Heráclito: «nada es permanente sino el cambio» |
Los cambios que se vienen introduciendo en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II -o impulsados por éste, o por él parcialmente avalados, debido sobre todo a la ambigüedad de sus documentos- podrían ocupar, como es noto, vastos volúmenes. Hacia 1984 Romano Amerio pudo compilar un grueso tomo tratando de los mismos, y ya corrieron casi otros treinta años. Baste pensar en el deplorable y ya extendidísimo hábito de recibir la comunión en la mano, que él apenas mencionó en su célebre Iota Unum, en el capítulo alusivo a las variaciones introducidas en relación a la Eucaristía. Acompasados con los cambios efectivamente consumados, arreciaron también en el mismo lapso los pedidos, a cuál más desaforado, relativos ora a alterar la moral sexual, ora la constitución de la Iglesia o las prescripciones sobre los sacramentos, por citar algunos de los más corrientes. El caso es que, desde el inédito desamparo propiciado por Benedicto XVI con su abdicación -inédito, decimos, por la sazón y los términos en los que se produce, y por sus consecuencias aún por verse-, hoy estamos asistiendo a una intensificación de esas presiones, y descaradamente desde adentro mismo de la Iglesia. Entiéndase: lo novedoso no es tampoco esto último. Al fin de cuentas, el tránsito que va del Syllabus (1864) de Pío Nono a la Pascendi (1907) de Pío Décimo corresponde al que va de la condena de los errores modernos a la recusación del modernismo, es decir, del combate a un moto que obra de afuera adentro: de los males exteriores que asedian a la Iglesia al mal ya introducido en ella. Y la historia de la Iglesia de los últimos cincuenta años, si hiciera falta comprobarlo, es la de su progresiva y progresista infestación. Lo nuevo, en todo caso, es el ritmo que ha cobrado el confusionismo, ese picar espuelas para pasar del trote al más decidido galope. Lo que sorprende es el envalentonamiento en aplicar el hacha a las mismas raíces, la confianza con la que la granuja post-conciliar parece preparar en nuestros días el abordaje definitivo.
Se califica a Francisco como a un progresista "moderado", es decir, como a un Papa que no cederá a la ansiedad revolucionaria de trocarlo todo en un tris. Pero esta apelación es todo menos tranquilizadora, ya que el horror reside en el solo hecho de que un progresista llegue a ocupar el trono de Pedro. La táctica revolucionaria más inteligente persigue justamente no hacerse notar, lo que le permite alcanzar los fines previstos enfrentando menores resistencias.
El papa Bergoglio reincide en su conocida fabla aproximativa, hecha de alusiones imprecisas, como la imputación -proferida en el curso de una de sus informales homilias- de "auto-referencialidad", de "mundanidad espiritual", o del "querer domesticar al Espíritu Santo" (imputación que podría recaer, como proyectil lanzado de contrarias trincheras, en muy diversos sujetos, y él no se cuida de aventar el equívoco). No se corre ostensiblemente del depositum fidei y, aunque su estilo ripioso roce peligrosamente la chocarrería y la cacofonía, no se lo oye proclamar -lo que se dice- errores manifiestos. Lo que se dice herejías, no se las hemos escuchado. Pero entromete, con una soltura que no nos animaríamos a llamar precisamente libertad evangélica, uno y otro cambio asaz simbólico: cambio en los atuendos, cambio en el saludo con que se presentó a las multitudes el días de su elección, cambio en los términos del lavatorio de los pies del Jueves Santo, y tantos otros que sería redundante y ocioso referir. El último, quizás, fue el de sustituir la consueta cachetada en el ritual de la confirmación por un suave beso en la mejilla.
A su entorno consta, sí, el furor revesador de sus inmediatos subordinados, que no fueron por lo pronto exhortados a cultivar el muy preferible silencio. Cuatro o cinco altos dignatarios que ya se animaron a declarar que habría que contemplar el reconocimiento civil de las uniones sodomíticas, excusando sólo el llamarlas indebidamente "matrimonio". Aquel otro panchampla de monseñor Zollitsch, que pidió la ordenación de diaconisas, en sintonía con cuanto tudesco mitrado se anima a los micrófonos, incluido en bloque el cardenalato trasalpino. O aquel cardenal Tauran (el mismo que, a fuer de protodiácono, salió casi dos meses atrás al balcón de la logia de San Pedro en inolvidable -por lo onírica- sazón, para anunciar, con los penosos tics del Parkinson, queteníamos papa, pero con una quejumbre como la de quien dijera «annuntio vobis poenam magnam»), cuya última aparición pública fue para saludar a los budistas, renovando el compromiso de un diálogo «que no es competencia sino peregrinaje en común hacia la verdad» entre otras graves nimiedades, como la de homologar el quinto mandamiento del decálogo con el -así se presume- correspondiente precepto búdico de no matar, incluidos en éste cucarachas y roedores.
