie. Si todo esto se sigue, como consecuencia ineludible, de la soberanía única del Creador, tendremos que repetir con ese gran teólogo que es el cardenal Kasper que «un Dios entronizado sobre el mundo y la historia como un ser inmutable es una ofensa al hombre. Debemos negarlo por el bien del hombre, porque reclama para sí una dignidad y un honor que pertenecen por derecho propio al hombre». Lo mismo dígase del escándalo de la Cruz, del que mi querido predecesor -el primer papa jubilado- supuso que «representa a un Dios cuya justicia inexorable ha reclamado un sacrificio humano, cual es el de su propio hijo. Ante lo que no cabe sino apartarse con horror de una justicia cuya sombría cólera resta toda credibilidad al mensaje del amor».
Los Santos Inocentes nos recuerdan, al fin, la inanidad de todo sacrificio. Nosotros aspiramos a ese reino custodiado por un ángel y su espada de fuego, ni más ni menos, y hacemos votos para que la técnica humana llegue a doblegar la resistencia angélica y cierre la trayectoria de la historia con la glorificación del hombre. Nadie traiga el ejemplo de Job, tan paciente él ante las penas. Es más religioso el hombre que, abrumado por los infortunios, se hace digno de soltar una blasfemia que aquel duro de corazón que soporta todo, como dicen, "por amor de Dios". El sufrimiento no es para nosotros.
Muchas gracias.
(El pontífice se retira aplaudido. Se oye roznar entre los feligreses)
martes, 27 de diciembre de 2016
LA SORDERA Y LA CEGUERA DEL IMPÍO
El dolor, el sufrimiento, la muerte. No es fácil, creedme, hablar de temas tan elevados sin ser invadidos por un temor reverencial. Y compulsar la Sagrada Escritura, los escritos de los Santos Padres, los documentos del Magisterio, las fuentes litúrgicas demuestra que es precisamente en el misterio del sufrimiento humano que nuestra religión se muestra en toda su inefable perfección, y se erige como la única respuesta creíble a nuestras preguntas. Pues Cristo ha cumplido la obra de la Redención a través de la Pasión y la Muerte, haciendo del dolor instrumento de salvación y de rescate, pero también motivo de esperanza.
El sentido del sufrimiento humano es un compendio de nuestro Credo, porque en el sufrimiento se cumplió el nacimiento, la vida y la muerte de Aquel que, encarnándose en el seno de la Virgen María, derrotó a la muerte del cuerpo, pero más aún la muerte del alma.
Pero justamente porque el sufrimiento está íntimamente ligado a los misterios de nuestra fe -la Santísima Trinidad, la Encarnación, la Pasión, la Resurrección-, no es posible dar una respuesta a la espontánea pregunta del hombre sin involucrar todas las verdades de la Fe, ya que todos los dogmas -incluso los que pueden parecer más marginales- expresan su razón propia y su necesidad. Negar sólo uno de los dogmas de nuestra fe supone socavar todo el edificio católico, pero aun antes supone profanar aquel corpus orgánico perfectísimo que la infinita Sabiduría de Dios ha colocado como único instrumento de salvación eterna para el hombre corrompido por el pecado. Significa, en última instancia, negar cuanto nuestro Señor nos enseñó no para instruirnos intelectualmente sino para permitirnos -aunque indignos de ello- restaurar el orden admirable que por nuestra culpa hemos roto en Adán. Significa atentar contra el mismo Cristo, siendo Él mismo la Verdad, el Verbo eterno del Padre.
Las religiones falsas -y con ellas las sectas heréticas- son intrínsecamente malvadas y odiosas a los ojos de Dios justamente porque corrompen y vuelven instrumento de condenación eterna incluso lo que en ellas puede haber de verdadero, del mismo modo como un veneno emponzoña el agua en el que se diluye. Así el concepto del Dios único, cuando legitima la idolatría islámica o la perfidia judía negando la Santísima Trinidad; así la unicidad del Divino Mediador, cuando es tomada por los luteranos como pretexto para negar la mediación de la Iglesia o de la Virgen Santísima; así la veneración hacia las antiguas comunidades apostólicas entre los heterodoxos de Oriente, cuando se utiliza para negar el primado del Príncipe de los Apóstoles y de la Iglesia de Roma, o la infalibilidad del Vicario de Cristo. He aquí porqué el verdadero celo cristiano,0 en el trato con los adeptos de las supersticiones o de las idolatrías, o con los seguidores de la herejía y el cisma, no puede buscar lo que une al Santo con el errante, sino por el contrario lo que separa a este último de la Verdad, que es única y no fragmentada. Que no admite jerarquías entre lo que es más verdadero que otra verdad. La Verdad es tal en su integridad: sustraerle incluso una parte infinitesimal es imposible, ya que la Verdad es divina, ya que ella es Dios mismo, y en Dios todo es divino e igualmente adorable.
