El cardenal, con su cara hierática y severa, si bien a veces viscosa y maliciosamente malvada, había logrado reunir notables grupos de obispos, sacerdotes y otros miembros del colegio. Su objetivo era mantener a la Iglesia en una condición de permanente inquietud. Debilitar el rol del Papa, hacer perder credibilidad a la ortodoxia, difundir la profunda incoherencia del catolicismo respecto a la vida privada de las jerarquías.
Este debilitamiento constante en la Iglesia no podía cumplirse abiertamente.Si así hubiera ocurrido, se habrían arriesgado a aparecer como verdaderos propaladores de la apostasía. Ellos debían actuar detrás de los bastidores. ¡Necesitaban un papa que fuera verdaderamente santo! Un papa ortodoxo, justo y recto, en la fe y en la doctrina. Hubieran usado de él para destruir a la Iglesia tal como el mundo la conocía. No era tan banal su programa.
Ellos habrían organizado desde las entrañas del Vaticano una obra puntual y constante, dirigida a desacreditar al Papa ortodoxo y justo. A mostrar cómo sus decisiones, su visión del mundo, su misma fe fueran superadas, viejas, insostenibles para el hombre moderno. Lo habrían puesto en el centro del descrédito mediático mundial, creando polvaredas en torno a pequeños eventos eclesiales cuyo alcance habría sido agigantado ad hoc. Así preparaban su pontificado: aquel en el que habría sido elegido el verdadero Apóstata, el verdadero Antipapa. A éste lo cultivaban halagándolo atentamente. Le satisfacían cualquier posible deseo, cualquier ambición, con tal de que él permaneciese en el silencio: un cardenal entre tantos. En el momento oportuno, cuando la Iglesia se hallase desacreditada, maltratada, humillada por las naciones y por sus estadistas masones e iluminados, cuando el Papa santo y recto hubiese sido borrado del corazón de los cristianos, sólo entonces habrían ejecutado su plan. El nuevo papa habría sido latinoamericano.
No hemos leído más que este pasaje de la obra, publicado por el autor en su propio blogue bajo el título de ¿Temor o profecía?, haciendo éste la obvia salvedad de que no se tiene en modo alguno por hagiógrafo. Lo cierto es que la situación allí descrita no resulta tan difícilmente homologable a lo padecido por Benedicto XVI, a quien evidentes maniobras curiales dejaron a menudo expuesto a los ataques de los enemigos más enconados de la Iglesia.
Sobre el apelativo de «Antipapa» reservado al neoelecto -y si éste es aplicable en buena ley, ya allende la ficción, a Francisco- valga recordar que no pocos canonistas se debaten todavía acerca de la licitud de la abdicación de Ratzinger. Unos porque temen que ésta haya sido urgida por amenazas (y por lo tanto no ejercida en pleno uso de su libertad -pese a lo expresado por el propio Benedicto en el texto de su renuncia-, lo que la volvería nula. Recuérdese, a este respecto, la difusión de una presunta amenaza de muerte contra el pontífice en febrero de 2012, a cumplirse dentro del término de un año, que motivó un informe remitido entonces por el cardenal Castrillón Hoyos a la Secretaría de Estado vaticana). Otros porque sostienen que la merma de las fuerzas físicas, aducida por el abdicante, no es razón suficiente para una tal decisión. Otros, en fin, a causa de dos errores patentes en el texto latino de dimisión redactado por Benedicto, lo que lo haría incurrir en la nulidad prevista en tales casos por el decreto Ad audientiam, del papa Lucio II, incluido en el cuerpo del derecho canónico.
Sorprende, finalmente, el admirable acierto respecto a la procedencia del nuevo papa. El que sea latinoamericano no puede ser sólo un dato anecdótico en la construcción de la trama novelística, aparte de haberse cumplido literalmente en los hechos. Suponemos que del otro lado del océano alcanza a columbrarse algo de la tragedia íntima de este lado del mundo, de un continente que parece no acertar ya a producir, en el colmo de su abyección, sino tiranos -o "tiranuelos de machete", según la inmortal expresión de Rubén Darío. El drama de Latinoamérica es que ya hasta el nombre le quitaron: Hispanoamérica conservaba todavía una identidad, una cultura que se remontaba a la España de los Reyes Católicos, a la España Áurea y Eterna y, a través de ella, a la grecorromanidad. La lenta y pertinaz succión de todas sus reservas -de las materiales a las morales- hicieron del "continente de la esperanza" trasoñado por Juan Pablo II en un arrebato de craso optimismo, un verdadero reservorio de frustraciones y desaliento hereditarios. Ya lo era por entonces, y hoy lo es bastante más. Asimilar aquí toda la hez de la modernidad que otros arrojan al estercolero, repetir a destiempo el discursete libertario del '68 con el aditamento de la vuelta romántica a las "culturas de los pueblos originarios", más la pretensión de someter a juicio a toda una historia milenaria que no se conoce, y esto sin advertir el abismo de la propia ignorancia, es ya un castigo en sí mismo: es el autoflagelo de la estulticia. Que llegue a papa un clérigo nacido y nutrido en ese contexto, regalado por una fortuna ciega con una imparable promoción mucho más allá de sus méritos, es una ironía y un azote. Y no nos vengan, en tiempos de intrigas y apostasía en los más altos estrados eclesiásticos, con el cuento de la asistencia del Paráclito en el cónclave. A la gracia, a Dios mismo -horribile dictu- se le puede eficazmente resistir.
Muy bueno, con respecto al tema, tenemos el mismo parecer.
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