No es aventurable -toléresenos la insistencia- que el papa Francisco profiera, en el magisterio menudo de sus sermones, alguna sonora herejía. Podrá acaso remitir al clero y a los fieles de todo el mundo alguna encíclica en lunfardo, pero difícilmente incurra en flagrante anatema. El modernismo, por lo demás, no necesita de tales estruendos. Si algo ha evidenciado el naturalismo religioso en boga desde hace décadas es su capacidad de mimetismo, su aptitud para el formulismo oral, diríamos su psitacismo de la letra evangélica con minuciosa abolición de su espíritu. Ya decía Castellani que esta herejía implícita y embozada no necesita tocar el Credo, el Misal ni el Breviario: le basta vaciarlos de sustancia para poner en su lugar el culto idolátrico del hombre. Y a esto sí apuntan, más ostensiblemente, los cambios que en disciplina y moral -no que a la constitución misma de la Iglesia- pueden avizorarse para lo próximo, a juzgar por la clamorosa coincidencia que a este respecto demuestra tanta jerarquía muy próxima al Papa. Y a juzgar por las aficiones del mismo, según consta en las palabras que le dirigió su admirada teóloca Dolores Aleixandre, la cual, como un guiño al programa revolucionario en ciernes, le manifiesta con plena confianza que «empiezan a sobrar y a estorbar tantas conductas, prácticas y costumbres en las que se ha ido confundiendo la dignidad con la magnificencia y lo solemne con lo suntuoso (...) Ahora te tenemos como cómplice en el deseo de ir cambiando esas usanzas e inercias que nadie se decidía a declarar obsoletas».
Me gustaría preguntarle su opinión sobre la no bendición a los periodistas ateos y de otros religiones a los que consideró como hijos de Dios. ¿Podría considerarse esto herejía? Por lo demás excelente artículo, que le daremos publicidad en nuestro blog: http://nacionalismo-catolico-juan-bautista.blogspot.com.ar/
ResponderEliminarSaludos en Cristo y María Santísima
No bendecir a los periodistas ateos es, en sí misma, una omisión que toca a la praxis. La herejía es, en cambio, el error en que incurre un bautizado en relación con la recta doctrina. Esta omisión (que afecta a la conducta del Papa, y no inmediatamente a su doctrina) puede, sí, estar fundada en doctrina errónea. Pero esto no lo sabemos hasta que no se expida sobre el particular. De hecho, si no explicita la distinción entre «hijos de Dios» por la gracia, según la divina filiación adoptiva, e «hijos de Dios» según la hoy más corriente y sensiblera acepción (esto es: «creaturas de Dios») no podemos saber si aludió confusamente a esta última o si, por el contrario (y es mucho de temer, y no es inverosímil), trafica con sus gestos el pelagianismo ya triunfante entre la clerecía apóstata («no hay necesidad de redención», «no existe el pecado», etc.). Saludos en Cristo y en su Ssma Madre
ResponderEliminarNo debe cambiar nada, sino vaciarlo de contenido (diluirlo, esa es la palabra y como ya se hace... a propósito, el año de la Fe se diluyó, parece como si no hubiese sido, con la abdicación de Benedicto XVI)
ResponderEliminarEl triunfo -creen ellos- ya lo tienen porque nadie opondrá resistencia dado que no hablan herejías o apostatan frontalmente, todo lo hacen con disimulo y apariencia de verdad, pero hacen otra cosa.
Tal vez leyó el libro de Dalma Maradona "Hija de dios".
ResponderEliminarLa táctica revolucionaria más inteligente persigue justamente no hacerse notar.
ResponderEliminarAsi es.
Infante escribe que es una luz. Tiene el don.
Gracias, amigo, por las flores. Páguele Dios su benevolencia y generosidad.
EliminarNo soy de derrochar alabanzas si algo no se ajusta a la realidad. Objetiva soy y le aseguro que usted tiene el don. Da gusto leerlo.
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