Hablar del dolor y de la muerte implica en primer lugar hablar del pecado original. Supone explicar que la falta cometida por Adán fue transmitida a toda la humanidad, y que esta culpa fue infinita porque Dios es infinito, ofendido por el pecado del Protopariente. Hablar del dolor y de la muerte implica aceptar que hay una Justicia divina que exige reparación, y que a la infinita Majestad de Dios ofendida por Adán tenía que corresponderle una reparación infinita, posible sólo de parte de Aquel que, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, podía llevar a cabo un sacrificio infinitamente reparador en nombre de cada hombre. Hablar del dolor y de la muerte implica admitir la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que Lucifer no quiso comprender cegado por el orgullo. Significa aceptar que la muerte, la enfermedad, el sufrimiento, la ignorancia son el justo castigo por un crimen que en Adán todos hemos cometido. Significa creer que Jesucristo dio pruebas, con sus milagros, de ser verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías que los profetas habían anunciado. Significa comprender el sacrificio de Cristo en la Cruz, que no sólo ha redimido la culpa de Adán sino cada pecado de cada hombre, desde Adán hasta el fin del mundo. Hablar del dolor y de la muerte implica acoger el Bautismo no como la admisión a una comunidad, sino como el baño que en la Sangre del Cordero nos purifica del pecado original y nos hace dignos de ser hijos de Dios; implica aceptar la Confesión como un Sacramento que, por los méritos infinitos de Cristo, nos hace nuevamente dignos de merecer el cielo y, en esta tierra, de recibir el Cuerpo del Señor; implica acoger el inefable misterio de la Santísima Eucaristía, que hace al Rey de Reyes presente en nuestros altares para renovar de manera incruenta su Sacrificio, por el ministerio de los Sacerdotes, cumpliendo de manera perfecta un acto de adoración, de acción de gracias, de expiación y de súplica a la Divina Majestad a través del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo; implica acoger todos los Sacramentos como vehículos de la Gracia divina. Hablar del dolor y de la muerte obliga a reconocerse parte de la Comunión de los Santos; nos insta a creer en la necesidad de los Sufragios, en el tesoro de las Santas Indulgencias, en la intercesión de la Virgen y de todos los santos, y por consiguiente en el deber de rendirles culto de veneración. Supone prestar fe y obsequio a la palabra de la Iglesia, que en los Sucesores de Pedro está llamada a salvaguardar infaliblemente y sin defecto la enseñanza de Cristo, patente en la Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición. Hablar del dolor y de la muerte supone también creer en el Juicio particular y en el universal, en la pena eterna del Infierno, en la bienaventuranza eterna del Paraíso, en la purificación transitoria del Purgatorio, en la condición de las almas incapaces de vida sobrenatural confinadas en el limbo, y por ello en la necesidad del Bautismo como medio de salvación eterna, por lo que la Iglesia está llamada a predicar a todas las naciones y a bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Hablar del dolor y de la muerte nos lleva a entender la necesidad de someter el intelecto a Dios revelante, en el acto de Fe; a confiar que el Señor nos concede los medios para mantenernos en Su Gracia, en el acto de Esperanza; a amar a Dios y al prójimo por amor de Dios, en el acto de Caridad. A practicar la virtud, a rehuir el vicio, a tender a la perfección. A unirnos, miserables tal como lo somos, a la Cruz de Cristo, dando precisamente un sentido al dolor y a la muerte, aceptando a ésta y a aquél en reparación por nuestros pecados, y por nuestros seres queridos, y por los pecadores, y por los difuntos.
Y esta fe es capaz de ser sondeada tanto por la inteligencia del sabio como por el sensus fidei del simple, ya que ambos saben que Dios no puede engañarnos. Esta fe está animada por el Santo Temor de Dios, para que no presumamos salvarnos sin méritos ni desesperemos de la salvación eterna.
El sordo no oye, y no sabe lo que son los ruidos, los sonidos, la música. No puede comprenderlos. El ciego no ve, y no sabe lo que son los colores, no puede imaginarse la luz ni los matices de un crepúsculo. Del mismo modo, en las cuestiones espirituales hay sordos y ciegos: no entienden y no pueden imaginar la armonía de la Verdad, su relación íntima con la Caridad -ya que ambos son atributos divinos- y no pueden captar los matices delicadísimos de la Gracia. A éstos, auténticos desventurados, la Redención obrada por Cristo y perpetuada a través de los siglos por su Iglesia les entreabre los ojos, les abre los oídos y los restaura admirablemente en la antigua perfección, añadiendo algo que la Creación no les había dado: los infinitos méritos de Nuestro Salvador, conquistados en el madero de la Cruz.
Pero también hay sordos que no quieren oír y ciegos que no quieren ver, porque el orgullo luciferino los vuelve tales, y les impide inclinarse, doblar sus rodillas, invocar: ¡Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí! Éstos frustran el Sacrificio de Cristo, y al pecado original y a sus pecados personales añaden también el desprecio de Dios que, sumamente Misericordioso, en el dolor y en la muerte de su Hijo ha aplacado su ira.
Estos sordos y ciegos no quieren aceptar que el dolor y la muerte, justo castigo por el pecado, se han convertido en Cristo en instrumento de salvación eterna. No tienen respuestas. No quieren tenerlas, y a su vez no saben darlas.
Es por eso que lo que leemos con horror -a saber: que Dios ha sido injusto, ya que mandó a morir a su Hijo- es una blasfemia. Y es tanto más grave cuanto que, lejos de dar un sentido al sufrimiento, y más aún el de los inocentes -que, uniéndose espiritualmente al Cristo sufriente, pueden penetrar en el Cielo e invocar gracias para la Iglesia- los escandaliza, vuelve estéril su dolor, frustra su pequeño o gran sacrificio, y ultraja de nuevo, en los pequeños, al mismo Cristo. Se atreve a acusar a Dios Padre de ser injusto -¡es para temblar de horror!- siendo que la Cruz de Cristo es el acto de suprema Justicia, y al mismo tiempo de infinita Misericordia, de los cuales sólo Dios es capaz.
Frente a este abismo de ceguera y sordera espiritual, nuestro corazón no sólo se indigna sino que se quiebra de dolor. Porque vemos una distancia insalvable, un negro abismo que se abre ante el infierno. Ninguna esperanza, ninguna respuesta. Un silencio oscuro y sombrío. Una desesperación honda que esconde, detrás de la presunción de salvarse sin mérito, un pecado que clama venganza ante Dios, una culpa que ni siquiera Dios puede perdonar. El pecado de Lucifer.
martes, 13 de diciembre de 2016
FRANCISCO, COMUNISTA Y EXCOMULGADO
« Francisco », el actual ocupante del Trono de San Pedro y supuesto Vicario de Cristo, concedió una nueva entrevista el 7 de noviembre pasado a su confidente y portavoz oficioso, el periodista italiano laicista y abortista Eugenio Scalfari, el cual fue publicado, como de costumbre, en el cotidiano izquierdista La Repubblica[1], del cual Scalfari fue uno de los fundadores y el primer director. Uno ya ha perdido la cuenta de los reportajes, entrevistas y conferencias de prensa en los que « Francisco » ha sembrado el caos y la confusión entre los católicos con su pseudo magisterio mediático, y la verdad es que no le quedan ya a uno ni ganas ni energía para continuar analizándolos y denunciándolos públicamente.
Y
esto, por dos motivos principales. En primer lugar, porque se trata sin cesar
del mismo discurso naturalista archiconocido que busca transformar el
catolicismo en una ONG laica y derecho-humanista en conformidad con el objetivo
de la masonería. En segundo lugar, porque uno supone que quien todavía no haya
abierto los ojos, tras casi cuatro años de aberraciones bergoglianas al por
mayor, difícilmente lo hará por leer una enésima crítica de su enésima
entrevista. Si, a pesar de esto, me he decidido a hacerlo, es porque en ésta
queda establecida sin atenuantes la adhesión de Bergoglio al ideal socialista,
por la cual incurre en la excomunión automática -latae sententiae- según declara el decreto de la Congregación del Santo Oficio del 1 de
julio de 1949, que citaré más abajo, luego de las palabras de Bergoglio
afirmando que « son los comunistas
los que piensan como los cristianos »…[2]
A continuación transcribo una parte de la entrevista:
Scalfari: Santidad -le
pregunté- ¿qué opina de Donald Trump?
Francisco: « Yo
no opino sobre las personas ni los políticos, sólo quiero entender qué
sufrimientos provocan con su manera de actuar a los pobres y excluidos. »
Amigo de los enemigos de
Cristo y de la Iglesia,
Francisco sostiene públicamente al tirano comunista Fidel
Castro
« Francisco » pretende no
opinar sobre los políticos pero, de hecho, los condena de manera tajante por,
supuestamente, provocar sufrimiento en « los pobres y los
excluídos ». Querer preservar la identidad de un país y cuestionar la doxa
multiculturalista e inmigracionista dominante, es objeto del inmisericorde escarnio
bergogliano, mientras que reivindicar desvergonzadamente la contranatura, es merecedor de un indulgente y complaciente« ¿quién soy yo para juzgar? ».
Recordemos,a este respecto,sus palabras sobre Donald Trump en la conferencia de
prensa aérea luego de su visita a México: « Una
persona que sólo piensa en hacer muros, sea donde sea, y no construir puentes,
no es cristiano[3]. »
No nos detengamos, en aras de la
brevedad, en el aspecto desopilante del Mandamiento
Nuevo bergogliano (« construir puentes y derribar muros »),
completamente ajeno tanto a la revelación divina como a la doctrina y a la
práctica bimilenarias de la Iglesia, sino en el grado de enjuiciamiento y de
condena inapelables que pronuncia contra aquellos que se oponen a las
invasiones migratorias en sus países respectivos, a los que recusa, lisa y
llanamente, el título de cristianos. Es verdad que, para Bergoglio, el
mundialismo inmigracionista, multiculturalista y ecologista es más importante
que los mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de la Iglesia, sin duda insuficientemente
« misericordiosos » e « inclusivos »…
Scalfari: ¿Cuál es pues, en este
momento tan difícil, su principal
preocupación?
Francisco: « Los
refugiados y los inmigrantes. Sólo una pequeña parte son cristianos, pero esto
no cambia la situación en lo que a nosotros respecta. Sus sufrimientos y sus
angustias. Las causas son muchas y hacemos todo lo posible para eliminarlas.
Desgraciadamente, con frecuencia se trata de medidas rechazadas por la gente
que tiene miedo a perder el trabajo o a que disminuya su salario. El dinero
está en contra de los pobres, y además en contra de los inmigrantes y los
refugiados, pero también están los pobres de los países ricos, que temen que se
acoja a sus similares provenientes de los países pobres. Es un círculo vicioso
que hay que detener. Hay que derribar los muros que dividen: intentar aumentar
el bienestar y hacer que sea más difundido, pero para lograr esto necesitamos
derribar esos muros y construir puentes que permitan disminuir las
desigualdades y aumentar la libertad y los derechos. Más derechos y mayor
libertad. »
Resulta
pues que, en un mundo totalmente descristianizado, en el que la violación de la
ley de Dios se ha vuelto la norma (aborto, « matrimonio » homosexual,
adopción « homoparental », pornografía, divorcio, contracepción,
eutanasia, ateísmo e indiferentismo religioso masivos, « educación »
sexual en las escuelas y un larguísimo etc.), lo que más preocupa a
« Francisco » es que las corrientes migratorias de masa hacia los
países occidentales no sea interrumpida ni detenida, en perfecta consonancia
con los designios mundialistas y multiculturalistas de las Naciones Unidas. Los calificativos de « grotesco » y
« absurdo » se quedan cortos, ya que nadie ofende a Dios ni se
condena por buscar regular, y en caso de necesidad, por impedir, el flujo
migratorio hacia su país, lo que sí es el caso de las aberraciones morales arriba
mencionadas…
Según
Bergoglio, entonces, lo más importante es aumentar y difundir el
« bienestar », « derribar muros y construir puentes »,
fomentar indefinidamente la consecución de nuevos « derechos » y
« libertades » que satisfagan los reclamos caprichosos y las
reivindicaciones interminables de una sociedad apóstata e inmoral que no busca
sino satisfacer sus bajos instintos y sus pulsiones más perversas de manera
ilimitada y, sobre todo, que puedan hacerlo con total impunidad y tranquilidad
de conciencia…
Scalfari: Le pregunté al papa
Francisco si tarde o temprano se acabarían las causas que obligan a las
personas a emigrar. Es difícil comprender por qué un hombre, una familia, y
comunidades y pueblos enteros quieren abandonar su tierra, los lugares donde
nacieron, su idioma.- Usted, Santidad, a través de los puentes que se
construirán facilitará el reagrupamiento de los desesperados, pero las
desigualdades nacen en los países ricos. Hay leyes que tienden a disminuir
esto, pero no tienen mucho efecto. ¿Nunca va a terminar este fenómeno?
Francisco: « Usted
ha escrito y hablado a menudo sobre este problema. Uno de los fenómenos que las
desigualdades fomentan es el movimiento de muchos pueblos de un país a otro, de
un continente a otro. Después de dos, tres, cuatro generaciones, esos pueblos
se integran y su diversidad tiende a desaparecer del todo. »
Scalfari: Yo lo llamo un mestizaje
universal, en el sentido positivo del término.
Francisco: « Muy
bien, es la palabra correcta. No sé si será universal, pero será más
generalizado que hoy en día. Lo que queremos es luchar contra las
desigualdades, este es el mayor mal que existe en el mundo. El dinero es lo que
las crea y lo que está en contra de las medidas que tienden a nivelar el
bienestar y favorecer, por lo tanto, la igualdad. »
Búsqueda
del « bienestar », supresión de las « desigualdades »
sociales, positividad del « mestizaje universal »: nos hallamos
ante el falso evangelio bergogliano expuesto en toda su crudeza naturalista y su
horizontalidad inmanentista…
Scalfari: Hace tiempo me dijo Usted
que el mandamiento « Ama a tu prójimo como a ti mismo » tenía que
cambiar debido a los tiempos oscuros que estamos atravesando, y convertirse
en « más que a ti mismo. » Así
que anhela Usted una sociedad dominada por la igualdad. Como Usted sabe, ése
es el programa del socialismo de Marx y después, del comunismo. ¿Piensa,
por lo tanto, en una sociedad de tipo marxista?
Francisco: « Se
ha dicho a menudo y mi respuesta siempre ha sido que, en todo caso, son los comunistas los
que piensan como los cristianos. Cristo habló de una
sociedad donde fueran los pobres, los débiles, los marginados, quienes
decidieran[???].
No los demagogos, no los Barrabás, sino el pueblo, los pobres, independientemente de que
tengan o no fe en el Dios trascendente, es a
ellos a los que debemos ayudar para que logren la igualdad y la
libertad. »
Bergoglio,
afirmando que los comunistas piensan como los cristianos, contradice
formalmente el magisterio eclesial en la materia, legitima esta ideología
anticristiana y antinatural y hace pública profesión de fe comunista al reivindicar
su ideal utópico y revolucionario de una sociedad igualitaria, sin que importe en
lo más mínimo que sus miembros « tengan
o no fe en el Dios trascendente »[!!!]…
Estamos
hablando de la sociedad sin clases marxista, del « paraíso en la tierra »
comunista, de la utopía revolucionaria bolchevique, laica e internacionalista, sin
religión ni fronteras, al estilo de la célebre y subversiva canción Imagine de John Lennon : « Imagina que no hay países, no es
difícil hacerlo. Nada por lo que matar o morir, ni tampoco religión. Imagina a
toda el mundo viviendo en paz […] Imagina que no hay posesiones, […] una
hermandad de hombres.»
Ése
es el ideal bergogliano, el de un mundo unificado, sin distinción de clases y
exento de desigualdades sociales, un falso paraíso terrestre de una humanidad
supuestamente « reconciliada » y « fraterna », viviendo en
paz, sin que nada le falte a nadie, pero
huérfana de Dios y construída por el esfuerzo humano, de un modo puramente
natural e inmanente, mediante la « cultura del encuentro », la
« inclusión » y el « diálogo », el « construir
puentes » y el « derribar muros » y la integración social de las
« periferias existenciales »...
El
ideal de « Francisco » coincide perfectamente con el de Karl Marx y el
de John Lennon, situándose en las antípodas de la revelación divina y del
magisterio de la Iglesia, los cuales nos enseñan, por un lado, que la paz y la
fraternidad humana son utópicas, falaces y perversas si se persiguen
prescindiendo de Dios, y, por el otro, que la Jerusalén Celeste, en la que ya
no habrá más « lágrimas y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor » (Ap. 21, 4),
es un don gratuito y sobrenatural recibido directamente de manos Dios a través
de su intervención personal y manifiesta en el desarrollo de la humanidad…
Cito
ahora el decreto del Santo Oficio de
1949 declarando la excomunión automática de los adherentes a la doctrina
comunista, y muy principalmente, de quienes la difunden:
« A
esta Suprema Sagrada Congregación le ha sido preguntado lo siguiente: […]
Cuarto: los fieles que profesan la doctrina comunista y principalmente los que
la defienden y propagan, ¿incurren ipso facto en la excomunión reservada
especialmente a la Sede Apostólica, como apóstatas de la fe católica?
Contestación de la Congregación del Santo Oficio: Sí[4]. »
Con
lo cual queda claro que « Francisco » no profesa la fe católica,
dado que, en virtud de sus doctrina heterodoxa en relación al comunismo,
ha incurrido en excomunión latae sententiae, es decir, automática,
sin que se requiera la declaración previa de una autoridad eclesiástica para
que se haga efectiva.
Me
apresuro a aclarar que, en realidad, este nuevo episodio en la lista
interminable de herejías bergoglianas no añade ninguna información substancial
ni modifica en absolutamente nada su situación eclesial, harto conocida
por quienes seguían con atención su escandalosa trayectoria en la Argentina y
también, desde hace casi cuatro años, en el Vaticano. No, ésta no es sino una
más de las innumerables pruebas de la no catolicidad de Bergoglio, la cual es,
por cierto,muy anterior a su elección al pontificado en 2013[5],
pero que, no obstante, considero útil destacar, pues podría ayudar a que algunos
desprevenidos pudieran por fin abrir los ojos con respecto al falso profeta argentino…[6]
[…] Scalfari: Nos despedimos con un abrazo
muy cariñoso. Le dije que descansara de vez en cuando, y él me contestó: « Usted también tiene que descansar
porque un no creyente como usted tiene que mantenerse lo más lejos posible de
‘‘la muerte corporal’’. »
La
impiedad de esta última frase es sencillamente incalificable. En vez de preocuparse
por la salvación eterna de su impío interlocutor, en lugar de invitar al ateo Scalfari
a convertirse a Jesucristo, realizando
una verdadera obra de misericordia espiritual, Bergoglio, dando muestras de
un cinismo a toda prueba y de un humor negro que produce escalofríos, simplemente
lo incita a diferir lo más posible el instante de su muerte y, por
consiguiente, el de su condenación eterna. Estas palabras, saliendo de la boca
de un supuesto Sucesor de San Pedro y Vicario de Nuestro Señor Jesucristo en la
tierra, son, lisa y llanamente, diabólicas…
Francisco
recibiendo sonriente el crucifijo comunista
de manos del presidente boliviano
Evo Morales
http://saint-remi.fr/fr/livres/1436-tres-anos-con-francisco-la-impostura-bergogliana.html
http://www.catolicosalerta.com.ar/bergoglio04/bergoglio-francisco-en-cuatro-idiomas.pdf
http://www.catolicosalerta.com.ar/bergoglio04/bergoglio-francisco-en-cuatro-idiomas.pdf
[2] No es la primera vez que
Bergoglio miente desvergonzadamente sobre la cuestión del comunismo, procurando
hacer creer a la gente que esta ideología diabólica y anatematizada sin cesar
por la Iglesia coincidiría, en sus lineamientos fundamentales, con el mensaje
evangélico : « Tuve una profesora de
la que aprendí el respeto y la amistad, era una comunista ferviente. A menudo
me leía o me daba a leer textos del Partido Comunista. Así conocí también esa
concepción tan materialista. Recuerdo que me dio el comunicado de los
comunistas americanos en defensa de los Rosenberg que fueron condenados a
muerte. La mujer de la que le hablo fue después arrestada, torturada y
asesinada por el régimen dictatorial que entonces gobernaba en Argentina. »
-¿El comunismo lo sedujo? - « Su materialismo no tuvo ninguna influencia sobre
mí. Pero conocerlo, a través de una persona valiente y honesta me fue útil,
entendí algunas cosas, un aspecto de lo social, que después encontré en la
Doctrina Social de la Iglesia . » Entrevista con Eugenio Scalfari el 24 de
septiembre de 2013, publicada el 1 de
octubre en La Repubblica.
[6]
Presentar de manera exhaustiva los documentos magisteriales que condenan sin
miramientos el comunismo es algo que excede el marco de esta nota. Se
recomienda vivamente, cuando menos, la lectura integral de la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI, de la cual
transcribimos el siguiente pasaje a modo de ilustración, para convencerse
definitivamente de la incompatibilidad radical existente entre la
enseñanza de la Iglesia y las elucubraciones bergoglianas: « Condenaciones anteriores. 4.
Frente a esta amenaza, la Iglesia católica no podía callar, y no calló. No
calló esta Sede Apostólica, que sabe que es misión propia suya la defensa de la
verdad, de la justicia y de todos aquellos bienes eternos que el comunismo
rechaza y combate. Desde que algunos grupos de intelectuales pretendieron
liberar la civilización humana de todo vínculo moral y religioso, nuestros
predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las
consecuencias de esta descristianización de la sociedad humana. Y por lo que
toca a los errores del comunismo, ya en el año 1846 nuestro venerado predecesor
Pío IX, de santa memoria, pronunció una solemne condenación contra ellos,
confirmada después en el Syllabus.
Dice textualmente en la encíclica Qui
pluribus: « [A esto tiende] la
doctrina, totalmente contraria al derecho natural, del llamado comunismo;
doctrina que, si se admitiera, llevaría a la radical subversión de los
derechos, bienes y propiedades de todos y aun de la misma sociedad humana ». Más
tarde, un predecesor nuestro, de inmortal memoria, León XIII, en la encíclica Quod Apostolici muneris, definió el
comunismo como « mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas
de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte », y con clara
visión indicaba que los movimientos ateos entre las masas populares, en plena
época del tecnicismo, tenían su origen en aquella filosofía que desde hacía ya
varios siglos trataba de separar la ciencia y la vida de la fe y de la Iglesia.
Documentos del presente pontificado. 5.
También Nos, durante nuestro pontificado, hemos denunciado frecuentemente, y
con apremiante insistencia, el crecimiento amenazador de las corrientes ateas.
Cuando en 1924 nuestra misión de socorro volvió de la Unión Soviética, Nos
condenamos el comunismo en una alocución especial dirigida al mundo entero. En
nuestras encíclicas Miserentissimus
Redemptor, Quadragesimo anno, Caritate Christi, Acerba animi, Dilectissima
Nobis. Nos hemos levantado una solemne protesta contra las persecuciones
desencadenadas en Rusia, México y España; y no se ha extinguido todavía el eco
universal de las alocuciones que Nos pronunciamos el año pasado con motivo de
la inauguración de la Exposición Mundial
de la Prensa Católica, de la audiencia a las prófugos españoles y del
radiomensaje navideño. Los mismos enemigos más encarnizados de la Iglesia, que
desde Moscú dirigen esta lucha contra la civilización cristiana, atestiguan con
sus ininterrumpidos ataques de palabra y de obra que el Papado, también en
nuestros días, ha continuado tutelando fielmente el santuario de la religión
cristiana y ha llamado la atención sobre el peligro comunista con más
frecuencia y de un modo más persuasivo que cualquier otra autoridad pública
terrena. » http://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19370319_divini-redemptoris.html
martes, 29 de noviembre de 2016
ADVIENTO
«Señales son del Juicio...»
¿Qué es este desvariar sino un barrunto
del Juicio preterido y de su adviento?
¿Qué tanto reconcomio? ¿El elemento
en que arden Malo y reos todo junto?
Este acrecido y sí ruinoso asunto
de voces sin palabra y sin acento,
¿qué anuncia sino el trágico momento
en que caerá aquel lazo en el conjunto?
El hombre que no sabe y sólo siente,
cuyo derecho sigue a su talante
y cuya volición es su regente,
desdeñará adorar al Dios infante
que en el misterio augusto de Belén, te-
rrena humillación vuelve radiante
y, a cambio, con los ojos de su mente
y sus sentidos todos, y el semblante
más pávido que nunca y más doliente,
reclamará cobijo a mar y monte
ante la tempestad, que no relente,
del Juez invicto como el horizonte
que viene a interpelar a toda gente.
Fray Benjamín de la Segunda Venida
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